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PAMPLINAS
Columna
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La palabra copa

Existen para que nos creamos cosas, formas de la embriaguez más o menos fingida, retórica ramplona

Logo de la Champions League en el estadio del Inter de Milán.
Logo de la Champions League en el estadio del Inter de Milán.Jonathan Moscrop (Getty Images)
Martín Caparrós

Suele pasarme y me gusta cuando me pasa: el placer de escribir sobre algo no porque lo sé sino porque quiero saberlo. En realidad esa debería ser la definición del periodismo. Pero muchas veces el columnismo, su enfermedad senil, hace lo contrario: escribe sobre lo que supuestamente sabe, no averigua, derrama convicciones cual aceite de máquina rota.

Es una pena —un despilfarro—, sabiendo que uno no sabe tantas cosas, de las importantes y de las banales, de las difíciles y de las sencillitas. Anoche, por ejemplo, me di cuenta de que no sabía por qué los ganadores de grandes competencias futboleras reciben como trofeo una copa: tanto que, ahora, muchas de esas competencias se llaman “copas” —del rey, de la reina, del príncipe dormido, del universo mundo, del valle del Tiétar. ¿Por qué una copa y no una escultura o un riñón de zarigüeya pintado por Banksy o un picaflor embalsamado o el zapato izquierdo de cada miembro del equipo vencido? En síntesis: ¿por qué una copa? ¿Qué nos dice la palabra copa?

Si algo define a una copa es lo superfluo. Durante milenios los hombres bebieron con sus manos o lenguas; después descubrieron el prodigio del recipiente y usaron caracolas, cráneos, cáscaras variadas. Hasta que, por fin, aprendieron a fabricarlos con barros y metales. Eran cuencos, vasos; debió pasar mucho tiempo hasta que a algún repipi se le ocurriera ponerle a uno de esos vasos una base. Un tallo, digamos, un andamio que elevara el condumio, un soporte que lo alejara de la superficie. Y a partir de ese momento beber en vaso se volvió vulgar; en copa, altivo. Los grandes señores —y aspirantes varios— tenían copas y las ornaban y adornaban y entonces, cuando una religión nueva y pobre trató de volverse señorial, decidió que sólo en una copa de esas podía haber bebido su fundador sus últimos traguitos.

(Porque la tradición social mejor establecida en Occidente es “tomarse unas copas”: compartir una bebida fermentada con parientes, amigos e ignotos. Poner una copa, irse de copas, pasarse de copas, encoparse, la palabra copa se ha convertido en el mejor ejemplo de esa figura que llaman metonimia: la parte por el todo, el continente por lo contenido, el vidrio por el vino. Pero esto, con ser bastante cierto, no nos avanza en nuestra búsqueda.)

Aquella dizque copa del fundador de religiones, como no existía, se perdió, y buena parte de los cuentos de la Edad Media cristiana contaron su búsqueda: la llamaban el Santo Grial y era de caballeros superpíos lanzarse tras sus huellas. Ninguno estuvo tan cerca como el señor Galaz —o Galahad— que se la cruzó por azar, demasiado joven y pazguato, y la dejó pasar y se pasó todo el resto de sus días buscando lo que había poseído y desdeñado. Eso, dicen, es la vida, pero la copa santa nunca apareció. Y los cristianos ricos —y todos los demás— se dedicaron a reemplazarla con copas pretenciosas, vanidosas, pruebas de la riqueza de su dueño.

Las copas, entonces, todas las copas, siempre fueron trofeos y exhiben un doble valor: son un objeto que podría ser mucho más simple y se complace en lo sobrante, son un objeto que se busca y se busca. Supongo que con esas dos características le alcanzaría para ser el premio por antonomasia o excelencia; dicen que griegos o romanos se la daban al ganador de alguna justa para que se tomara un vino a su propia salud y que, milenios después, los ingleses empezaron a entregarlas —ya puro símbolo— a los jinetes ganadores de carreras que corrían sus caballos, y que la idea se fue imponiendo poco a poco. El trofeo podría haber sido cualquier otro y no lo fue: morimos por las copas.

Hay resistencias: los trofeos del arte suelen ser personas, como el Goya, el Martín Fierro, Oscar, César, Ruben, la señorita Emmy. Tienen una figura, un contenido. Las copas son todo lo contrario: un recipiente que habría que llenar, la posibilidad de poner algo; como quien dice que una victoria deportiva nunca está completa y que la copa que ganaste hoy es la que perderás mañana. Sir Galahad sigue llorando en un rincón; las hinchadas de fútbol, tan poco dadas a la melancolía, gritan en cambio todo lo contrario: “La copa, la copa / se mira y no se toca”, dicen cuando la ganan aunque su equipo, al otro año, deberá devolverla. Los cantos y las copas son, al fin y al cabo, tres cuartos de lo mismo: existen para que nos creamos cosas, formas de la embriaguez más o menos fingida, retórica ramplona. Y para que repitamos, con el maestro Arouet, que lo superfluo es absolutamente necesario.

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