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LA ZONA FANTASMA
Columna
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La excelencia de la purria

Javier Marías

Lo que uno ve desde que nace le parece “lo normal” durante años, o por lo menos normal, hasta que se asoma al mundo y comprueba su variedad infinita, lo que se ha perdido u otros se pierden, las pautas tan diferentes por las que se rigen los individuos. Sería ingenuo o fanático dar por bueno cuanto aprendió uno en su casa, pero hay conductas que, sometidas a la comparación más tarde, y sopesadas con la razón –no con la mera costumbre–, sigue encontrando recomendables o incluso obligadas. Una de ellas es la de no favorecer a un hijo, a un progenitor, a un hermano, a un cuñado o a un cónyuge si se ejerce un cargo público –y por tanto se maneja dinero de los contribuyentes– o si se goza de una posición de poder o influencia en un campo determinado, o de una tribuna en prensa como la de esta página. O por lo menos debe uno advertir, en este último caso, de la vinculación existente. Las veces en que he hablado aquí, o en otro sitio, del libro o la pelícu­la de un amigo, creo haber confesado de antemano lo que nos unía, para que el lector tuviera todos los datos y supiera que mi opinión podía ser parcial, aunque fuera sincera o así yo lo creyera. Cuando he hablado de mi padre, he solido disculparme por ello y casi siempre me he limitado a hablar de la persona y de su biografía, no del escritor que fue, sobre el cual difícilmente podría ser objetivo. Mientras vivió, los dos procuramos evitar al máximo opinar públicamente sobre la obra del otro, aunque, ante la insistencia de periodistas, quizá no siempre lo conseguimos. Nos resultaba empalagoso que un padre elogiara a un hijo o un hijo a un padre: no como individuos particu­lares, lo cual es más o menos aceptable, sino como “profesionales”, ya que eso nos podía reportar “beneficios”. Pero no era sólo una cuestión de buen o mal gusto: también nos parecía que no era algo muy recto, y que era mejor abstenerse.

Lo he recordado recientemente en una entrevista: hace casi veinte años una de mis novelas fue candidata al Premio Fastenrath, que otorgaba la Real Academia Española. En la sesión deliberatoria, mi padre se ausentó del pleno para que sus compañeros opinaran con entera libertad, y no participó en la votación, como es lógico. En su día expliqué que durante doce años –desde la primera vez que se me “tanteó”– no quise ni oír hablar de mi posible candidatura a esa misma institución: mientras mi padre viviera y perteneciera a ella, lo juzgaba improcedente. Nada más ser nombrado mi hermano Miguel Director General de Cinematografía, bajo el Ministro Semprún, entregó un escrito en el que más o menos decía: “El director de cine Jesús Franco es tío mío; el también cineasta Ricardo Franco es primo mío; el novelista Javier Marías es hermano mío. Ante cualquier proyecto en el que estén involucrados cualquiera de ellos, me abstendré de opinar y de influir a favor o en contra de posibles ayudas del Ministerio”.

La costumbre de escribir o hablar sobre alguien conocido está distorsionada. Uno debe, al menos, advertir la vinculación existente

Nada de esto me parecía digno de elogio ni de mérito, sino algo de cajón, obligado. Por eso me cuesta comprender que en España la norma sea más bien la contraria. Da lo mismo que mi cuñado sea un profesional competentísimo, e idóneo para tal puesto que de mí o de mi partido depende: precisamente por ser mi cuñado, no puede ocuparlo. ¿Salimos perjudicados? Muy posible. Pero así deberían ser las reglas: a veces se ha de ser perjudicado para que no quepa duda de que no se ha sido favorecido. Desde los tiempos del hermano de Alfonso Guerra hasta hoy, la tendencia de nuestros políticos ha sido la opuesta: colocan a sus cónyuges, a sus vástagos y a la parentela al completo. Privatizan empresas públicas y se las entregan a sus compañeros de colegio, cuando no a sí mismos mediante la “puerta giratoria”: quien fue consejero de Sanidad y privatizó hospitales pasa, al cabo de un ridículo lapso de tiempo que la ley exige, a tener un importante cargo en la empresa que los explota ahora. Sólo siete años después de ser nadie en política, la mujer de Aznar ya fue alcaldesa de Madrid (no elegida como tal por los votantes). Un tal Baltar, cacique gallego, ha colocado a decenas de personas con las que tenía parentesco o amistad y ha dejado de delfín a su hijo, como Pujol casi al suyo. La familia de Carlos Fabra lleva generaciones repartiéndose o pasándose cargos, no es raro que su hija Andrea les gritara “¡Que se jodan!” a los parados, en el mismísimo Parlamento. Y así hasta la náusea.

Hace poco vi cómo tres periodistas opinaban, en la televisión pública, sobre la política de becas del Ministro Wert, calificada por casi todo el mundo de injusta, discriminatoria y clasista. Una de esas periodistas era su actual pareja o cónyuge o lo que sea. Para mi sorpresa –sí, aún me sorprendo por estas cosas–, no se retiró de la mesa, ni se excusó de hacer su comentario (favorable al Ministro, claro está); que yo sepa (no vi todo el programa), ni siquiera advirtió a los espectadores de que su visión del asunto podía estar comprensiblemente sesgada. No: con entero ­desahogo habló de “críticas demagógicas” y de “aversión al mérito y a la excelencia” (cito de memoria). A los políticos del PP y periodistas afines se les llena la boca con esta última palabra. No se miran. No ven lo mediocres e ineptos que son la mayoría, ni su falta de mérito para desempeñar sus cargos. Ni su corrupción de nepotismo y amiguismo. No ven que en demasiados de ellos la palabra “excelencia” suena a chiste cruel. Como si se la aplicara a sí misma la purria que retrata en sus novelas Eduardo Mendoza. Que, dicho sea de paso, es amigo mío.

elpaissemanal@elpais.es

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