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Tribuna:
Tribuna
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Una cabeza admirable y despejada

El doctor Marañón, en un artículo publicado en La Nación, de Buenos Aires, en 1938, dice así: «Después de la dictadura del general Primo de Rivera y de los Gobiernos del general Berenguer y del almirante Aznar, el cambio de régimen era inevitable. Ante este suceso histórico, preveíamos grandes peligros en un pueblo difícil y anárquico como es el pueblo español. Decidió Ortega Gasset la fundación de la Agrupación al Servicio de la República sin más propósitó que hacer una obra de educación de las universidades y del pueblo y que la vida española tuviese, dentro del orden, la dignidad europea de la que carecía. Y este fue el único sentido de nuestra gestión.»Pues bien, vino el 14 de abril de 1931, proclamación de la segunda República, y aquel régimen, nacido con la adhesión casi unánime del país -quien diga lo contrario no tiene memoria-, tuvo un fracaso inmediato y sin precedentes. La Agrupación al Servicio de la República se retiró pronto de toda activi dad pública. Ortega, fundador y jefe de la misma, pronunció su célebre discurso -el mismo año 1931- en el que dijo aquellas palabras ciertas e inovidables: "No es esto; no es esto." Que la República no era «eso», que no era «aquello» que esos españoles excepcionales -y tantos otros- habían soñado como solución posible para España está tan claro que sólo a los cinco años de nacer se desencadenó la contienda civil. Era el 18 de julio de 1936.

Durante esos años, no de paz sino de guerra, Ortega -a quien Alemania había concedido la Medalla de Goethe- vivió en París. Allí trabajó mucho y allí sufrió mucho. Por estar aquejado de una grave enfermedad que le obligó a someterse a dolorosas intervenciones quirúrgicas y por contemplar su ilusión y su esperanza españolas resolviéndose a tiros entre hermanos. Ya en su histórico artículo «El error Berenguer», publicado en 1930, nos advirtió a todos de lo que iba a suceder si no se adoptaban medidas urgentes para que los españoles reconstruyeran su propio Estado. Pero esas medidas no se tomaron. Las luchas políticas durante la República mutilaron su Constitución y todo terminó en tres años de guerra y un millón de muertos.

Los queridos amigos y alumnos de la Universidad de Rosario, que me han pedido estas notas, me preguntan que cómo era personalmente, físicamente Ortega.

Era mediano de estatura. Mas bien bajo y ancho de espaldas, cuadrado. Una cabeza admirable, con frente muy despejada por poco cabello. Ojos grandes, llenos de mirada penetrante y quizá con esa luz, un tanto irónica, de quien,«está de vuelta de las cosas». Manos perfectas. Andaba con lentitud de gran señor. Como escribe Madariaga: «Lo que más admiro de Ortega es su encanto personal.» Era buen gastrónomo. Bebía poco. Fumaba mucho, demasiado, pues el cigarrillo encendido era permanente en su encendida vida. Gran trabajador. No hacía mucha vida de sociedad y salía poco salvo a sus clases en la universidad, y su tertulia en la Revista de Occidente. No hacía ningún deporte, aunque le gustaba mucho el campo. (Su prólogo al libro de caza del conde de Yebes es de antología.) Aceptaba pocas invitaciones para comidas y cocktails. Iba poco al cine y al teatro. Un día, paseando por Biarritz, me dijo: «Si quieres ir al teatro, quédate tranquilamente en tu casa y lee a Shakespeare. »

Le gustaba mucho viajar. Recorrer los pueblos de España y sus largos caminos de las llanuras castellanas y del prodigioso litoral atlántico y mediterráneo. Escribió sobre todo ello, en su Espectador, páginas inolvidables. Le acompañaba yo un día -a él, a mi padre y otros amigos- por el maravilloso Valle del Baztán. Al llegar a la cumbre de una montaña, desde la cual se divisaba un paisaje de ensueño, estaba el clásico mojón de Obras Públicas que señalaba: «Aquí termina Navarra y empieza Guipúzcoa». Don José mandó parar el automóvil, pues dijo que tenía la inevitable y normal necesidad de «hacer un pipí». Vio la piedra de Obras Públicas y dijo: «Lo haré aquí para evitar conflictos provinciales. »

El amor

Escribió mucho sobre el amor. ¿Qué gran escritor no ha tratado este tema, el más humano y eterno de la eterna humanidad? Desde Platón al Dante; del Dante a Cer vantes y Shakespeare; de Goethe a todos los románticos; del romanticismo a nuestros días losgrandes, los medianos y los pequeños escritores han gastado ríos de tinta inventando verdades y mentiras sobre amor. Ortega lanzó una «bomba» cuando dijo que «Don Juan no es el hombre que hace el amor a las mujeres, sino que es el hombre a quienes las mujeres hacen el amor». ¿Es eso así?, ¿son a veces las mujeres las que inician la pasión y es el hombre quien la espera, tan tranquilo, tomándose unas copas con los amigos? ¡Quién sabe! Hay de todo en la viña del Señor. Escribió. coMo digo, cosas deliciosas y verdaderas sobre el amor. Decía que: «Las cualidades que itás se aprecían en el hombre para los efectos del progreso y grandeza humanas no interesaban nada, eróticamente, a la mujer. Y es penoso advertir el desamparo de calor femenino en que.han vivido, casi siempre , los pobres grandes hombres.» Dijo también que «el amor auténtico se encuentra siempre hecho».

Trató mucho el tema argentino. No voy a cansar a los universitarios de allí con textos y comentarios que todos o casi todos conocen bien. Solamente quiero recordar dos de sus mejores ensayos sobre ese querido país. Su tan injustamente criticado El hombre a la defensiva, en el que analiza los defectos -¿quién no los tiene?- y las grandes virtudes del hombre argentino. Le atacaron mucho -hace años; ya noporque sostenía que el argentino está a «la defensiva» por un complejo de acumular riquezas y defenderlas. Pero ese ensayo termina con estas líneas: «El dinamismo es el tesoro fabuloso que posee la Argentina. No conozco ningún otro pueblo actual donde los resortes radicales y decisivos sean, más poderosos. Contando con parejo ímpetu elemental, con esa decisión frenética de vivir y vivir en grande, se puede hacer de una raza lo que se quiera. Por eso, como buen aficionado a pueblos como soy, me he estremecido al pasar junto a una posibilidad de alta historia y óptima humanidad con tantos quilates como la Argentina. » Estas palabras son casi un himno al país.

Promesas

El otro ensayo al que me he referido son las páginas, de estilo impecable, publicadas en El Espectador, y que se titulan «La Pampa, promesas». Nos dice que él ha sen tido toda su vida los campos apa sionadamente porque la anatomía y la filosofía de los paisajes son or ganismos, y añade que la Pampa no puede ser vista sin ser vivida. Dice: «La Pampa vive de - su confín y no de lo próximo que es simple tierra y mies. En el confín, la Pampa en treabre su cuerpo y sus venas. El país bebe allí cielo y por eso el horizonte pampero flota, ondula, vi bra como los bordes de una bande ra al viento sin estar fijo en la tie rra.» «La Pampa -termina- es un órgano de promesas y acaso lo esencial de la vida argentina sea eso, promesas. Sí, en rigor, el alma criolla está llena de promesas. » El día de su muerte fue desolación y tristeza para todos. Para nosotros los españoles, hombres como Ortega son el verdadero orgullo de la Patria. Uno se siente huérfano el día en que nuestro padre entrega su alma a Dios. Pero a veces, a lo largo de la vida, uno se siente otras veces huérfano cuando se nos van, para siempre, los maestros profundos y verdaderos. Al marcharse don José había en mi alma y en mi corazón -en el de tantos- un hálito cruel y apasionado de pura orfandad.

A los, universitarios de Rosario, recordarles que los grandes hombres mueren, pero sus obras no. Conservan su latido vital, el que hace vivir con eterna juventud a las raíces de la cultura.

Y nada más. He contado lo que sabía y lo que no sé de Ortega. Como él decía: «Saber que no se sabe constituye, tal vez, el más difícil y delicado saber. »

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