El conflicto en la ciudad contemporánea: entre el malestar, la exclusión y la búsqueda de la felicidad
Las urbes concebidas como un producto generan injusticia, desigualdad, turistificación, segregación o gentrificación en un planeta cada vez más urbanizado. Varios ensayos dan cuenta de estos problemas
La ciudad ya no es lo que era. A lo largo de la historia la urbe ha servido como un lugar para la supervivencia y convivencia en compañía de gentes que no conocemos. Como espacio donde se radican las instituciones y se va tejiendo la identidad colectiva. Como acicate, en sus inicios, para diversas innovaciones: desde la fundación de los primeros núcleos urbanos se vivió un aluvión de desarrollos como la rueda, la moneda, el alfabeto, el dinero, la navegación, etc, tal y como muestra Steven Johnson en su libro Las buenas ideas (Turner). Por supuesto, como nodo para el ejercicio del negocio, la dominación y el poder. Pero en las últimas décadas la ciudad neoliberal sufre un giro profundo para transformarse en un territorio hostil para sus habitantes y en un pastel del que todos (a escala global) quieren sacar rentabilidad. Se producen así problemas de gentrificación, turistificación, segregación, desigualdad, vivienda, inseguridad y miseria. Las ciudades, como sentenció Zygmunt Bauman, se han convertido en los “vertederos de la globalización”.
Proliferan los libros que quieren entender o buscar alternativas a estos fenómenos: según Naciones Unidas, a mitad de siglo XXI el 80% de los humanos vivirán en ciudades, así que hay muchos urbanitas potencialmente interesados. “Se da un especial interés en la cuestión urbana, algo que se nota en la presencia de la vivienda en los debates”, dice Jorge Dioni López, autor del ensayo El malestar en las ciudades (Arpa). Juzga que la urbe, el lugar donde se desarrolla nuestra existencia, se ha convertido en uno de los principales productos económicos, y esto provoca un conflicto. “Hay una lucha por el espacio entre los residentes y lo que podríamos llamar la ‘industria del movimiento’, pero también entre diversos tipos de residentes, como propietario y no propietario. En cierta manera, las luchas por la propiedad de la tierra han pasado del medio rural al medio urbano”, señala el autor.
Ahí se engloban los conflictos con el turismo, con el fenómeno de gentrificación por el cual las clases adineradas, los fondos de inversión o las franquicias toman el control de los centros urbanos, o los problemas para gestionar las bolsas de pobreza y sinhogarismo, cuyos campamentos y personas perdidas ya son parte del folclore de las grandes urbes. La ciudad global neoliberal, bajo una reluciente pátina de modernidad, esconde la desigualdad y la miseria. Los procesos por los que los sitios donde vivimos se convierten en activos financieros globales, pensados para especular y no para vivir, son estudiados en En defensa de la vivienda (Capitán Swing), de David Madden y Peter Marcuse (hijo, este último, por cierto, del filósofo Herbert Marcuse).
Emerge la ciudad global: una ciudad que, tal y como la describió la socióloga Saskia Sassen (véase La ciudad global, publicado por Eudeba), es un nodo planetario que trata de atraer flujos. Flujos de capital, de información o de personas, mimbres para construir un relato-ciudad y competir en el mercado internacional de las ciudades globales. Ahí se decide lo que pasa en el mundo, están las sedes de las grandes multinacionales y los grandes foros financieros y políticos. Esto hace que las urbes por toda la faz del planeta, siempre aspirantes a ese estatus global, vivan mirando hacia fuera, en una especie de eterno postureo y deseo de seducción, ofreciendo negocio, turismo, cultura, ocio nocturno a los de fuera, y olvidando las necesidades de sus habitantes. Fundamentalmente una: vivir.
Están muy lejos del “derecho a la ciudad” que acuñó Henri Lefebvre en su ensayo homónimo de 1968 (El derecho a la ciudad, Capitán Swing), según el cual los ciudadanos tienen derecho a participar activamente en la configuración de los espacios urbanos que habitan. O a la visión amable y a escala humana que proponía en 1961 la activista Jane Jacobs en Vida y muerte de las grandes ciudades (Capitán Swing), inspirada en sus luchas por los barrios de Nueva York contra las ideas grandilocuentes del funcionario Robert Moses, promotor de grandes autopistas en pos de la destrucción de los tejidos vecinales.
Pero la ciudad ya es otra cosa, el lugar donde esos derechos languidecen. “El proceso más agresivo es el de segregación”, dice López, es decir, el de separación espacial entre ricos y pobres, uno de los motivos de las frecuentes revueltas en la banlieues parisinas, como las que se han registrado recientemente. Para el autor, la conversión de la ciudad en un producto implica que su principal función sea la creación de valor. Hay que “valorizar, monetizar, privatizar y crear diferentes ofertas para las diferentes demandas”. Como si se ofertaran en un supermercado los diferentes espacios, ya sean residenciales, laborales, formativos o de ocio, para las diferentes rentas, los que tienen más y los que casi no tienen nada. Curiosamente, la desigualdad o la segregación no son consecuencias no deseadas: “No es un error, es el modelo”, como repite en su libro López a modo de mantra revelador. Lo que es injusto en la ciudad no se da por ineptitud o imprevisión, sino que es lo previsto según el dogma económico dominante.
La ciudad excluyente no tiene futuro
Al menos desde la emergencia de la modernidad, la urbe es un lugar que atrae a las masas (esas que tanto fascinaron al poeta flâneur Charles Baudelaire), y a las que incluye y ofrece anonimato. El espacio público para Bauman es precisamente ese que no selecciona a quien lo habita y permite que convivan personas que no se conocen. Todos somos bienvenidos. Lo que señala Fabio Ciamarelli, autor de La ciudad de los excluidos (Trotta), es que la ciudad actual, por primera vez en la historia, es una ciudad que expulsa, aunque su fuerza de atracción sobre los flujos de personas todavía se mantenga intocable. Es decir: grandes multitudes siguen queriendo ir a las ciudades... pero las ciudades ya no están por la labor de admitirlas en su seno. Ahí surge, una vez más, el conflicto.
“El objeto de la exclusión urbana es en primer lugar la pobreza, la desigualdad. Y no solamente por razones económicas”, dice Ciamarelli, “porque la víctima principal de esa exclusión es la iniciativa transformadora. Las ciudades excluyentes parecen condenadas a la homologación identitaria, con tendencia al autoritarismo”. Se pierde la eficiencia y la innovación. Y los expulsados son aquellos que no son útiles para la obtención de la máxima rentabilidad (de entre las personas que llegan se seleccionan preferentemente a los turistas que a los migrantes). Se excluye también al propio espacio público, cada vez más degenerado y privatizado; pero, lo que es más, se excluye al futuro, que se vuelve “sencillamente impensable en su novedad e imprevisibilidad. La ciudad global se muestra aprisionada en el presente y por ello renuente a aferrar las oportunidades representadas por el porvenir, que a menudo percibe únicamente como una amenaza”, según Ciamarelli.
En busca de la ciudad feliz
Hay visiones más esperanzadas, como las que muestra Charles Montgomery en Ciudad feliz (Capitán Swing). Una ciudad feliz es la que “maximiza la salud, las relaciones positivas y la inclusión social”, en palabras del autor, en cuya visión la principal función de una urbe es unir a las personas. Estas ciudades exitosas “atraen a comunidades diversas a momentos de cooperación, colaboración y alegría común”, añade Montgomery.
Su análisis está muy enfocado en la resolución del problema de la vivienda, que considera equiparable a un problema de salud pública y que debe ser abordado por los gobiernos a través de un mayor porcentaje de vivienda social y de la lucha contra la epidemia de pisos de alquiler turístico promovidos por plataformas como AirBnB, una lucha que permita a trabajadores y estudiantes habitar los centros urbanos. También incide en las nuevas formas de movilidad, más allá del dominio del coche, para mejorar los espacios públicos: “Aunque la mitad de los desplazamientos diarios en España se realizan a pie o en bicicleta, la mayor parte del espacio viario se dedica al coche privado”, explica. “Las ciudades serían más saludables, felices e inclusivas si se dedicara más espacio a ciclistas, peatones y transporte público”.
Pone ejemplos: la apuesta por espacios seguros para ciclistas en París, el reemplazo de las autopistas por las rutas de autobuses públicos en Ciudad de México o las iniciativas para el fácil acceso a la vivienda, alrededor de parques diseñados por la ciudadanía, en Viena. “Soy optimista”, dice. En su libro se exploran las alternativas para encontrar modelos de convivencia en el que fluyan las nuevas relaciones y las nuevas ideas. “Esa es la gran promesa de nuestras ciudades”, concluye Montgomery.
Babelia
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