Charles Montgomery, urbanista: “Lo mejor contra el cambio climático es vivir juntos, pared con pared”
El autor canadiense acaba de publicar en español ‘Ciudad feliz’, un ensayo que defiende que la urbe compacta nos hace más tolerantes, mientras que la dispersa nos radicaliza y genera problemas a los niños
Décadas de películas estadounidenses han insertado en nuestro imaginario colectivo que la máxima aspiración social es vivir en una casa con jardín en las afueras. Sin embargo, tras esa idílica imagen habitan monstruos: EE UU inició en los cincuenta un experimento de segregación social con las viviendas para blancos en la periferia y hoy esa población está cada vez más desconectada y radicalizada. “Las ciudades dispersas norteamericanas son páramos de fealdad, desconexión social y aburrimiento”, resume Charles Montgomery (North Vancouver, Canadá; 55 años), fundador de Happy Cities, un equipo interdisciplinar que utiliza el diseño para fomentar urbes más felices. El urbanista, escritor y geógrafo acaba de publicar en español Ciudad feliz. Transformar la vida a través del diseño urbano (Capitán Swing), un ensayo que defiende que la urbe compacta —los centros urbanos— nos hace más tolerantes, mientras que la dispersa —los chalets distantes de la periferia— nos radicaliza y genera problemas a los niños a largo plazo.
Pregunta. ¿Por qué ese interés en las ciudades?
Respuesta. Crecí en una granja y cuando me mudé a la ciudad me di cuenta de que estaba siempre enfadado. Y me pregunté, ¿cómo podría la vida ser más fácil en las urbes? Luego conocí a Enrique Peñalosa, que fue alcalde de Bogotá y prometió rediseñar su ciudad para maximizar la felicidad. Ahí vi que hay formas de cambiar el diseño de la ciudad que transforman el comportamiento, los sentimientos y hasta la felicidad de los residentes.
P. ¿Cómo?
R. Nuestras urbes influyen en cómo nos movemos, cómo nos sentimos y en la manera en la que tratamos a otras personas. Lo hacen a través del uso que permiten del espacio público o de si dan acceso a la naturaleza o no. Además, hay sistemas invisibles que importan, como la vivienda asequible. Las calles peatonales, los carriles bici y las supermanzanas son buenos, pero muchas de esas cosas maravillosas solo están disponibles para los más privilegiados. Muchas ciudades de diseño feliz se han convertido en lugares infelices porque los trabajadores han sido expulsados por la gentrificación: se están convirtiendo en productos de lujo comercializables. Depende de los ciudadanos protestar para proteger su vivienda, prohibir Airbnb, construir más viviendas sociales o proteger las que hay. Los turistas van a consumir las ciudades a no ser que se les pare los pies.
P. ¿Cómo se puede medir la felicidad?
R. Es subjetiva. Mi definición es que una ciudad feliz es aquella que fomenta la salud física y el bienestar psicológico de forma inclusiva. Una respuesta más sencilla es considerar el bienestar subjetivo. Gallup ha hecho miles de encuestas preguntando “¿Cómo de feliz eres, del 1 al 10?”. Lo interesante es que esa sensación subjetiva se corresponde con buenos datos de salud, PIB, igualdad o confianza social. Una sociedad más confiada tiende a ser más feliz porque el principal motor de la felicidad humana son nuestras relaciones sociales.
P. Entonces, ¿confiar en tus vecinos te hace ser más feliz?
R. Cuando miramos las encuestas internacionales sobre la felicidad, lo más importante para nuestro bienestar es la confianza social. Vivir en un sitio donde confías en tus vecinos tiene un efecto sobre la felicidad similar a enamorarse o ganar miles de dólares más cada año. Ese es el principal mensaje del libro: que podemos construir ciudades que nos pongan en contacto unos y a otros. Las supermanzanas y las peatonalizaciones de Barcelona son un gran ejemplo de ello, una máquina de crear felicidad. Cuando elegimos construir ciudades para las personas, se convierten en motores de la salud y la felicidad humanas.
P. Pero cada vez más gente vive aislada en chalets.
R. Esta tendencia destructiva y antisocial que acaba aislando nació en EE UU, y ese proceso de dispersión de las ciudades da ahora sus frutos: el país está muy polarizado, los estadounidenses están solos, aislados y desconfían unos de otros, porque ya no se encuentran en sus calles. Solo se ven a través de la ventanilla de su coche. Y pasa cada vez más en ciudades como Madrid o Barcelona, porque la gente no puede comprarse vivienda en el centro y tienen que irse a la periferia. La respuesta debe ser hacer periferias de uso mixto y densas para que la gente pueda moverse andando también por ellas y no necesite el coche para todo.
P. ¿Vivir en una gran casa unifamiliar no te hace más feliz?
R. El estatus importa a la hora de ser feliz, porque nos comparamos unos con otros. En EE UU está el sueño de vivir en una casa en la periferia. Sin embargo, los niños que crecen en este tipo de comunidades dominadas por el coche es probable que mueran de tres a cinco años antes que los que crecen en lugares densos y conectados, porque no caminan en su vida diaria. ¿Y por qué se muda la gente a estos lugares? A menudo es por los niños. Ahora sabemos que los niños que crecen en estos entornos dispersos, cuyos padres conducen largas distancias a diario, son más propensos a consumir drogas y alcohol y a tener problemas mentales porque casi no ven a sus padres.
P. ¿Cuánto influye el racismo en querer vivir aislado?
R. En Norteamérica, las zonas residenciales con casas unifamiliares se crearon como proyecto de segregación, igual que el sistema de zonificación que determina qué se puede construir en un terreno y qué no. Cuando se convirtió en ilegal prohibir a la gente negra vivir en ciertos barrios, los urbanistas prohibieron los apartamentos y casas pequeñas, con lo que los altos precios fueron una prohibición de facto. Así que podríamos decir que el proyecto de zonas residenciales es racista. No podemos decir que todo el que se muda ahí es racista, pero sí que el sistema fue creado así. Y esa decisión tiene efectos: en EE UU, los más propensos a votar a Donald Trump eran los blancos que vivían en zonas residenciales dependientes del coche, personas que no tenían ninguna experiencia del otro, al que temían. Construimos sistemas que nos desconectan unos de otros y el propio sistema genera el miedo al otro. Y eso es muy peligroso cuando internet nos está polarizando.
P. ¿En qué se traduce?
R. La gente rica siempre ha usado la distancia como una especie de muro de protección. Pero ahora vemos que vivir aislados del otro profundiza el miedo al otro. También se puede ver de forma positiva: hay relación entre transitabilidad a pie y armonía racial. Investigadores del Instituto de Tecnología de Massachusetts han descubierto que en los lugares donde se mezclan personas de diferentes etnias, la gente expresa menos odio al diferente; pasa igual con las clases sociales. Ahí ocurre la magia del contacto humano, que es una herramienta de felicidad en la sociedad porque reduce el miedo al diferente.
P. ¿Qué solución encontró usted?
R. Tras entender el poder tanto de la naturaleza como de las relaciones humanas y la proximidad, pensé que podría combinar los beneficios de un chalet en la periferia junto con los beneficios sociales de la vida urbana. Y para hacerlo dentro del sistema capitalista, me uní a varias personas y construimos un “pueblo”. Pero como vivimos en Vancouver, que es muy caro, ese “pueblo” es un edificio de seis pisos en medio de la urbe donde hay 25 hogares, y todos compartimos un jardín en la azotea, un patio trasero donde juegan los niños, servicios como una cocina común, un taller, una sala de música, una habitación de invitados… Podemos tener todas las comodidades de una casa unifamiliar junto con la riqueza de una comunidad social conectada.
P. ¿Se puede diseñar una ciudad para los coches y para las personas?
R. Puedes diseñar una ciudad que funcione muy bien para los coches o muy bien para las personas, pero no las dos cosas a la vez. Eso no significa que haya que prohibir los coches, pero durante el último medio siglo hemos estado destruyendo calles y barrios para privilegiar el automóvil, y hemos construido zonas totalmente dependientes del coche. La buena noticia es que cuando rediseñamos nuestras calles para hacer más atractivo caminar, ir en bici o en transporte público, todo el mundo se beneficia. En Vancouver, cada vez que construimos un carril bici, los comerciantes protestan, pero un año después comprueban que ganan más dinero, porque los coches no compran cosas.
P. Pero nos venden el coche como “libertad”.
R. La libertad de movimiento es esencial para tener una ciudad feliz, pero si construyes tus calles solo para los coches, robas los demás tipos de libertad: pones en una cárcel urbana a los niños, a los mayores, a cualquiera que no pueda conducir.
P. ¿Las ciudades compactas son mejores que las dispersas para sentirse bien?
R. Sí. Por eso a los norteamericanos les encanta ir al centro de las ciudades españolas para sentirse felices. Las ciudades dispersas de EE UU son páramos de fealdad, desconexión social y aburrimiento.
P. ¿Cuánto contamina vivir en un chalet?
R. Las revistas de diseño están llenas de reportajes fotográficos en los que se muestran los chalets superecológicos de los ricos. Pero es muy simple: mientras tu vida dependa del coche, no es verde. Lo mejor que podemos hacer contra el cambio climático es vivir juntos, pared con pared.
P. ¿El coche eléctrico es la solución?
R. El coche eléctrico reduce las emisiones de gases de efecto invernadero, pero no salvará las ciudades de los atascos. El objetivo del coche eléctrico es salvar a la industria automovilística. Si nos importa crear desplazamientos más fáciles para todos, tenemos que privilegiar la movilidad más eficiente, en bicicleta (con carriles bici seguros), a pie y en transporte público.
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