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Tribuna
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Aporobofia y okupación

El movimiento por la vivienda es plenamente consciente de que la ocupación no es la solución del problema, solo una última opción a la que agarrarse antes del abismo de la calle.

Un desahucio parado de la familia Meziani Sefioune en su piso de Salt (Girona) el pasado octubre.
Un desahucio parado de la familia Meziani Sefioune en su piso de Salt (Girona) el pasado octubre.PERE DURAN
Sergio C. Fanjul

Bajé un domingo a la pastelería, compré tartaleta de limón y de fresa, mousse de tres chocolates y un pedazo de brownie. Luego me fui a visitar a una familia en el extrarradio de Madrid: estuve hablando con Richard toda la mañana, de los reveses de la vida, de la piscina del barrio, hasta de Dios, mientras sus tres hijas jugueteaban por el salón y creaban el típico caos infantil. Resulta que Josefina también trajo bollería del supermercado, pero dimos buena cuenta de todo tomando café con leche, con la tele puesta de fondo y las fotos de su boda, aquellos días felices, en las paredes. Ahora los días no son tan felices: Richard y Josefina se ven obligados a ocupar desde hace siete años ese piso, propiedad del fondo Cerberus, con sede en Manhattan y miles de millones de dólares en activos. Han intentado regularizar su situación ante la indiferencia de la entidad que solo ofrece el desalojo, aunque la ONU lo haya desaconsejado en cuatro ocasiones. También Naciones Unidas, desde 2018, dice que el Estado está obligado a proporcionar una vivienda a esta familia y hasta una indemnización.

El perfil más habitual de las personas que ocupan viviendas en España son individuos y familias sin recursos que se meten en inmuebles vacíos de entidades financieras y fondos buitre. Sectores pobres de la población, apaleados por la concatenación de crisis y el grave problema de la vivienda. En boca de políticos de la derecha (los de la “tolerancia cero” con la “okupación”), magacines televisivos sensacionalistas o la empresa Desokupa (de triste actualidad estos días) son redes de narcotráfico, bandas armadas o personas que destruyen la convivencia, no dejan descansar al vecindario y hasta lanzan sus heces por la ventana. Esos casos existen, pero ni son los más representativos ni tienen mucho que ver con la ocupación: el narcotráfico, el trajín con armas de fuego o los desórdenes en la escalera también pueden ser cometidos por propietarios.

Sin embargo, estos casos escabrosos son los más difundidos, parece que para crear pánico social y romper la empatía con los desfavorecidos. En España ha sucedido un curioso fenómeno: tras la crisis de 2008 se creó un sentimiento generalizado de indignación por los desahucios y la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) llegó a recibir el aplauso social y distinciones del Consejo Europeo. Hoy se ha conseguido presentar el problema de la vivienda como de orden público y no de justicia social, y alinear a la opinión pública con los intereses de los especuladores (y, de paso, de las empresas de alarmas que se dedican, precisamente, a alarmar aún más a la población). Por decirlo en lenguaje contemporáneo: los intereses inmobiliarios han “ganado la batalla del relato”.

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Nos incitan a temer a los “inquiokupas” en pos de vivir en el “tranquiler”: todo rota alrededor del eje del miedo. El uso del término “okupa”, con k, que suena más amenazador y que se ha aceptado acríticamente por toda la sociedad, debería limitarse al movimiento okupa, de corte ideológico y contracultural, que opera en centro sociales desde los años 60, con el ánimo de generar espacios de autogestión y nuevos modelos de ciudad. No es lo que vemos ahora: lo que se da es la presión del desamparo de los que no tienen donde vivir. Todo desemboca en un caso extendido y flagrante de aporofobia: el rechazo al pobre que acuñó la filósofa Adela Cortina.

En realidad, una persona mayor no debería preocuparse por bajar a la compra y encontrarse su humilde vivienda llena de okupas toxicómanos, como reza la leyenda: la ley es severa con aquellos que cometen el delito de allanamiento de morada, el desalojo se realiza con premura. Las personas sin recursos que ocupan viviendas, que son pobres, pero no tontas, prefieren utilizar inmuebles vacíos, casi abandonados, de bancos y fondos donde la legislación es más laxa: este delito es de usurpación.

El movimiento por la vivienda es plenamente consciente de que la ocupación no es la solución del problema, solo una última opción a la que agarrarse antes del abismo de la calle. Que no se cumpla el derecho a la vivienda, recogido en la Constitución (art. 47), impide que se cumplan otros muchos derechos humanos, como el derecho a la salud, a la familia, al trabajo o, en fin, a una vida digna. Aunque se difunda el cliché pueril de que las personas que ocupan viven una vida de lujo asiático sin trabajar (ahora envidiamos a los pobres con “paguita” y no a los ricos), lo cierto es que vivir ocupando es considerado un alojamiento inseguro, según la Tipología Europea de Exclusión Residencial y Sinhogarismo (ETHOS por sus siglas en inglés), e incluso una forma de sinhogarismo: un piso ocupado difícilmente puede constituirse como hogar.

“Un día nos dimos cuenta de que éramos pobres”, me dice Richard. Su familia lleva años en la cuerda floja, víctima de ansiedades y depresiones, y sin saber qué va a ser de su futuro y el de sus hijas, cuándo caerá sobre ellos la espada de Damocles del desahucio perseguido desde unas oficinas en la Tercera Avenida de Nueva York. Contra el problema de la vivienda no cabe una mano dura que criminalice a las personas pobres, sino una mano blanda que las acoja y ataje la injusticia.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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