Decir que se muere a alguien que se muere
Fallecer es una de las pocas cosas que todos hacemos; sin embargo, el fin de la vida (al contrario que el nacimiento, lleno de luz e información) no se ve, no se habla, no existe
Intenté decirle a mi madre que se iba a morir en tres ocasiones. Las dos primeras no salieron del todo bien. Ella me preguntaba y yo le explicaba que tenía difícil solución, que la quimioterapia no estaba funcionando, que las metástasis eran muy agresivas... pero al mismo tiempo encogía los hombros, dejaba la incertidumbre, la posibilidad de una salida. Aunque sentía la determinación de decirle la verdad, llegado el momento me cogía el vértigo, como si la estuviera arrojando a un vacío cósmico.
La tercera vez fue la definitiva. Mamá llevaba días recibiendo cuidados paliativos en casa, a nuestro cargo, en una situación muy dura para todos. Aunque al principio su estado era de cierta paz, por regresar a su cama después de una semana en el hospital, llegaron los días en los que la embargó la inquietud: parecía desesperada, nerviosa, los ansiolíticos no hacían efecto. Estaba mal, mucho peor. Comenzaba a sospechar que no estábamos haciendo lo suficiente, a desconfiar de los médicos y de nosotros. Había algo que no le encajaba. Solía despertar llamándome, en mitad de la noche, y yo la encontraba desorientada, mirándome como pidiendo que le explicase el mundo entero. Uno de aquellos amaneceres, en la penumbra de su cuarto, yo sentado en su cama, quiso saber la verdad.
— ¿Pero me estoy muriendo? ¿Me voy a morir?
— Sí —le dije—, mamá, te vas a morir.
— ¿Pero ya? ¿Tan pronto? Yo quiero estar con vosotros, con la niña…
Permanecí en silencio, impresionado por las palabras que acababa de decir. Ella se quedó alternando la mirada entre mis ojos, que le respondían a duras penas, y el borde de la colcha, que agarraba fuerte con la mano, con aquella mano tan débil que se le había quedado. Luego, lentamente, se recostó y trató de conciliar de nuevo el sueño. Bajé un poco la persiana y cuando dejé la habitación rompí a llorar sordamente, como una presa que se quebraba y anegaba toda la provincia. Le acababa de decir a mi madre que se iba a morir.
En los meses que llevábamos acompañando el cáncer pancreático de mamá (“¿El páncreas? ¿Para qué sirve? Mira, parece un helecho”) había leído varios libros y visto algunos vídeos sobre cómo acompañar a morir, sobre cómo decir la muerte. Los expertos pensaban que es contraproducente negar la muerte al que muere, siempre y cuando este desee conocer su destino. Me pongo en la piel del moribundo: siente que algo ocurre, intuye que todo se va apagando, porque todo el que muere sabe íntimamente que está muriendo. Pero alrededor sus seres queridos miran para otro lado, ofrecen palabras de ánimo, ya verás cuando te recuperes y podamos ir de excursión o a cenar fuera, ya verás como eso es pronto.
El enfermo no entiende nada, cuando, en realidad, se encuentra en el trance definitivo. Los otros piensan que ayudan, que mantienen la ilusión, pero solo evitan ese incómodo trámite de dar la noticia, ese que hace temblar las piernas y confunde al corazón. Se genera confusión, frustración, desconfianza, se dificulta una muerte serena y aceptada. Si me estoy muriendo, ¿por qué me dicen que estoy bien? Todo esto escribían los expertos.
Decir la muerte no es fácil, es preciso seguir los ritmos del paciente, respetar su voluntad de conocer (o de no hacerlo), suele haber intentos desastrosos, porque la vida no es una película y está llena de malentendidos, reacciones imprevistas, pequeñas cobardías. Pero creo que la mayor dificultad tiene que ver con la invisibilización, casi negación de la muerte. Morir es una de las pocas cosas que, sin remedio, todos hacemos; sin embargo, el fin de la vida (al contrario que el nacimiento, lleno de luz e información) no está presente en la vida cotidiana, no se ve, no se habla, no existe, da miedo, ocurre lejos, a oscuras, sin fotos de WhatsApp. A mamá su muerte también le parecía extremadamente inverosímil.
No es que desde aquella mañana, en la penumbra de su cuarto, el camino de mamá fuera de rosas. Pero le llegó una paz extraña, la del que acepta lo que es un proceso natural, y que como tal proceso se despliega. Cada persona tiene su propio fuego y su propio mapa, pero lo cierto es que sus últimas semanas trascurrieron de manera secuencial, serena, casi mecánica, en donde cada cosa fue ocurriendo cuando tenía que ocurrir, bajo el acompañamiento de los médicos. Incluso pasamos algunos buenos ratos crepusculares de amigos y de risas, mientras fuera orbayaba sobre la verde fronda del monte Naranco.
Una mañana, muy temprano, no había amanecido, mamá murió, y yo toqué un cuerpo inerte por primera vez, el mismo cuerpo que me dio la vida y que ahora yo acompañaba al abismo. Palpé sus mejillas frías, su mano rígida, susurré a su oído y miré esa mirada que ya no me miraba a mí, sino a través de mí. Han pasado seis meses y aún me parece una historia que soñó algún desconocido. Era, además, el día de su cumpleaños.
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