El queso con más de 30 premios que nace en Menorca y madura en Lleida
El Fogassa de Mas d’Eroles ha necesitado crisis existenciales, bodegas centenarias y muchas, muchas bacterias para llegar a nuestras mesas
Qué alegría y qué alboroto da toparse con buenas historias, sobre todo si las protagoniza un queso que nace en Menorca y en su más tierna infancia navega hasta la península para criarse en las montañas de Lleida. Y es que, ¿a quién no le va a gustar conocer las aventuras de una leche solidificada gracias a la alquimia de un afinador? Vale, sí, a unos pocos; pero salvo que seas una de esas personas que al ver un queso dicen no sé qué de leche podrida, sigue leyendo porque hoy el protagonista es el Fogassa de Mas d’Eroles, un ejemplar de leche de vaca que vive su propia Odisea y ha necesitado que se alineen dos veces los planetas para llegar a existir.
A simple vista –y antes de que un cuchillo le haya practicado el harakiri– parece una enorme hogaza de pan de dos kilos, con forma de cojín y del color del heno. Al tacto, su corteza es áspera y seca y, tras abrirlo, revela un interior pálido y prácticamente ciego (los agujeros del queso se llaman ojos y a los quesos sin agujeros se les llama ciegos). Para entender el por qué de todo esto y dar con la primera alineación planetaria culpable de que el Fogassa se inventase –o, mejor dicho, mutase–, en la quesería Mas d’Eroles en Adrall (Lleida) hay que retroceder en el tiempo casi 30 años, hasta la crisis existencial de Salvador Maura.
“Cuando me haga mayor, me haré quesero”
Salvador, nacido en 1961, es el fundador de la quesería, pero no siempre se dedicó a esto. Lo cuenta mientras separa el suero del cuajo de la leche de unos quesos que está elaborando y pasea de un lado a otro el gorrito blanco de su uniforme. Trabajaba en el Departamento de Agricultura de la Generalitat de Cataluña, pero no era lo suyo. Normal: viéndole hablar con todo lujo de detalles sobre bacterias, enzimas, hongos y demás invitados a la fiesta de la leche cuesta creer que en algún momento se dedicase a otra cosa que no fuese afinar y producir quesos.
Aquel puesto le permitió adentrarse en el mundo en el que ahora vive y encontrar su propósito. “Un día dije: ‘Cuando me haga mayor, me haré quesero’, y me hice mayor con 39 años”. Casualidades de la vida, su compañero Joan –veterinario ahora jubilado– tenía una masía perfecta para transformarse en una fábrica de quesos y, cuando Salvador le propuso montar una quesería en su casa, accedió. “Y mira, como todavía nos hablamos después de 24 años es que más o menos las cosas van bien”. Vaya si van bien: las distintas creaciones de Mas d’Eroles llevan recolectados ya más de 30 premios, entre ellos dos bronces y una plata en los World Cheese Awards.
La segunda alineación planetaria ocurrió en el 2012, cuando la asociación Unió de Pagesos de Catalunya pidió al afinador dar un curso en Menorca. Fue entonces cuando un isleño llamado Joan Coll le pidió consejo sobre cómo montar su propia quesería en Son Vives. El catalán le ayudó con sus conocimientos, sin saber todavía que estaba hablando con el que sería algo así como el padre biológico de uno de sus futuros quesos. De la isla se llevó dos cosas: unos quesos de Mahón y el rol del “madurador”, una tradición menorquina que consiste en comprar quesos, madurarlos y después venderlos. “Yo los podía consumir; pero eran jóvenes, no sé si tenían dos meses o tres. Los maduré a ocho meses y, bueno, estaban increíbles”.
Motivado por el éxito del experimento, le propuso al menorquín que le mandara algunos de sus quesos más jóvenes para envejecerlos en su bodega y después venderlos. “Y así empezó la historia”. El Fogassa tiene la misma niñez que cualquier otro queso de Mahón: se produce con leche de vacas menorquinas y se prensa con un fogasser, el pañito responsable de aportar la característica forma de pan de los quesos de la isla y que a este, además, le da el nombre.
Una nueva familia
Salvador no etiqueta al Fogassa como queso de Mahón. Las 10 jovencísimas piezas que viajan cada semana desde Menorca hasta el Alto Urgel abandonan con la isla su Denominación de Origen. Los ejemplares son bienvenidos a Adrall con un mes de lavados en agua y sal donde se seleccionan las levaduras y se evita el desarrollo de hongos indeseados. Una vez listos, los mandan a compartir habitación con sus nuevos familiares: más de seiscientos quesos que maduran a cinco metros bajo tierra en la bodega de Mas d’Eroles, donde se hacía vino hasta que en 1890 llegó la filoxera –un bichito que en su día fue la peor pesadilla de las vides europeas– y se acabó la fiesta.
Es bajo ese techo abovedado donde su textura tomará un camino distinto a la de sus hermanos menorquines. La humedad en el ambiente –que se mantiene constante abriendo o cerrando un pozo situado en esa misma estancia– hace que la pasta del queso retenga más agua. “No es ese típico queso de Mahón que cuando lo cortas se resquebraja, se rompe. Sí que es seco, pero no tanto. Y claro, esto en boca da más cremosidad”.
“Yo soy pastor de bacterias”
Puede que el Fogassa sea más jugoso que los familiares que dejó en Menorca pero, si se fisgara en su pasta con un microscopio, no habría dudas de su parentesco: al ser todos hijos de la misma leche cruda han sido fermentados también por los mismos microorganismos. Antes de llegar a las montañas, antes incluso de subirse al ferry que lo desplaza desde su isla natal hasta Cataluña, los cientos de tipos de bacterias ya han decidido parte de su futuro sabor.
La palabra bacterias puede traer imágenes muy distintas a la cabeza según quién la escuche. Para Salvador, por ejemplo, las que habitan en la leche cruda de las vacas que pastan a siete kilómetros de ahí son clave en el éxito de sus quesos artesanales. “Para un quesero una leche pasteurizada es una leche muerta; entonces, para hacer queso con una leche pasteurizada hay que resucitar la leche”. Esa leche vuelve a la vida ligeramente zombificada ya que, aunque recupere el calcio, no llega a obtener ni una décima parte de los grupos de bacterias con los que nació. “Esta pérdida de biodiversidad es lo que luego provoca una pérdida de sabor, de aroma, de retrogusto”.
Para que la leche metamorfosee en queso hace falta deshidratarla, que las enzimas la digieran y que estos diminutos y golosos seres -las bacterias- se coman su azúcar, es decir, la lactosa. Gracias a esto se forma el ácido láctico, que sirve para conservar el queso. “Yo procuro que las bacterias tengan la temperatura ideal para desarrollarse. Son mi rebaño, yo soy pastor de bacterias”.
La experiencia Fogassa
Todos esos microorganismos pasan entre seis y ocho meses trabajando en la bodega hasta que el Fogassa alcanza su mayoría de edad y está listo para emprender su ultimísimo viaje: el que ocurre en el paladar. Salvador lo describe como un trayecto en tres etapas. “Al principio dices ‘bueno’, luego notas la sal y al final dices ‘ostras, qué sabor tan largo, tan agradable y que dura en boca’. Al cabo de un rato dices ‘a ver otro trozo’ porque te apetece más”.
Esta última aventura se puede mejorar añadiendo algunos extras. Salvador recomienda acompañar el queso con un vino tinto joven como un Rioja o un Ribera, con mermelada de pimiento verde o de manzana con canela para contrarrestar su punto salado, y con galletas de Inca, un producto cuya historia se remonta a los marineros del siglo XVIII y que la marca Quely popularizó como “quelitas”. El quesero propone también invitar al festín a un brote de hinojo marino encurtido, una planta con cantidad de vitamina C que nace muy cerca de la costa y en su día se usaba para luchar contra el escorbuto.
Hay otra forma de degustar los productos de Mas d’Eroles: en la propia quesería. “Con tiempo y si me lo piden, hago también una comida de quesos. Con todos mis quesos preparo primero, segundo y postres”. El primero es una tabla de cinco quesos, que acompaña de frutos secos, pan y alguna salsa de sus quesos, tipo almogrote o moretum. Luego hay una ensalada caprese con su pasta hilada, también hace burrata o una trenza de pasta. “Acabo con una cazuela de boletus con queso al horno. Y luego de postre, pastel de queso”.
Es envidiable el orgullo con el que Salvador habla de sus quesos, difícil de encontrar en producciones a gran escala, por mucho que se vendan a la vuelta de cada esquina y que tengan un márketing impecable. Por suerte hoy en día no es necesario comprarlo físicamente, y para conseguir un Fogassa sólo hay que entrar en su página web y ponerse en contacto con ellos. Lo ideal es consumirlo a temperatura ambiente, darle un buen mordisco y dejar que se te cuelen en la cabeza las imágenes de su nacimiento en Menorca o los meses madurando en una bodega centenaria en las montañas mientras se descubre su cremosidad, su sabor salado y todo el trabajo –de personas y bacterias– que ha hecho falta para conseguir esta maravilla.
En la sección Producto del mes contamos la historia de comestibles que nos emocionan por su calidad, por su sabor y por el talento de las personas que los hacen. Ningún productor nos ha dado dinero, joyas o cheques-regalo del Mercadona para la elaboración de estos artículos.
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