Mallorca, el nuevo paraíso para los amantes del buen vino
Uvas autóctonas con personalidad que generan estilos únicos y atractivos, y una innegociable apuesta por el trabajo artesanal y ecológico, hacen de la isla un tesoro enológico
Bàrbara Mesquida, propietaria de la bodega Mesquida Mora, dice que Mallorca es como un dónut: “Todo empezó en la costa, pero ahora la gente viene al interior a buscar tranquilidad y esto encarece el precio de la tierra”. El cogollo agrícola de la isla es su lugar de trabajo y el de muchos otros productores que han alimentado una floreciente industria vinícola. En su pueblo de Porreres, lo que daba más dinero en tiempos de su abuelo era el albaricoque seco. Pero su padre apostó por el vino, introduciendo variedades francesas como la cabernet sauvignon. Bàrbara ha preferido tender puentes con el pasado.
Se pasó a la biodinámica en 2007 cuando lo que más sonaba de esta filosofía que considera la tierra como un ser vivo era su parte más esotérica de cuernos de vaca enterrados e infusiones aplicadas en dosis homeopáticas. Hace unos años le pareció que era mejor plantar árboles que rellenar formularios y empezó a destinar la cuota que pagaba a la certificadora biodinámica a recomponer el paisaje de convivencia de viña y frutales que había conocido su abuelo.
Simbiosis y ecología
No es la única viticultora que planta árboles. Francesc Grimalt es un apasionado de la agroforestería desde que en la década de los noventa identificó un viñedo con una calidad de uva muy superior a otros de su entorno y descubrió que la razón era la mayor cantidad de albaricoqueros intercalados en la parcela. Tras sus inicios en Ánima Negra, la bodega que puso la uva local callet en el mapa de los vinos finos españoles, el enólogo mallorquín ha seguido explorando los matices de esta variedad en 4 Kilos, una bodega imprescindible que fundó en 2006 junto al codirector del festival de música electrónica Sónar Sergi Caballero con el equivalente de cuatro millones de pesetas (los cuatro kilos del nombre).
La filosofía está calando en otros productores. En Soca-Rel, una de las novedades más estimulantes de la isla de los últimos tiempos, Pep Rodríguez está plantando desde cero viña y olivos de manera conjunta. En Can Majoral, la primera bodega certificada en ecológico de Mallorca, compararon un viñedo de giró blanc salpicado de olivos con la parcela colindante sin árboles. La primera daba una uva más pequeña, homogénea y concentrada, y su vino era más sabroso. Ahora están embarcados en reproducir una alianza similar con algarrobos.
Mireia Oliver, segunda generación al frente de Can Majoral, también es la vicepresidenta de Apaema, una asociación sin ánimo de lucro centrada en la divulgación y fomento de la agricultura ecológica y con una visión bastante clara del futuro que quieren para la isla. “Para dedicarte al mundo de la pagesia (del campo) hay que competir con el mercado inmobiliario, las placas solares, las renovables, y los productos que llegan de fuera. Necesitamos un producto autóctono y diferencial. Y para conservar nuestro territorio, la agricultura ecológica es más respetuosa con el paisaje. Soy muy radical: si queremos sobrevivir, el futuro de Mallorca debe ser ecológico”, afirma con convicción.
Aunque la viticultura solo representa el 4% de la superficie total de cultivo ecológico de Mallorca, más del 50% del viñedo (1.323 hectáreas) está certificado por el Consell Balear de la Producció Agrària Ecològica (CBPAE). La apuesta no es solo cosa de los pequeños; alcanza también a productores con más peso cuantitativo, como José L. Ferrer, y a inversores extranjeros como el magnate alemán de la cosmética Hans-Peter Schwarzkopf, con sendas fincas ecológicas en Pollença y Vilafranca de Bonany que abastecen a su bodega Can Axartell.
El vino mallorquín tiene mucha visibilidad en la isla. Gracias a la gran afluencia turística, la mayor parte se consume en el ámbito local. Es lo que Mireia Oliver, acérrima defensora de la filosofía kilómetro cero, llama exportación inversa: “Los guiris vienen a tomárselo aquí”. Con su oferta de visitas guiadas, catas y experiencias gastronómicas, las bodegas constituyen un destino turístico alternativo que permite explorar un paisaje rural netamente mediterráneo.
La banda sonora de la actual generación de productores de vino mallorquines es un canto a sus elementos diferenciales. En Can Majoral y Mesquida Mora han ido dejando atrás las uvas internacionales que plantó la generación anterior (aunque se nieguen a arrancar viñedos de cabernet de 40 años que dan buenos vinos) por las variedades locales. Si 4 Kilos es una oda a la tinta callet, Pep Rodríguez, que arrancó su proyecto en 2020, se ha centrado en la nueva ola de variedades minoritarias rescatadas del olvido por la Universidad de Baleares y el centro de investigación balear IRFAP.
Ribas, firma histórica de Mallorca que puede presumir de haber elaborado vino de manera continuada desde 1711, invitó el año pasado a bodegas de la isla comprometidas con las variedades autóctonas a las jornadas de conocimiento del grupo Grandes Pagos de España, de la que era anfitriona y en la que, además de cuatro de las antes mencionadas, participaron Ca’n Verdura, Oliver Moragues, Cati Ribot o Finca Biniagual.
Manto negro y gorgollassa
La propia Ribas elabora algunas de las versiones más finas de manto negro de la isla. Además de haber estudiado esta uva en profundidad, recuperó de su viñedo la gorgollassa o gargollassa, con la que la familia había conseguido una medalla “a la perfección” en la Exposición Vinícola de Madrid de 1877. Los hermanos Araceli y Javier Servera, décima generación al frente de la bodega desde 2004, han mantenido el encanto de la finca con los viejos edificios del siglo XVIII, que sirven de bodega de tintos, en perfecta integración con las nuevas y discretas instalaciones proyectadas por el arquitecto Rafael Moneo.
Algunas de las variedades históricas de Mallorca se vieron muy afectadas por las plagas del siglo XIX. La malvasía, cuyo prestigio comenzó a afianzarse cuando se encontraba entre los vinos preferidos de la corte de Aragón, sufrió el pulgón en la década de 1840, seguido de una sequía rabiosa que llevó al Ayuntamiento a pedir la exención en el pago de impuestos, el oídio en el decenio de 1850 y la filoxera como puntilla arrasaron una floreciente industria. De las 151 hectáreas que se llegaron a cultivar al lado del mar en Banyalbufar en 1818 se pasó a poco más de 35 en 1875. En 1943, con solo 10 hectáreas, la viña era totalmente residual. Las tomateras habían ocupado su lugar.
El regreso de la malvasía
Hoy la malvasía vuelve tímidamente a esos bancales que perfilan con tanta fuerza el paisaje de esta costa dramática y agreste. Para ello ha sido necesario que el Departamento de Fisiología Vegetal de la UIB (Universidad de las Islas Baleares), dirigido por el catedrático Hipólito Medrano, consiguiera mediante la técnica del saneamiento reproducir material vegetal libre de virus para acometer nuevas plantaciones. El interés que genera esta variedad aromática y de excelente acidez está haciendo que el cultivo se extienda también por el interior de la isla. En su feudo de Banyalbufar, Jaume Albertí es la cabeza visible de la pequeña cooperativa Tramuntana Viva Mallorca, tan preocupada por retomar la producción de este vino legendario como de dar a conocer su patrimonio histórico y paisajístico a través de un tour enocultural. Hasta el mismísimo Richard Branson, creador de Virgin y propietario de dos hoteles en la localidad que se corresponden con viejas possessions con tradición en el cultivo, está plantando malvasía en los bancales de la finca Son Valentí.
Ya en los siglos XIV y XV Mallorca distinguía entre vinos griegos, que aludían a las malvasías llegadas del Mediterráneo Oriental, y vinos latinos, bien de carácter local, o, según sabemos hoy en lo que respecta al origen de las variedades de uva, con mayor influencia de la península Ibérica o del Mediterráneo Occidental.
Esta vieja clasificación no hace sino acentuar el cruce de influencias y culturas que ha marcado la historia del archipiélago balear. Hoy, quizás, lo que se dirime no es tanto el estilo de los vinos como el difícil equilibrio entre la vocación turística de la isla y la voluntad de sostenibilidad y conservación del paisaje de una parte importante de sus agricultores. Como dice Bàrbara Mesquida, “los pequeños productores que seguimos viviendo del vino y para el vino somos la resistencia”.
Una forma de entenderlos mejor es conocer sus viñas y buscar sus vinos en la isla. Precisamente por la transición entre variedades internacionales y locales que se ha vivido en los últimos años, la oferta actual es tremendamente amplia. En blancos, la entrada básica es la prensal blanc, la uva blanca central de la isla. A pesar de su carácter bastante neutro, los mejores productores comienzan a sacarle interesantes matices, pero también es fácil encontrar chardonnays muy correctos con los que el cliente internacional está muy familiarizado. Los sabores locales más originales vienen de la giró ros, una uva con cuerpo, entidad y buena capacidad de guarda. La prueba son elaboraciones pioneras como las de Toni Gelabert (Torre des Canonge) y Miquel Gelabert (Sa Vall). Hoy, la giró ros está presente en las gamas de muchas bodegas inquietas de la isla. De la malvasía, aún muy minoritaria, seguramente será más fácil encontrar ejemplos de zonas de interior que de los románticos bancales de Banyalbufar.
Los tintos de entrada de gama suelen construirse a menudo sobre una combinación de variedades locales y foráneas con presencia habitual de cabernet y syrah. Los amantes de las variedades internacionales no deberían descartar los tintos de gama alta de bodegas de buena trayectoria que se benefician de la edad madura de sus viñas. Las uvas locales de mayor disponibilidad son la manto negro y la callet, el yin y el yang particular de Mallorca. La primera tiene más grado, color y madurez y un carácter a menudo terroso, mientras que la segunda es más liviana y fluida. Entre la nueva generación de variedades recuperadas, destaca de manera especial la gorgollassa, fragante, con un carácter herbal bastante acusado y buena dimensión aromática a la que algún crítico internacional ha bautizado ya como la versión local de pinot noir. Y la nueva estrella, aunque algo más difícil de conseguir sin la complicidad de un sumiller o de una buena vinoteca, es la escursac, con un carácter muy fresco, buena acidez, intensidad frutal y excelentes aptitudes para hacer frente al cambio climático. El verano mallorquín no está completo sin sus vinos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.