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Javier Cercas, un ateo en el Vaticano de Francisco

El escritor publica ‘El loco de Dios en el fin del mundo’, resultado literario-documental de su acercamiento sin filtros al Vaticano y sus misterios a partir de conversaciones con cardenales, misioneros, intelectuales católicos y, durante un viaje a Mongolia, con el propio papa

Javier Cercas
Jordi Gracia

Hasta las estepas de Mongolia y su caótica capital, Ulán Bator, se fue Javier Cercas con el séquito del papa Francisco para tratar de saber lo único que entonces le importaba a su madre saber: si tras su muerte vería o no vería a su marido, si viviría con él la vida eterna. La obstinación monomaniaca y desaforada de Cercas puso el resto y no paró hasta saber si sí o si no, al menos según el testimonio de quien no puede no saberlo, el propio papa Francisco. Dicho más francamente: Cercas quiso preguntarle a Francisco sobre la resurrección de la carne y la vida eterna, es decir, sobre la esencia de la fe católica, y vislumbró en el viaje cuántos Bergoglio han llegado a convivir dentro del papa Francisco.

¿De verdad te contestó eso el Papa? “Claro”, responde. ¿De verdad ocurrió lo que cuentas al final del libro? “Claro”, vuelve a responder. “¿Tan raro te parece?” Raro no, alucinante. A Cercas se le ilumina el rostro a medida que nos acercamos al límite del paseo, una vez pasados los edificios grises, de tres o cuatro plantas, construidos durante el desarrollismo en la costa de los catalanes pobres, pasado también el gigantesco aparcamiento instalado en la arena de la playa (y recién clausurado porque han descubierto que es zona inundable, tras medio siglo usándolo) y pasados los destartalados locales con terrazas desiertas y neones horteras sin luz. Cuando apenas quedan unos metros y el mar comparece abrumador, a Cercas se le ven las sinapsis disparadas en todas direcciones, porque por ahí anda el origen de todo, o casi todo: estamos al final de un pueblecito de la Costa Brava, L’Estartit, ante roquedales y farallones como los de un poema de Arde el mar, y de algún modo es ahí donde nace el último libro de Cercas y donde empezó en realidad su vida real y verdadera de fugitivo de la fe: el paisaje salvaje de una adolescencia descreída y liberada del catolicismo profundo de sus padres, de los dos padres, para emprender el camino de la mala vida, la vida perdida del alcohol, las mujeres, las drogas y la incertidumbre de la literatura.

Javier Cercas publica 'El loco de Dios en el fin del mundo' (Random House) el 1 de abril.

He visto llorar dos veces a Cercas: una no la voy a contar; la otra ocurrió al confesarme la violencia de la culpa que aún le asaltaba cuando se acordaba del imbécil de 15 años que se avergonzaba de su padre veterinario, extremeño, católico y suarista (o sea, partidario de Adolfo Suárez). Secretamente, El loco de Dios en el fin del mundo es un subyugante autorretrato de fondo de un escritor que ha acabado dedicando dos de sus libros cruciales a sus dos progenitores: quizá una forma impremeditada de la gratitud embebida o infartada de literatura. Cuando moría su padre, Cercas remataba una obra maestra, Anatomía de un instante, y cuando moría su madre remataba esta inaudita aventura de ingresar en las entrañas del Vaticano y en las de su morador más ilustre, escurridizo y evasivo, el papa Francisco. Le pregunto qué hace un ateo irredento como él en el corazón de la Iglesia católica y no me contesta. Señala hacia un cielo trágicamente partido por nubes rojas para que conteste el libro mismo, con sus averiguaciones imposibles, su paciencia infinita de oyente interrogativo, su instinto de investigador a la caza de la información crucial en la vida de su madre: ¿verá o no verá en la otra vida al hombre al que más quiso en esta, para estar ya eternamente con él? A quién preguntar si no es al papa Francisco, santo padre y padre de todos, católicos y no católicos, según repiten tanto él mismo como sus portavoces.

Como los mejores libros de Cercas, este es también una investigación con apariencia de verdad natural o rudimentaria, casi ordinaria de puro evidente. Sin énfasis y sin aparato, al modo casi franciscano, Cercas ha viajado al fin del mundo, es decir a Mongolia, enrolado en el equipo que acompaña en sus desplazamientos a un Papa no más viajero que otros, pero tan calculador como ellos. ¿A Mongolia? ¿A un país de tres millones y medio de habitantes que apenas cuenta con una ridícula comunidad de 1.500 católicos? ¿Qué hace en Mongolia el Papa cuando no ha pisado todavía, tras más de una década de papado, la ultracatólica España y tantos otros países poderosos saturados de obedientes católicos? “Es que este Papa es raro”, cuenta Cercas. “En realidad, parece dos papas en uno, o más bien varios, como todos somos varias personas en una, que acaba fusionándolas todas. Fíjate: este hombre ha seguido viviendo en el Vaticano como vivió siempre, con austeridad, sin el boato papal, sin engreimiento, sin subirse a la parra… Y, sin embargo, sus más viejos conocidos argentinos recuerdan a otro Bergoglio subido a la parra de la soberbia, con tics autoritarios y hasta una presunta tolerancia hacia una de las peores dictaduras de América Latina, la junta militar argentina, y a la vez amigo y admirador de Borges, dispuesto a recorrer día y noche las villas miseria de Buenos Aires, inacabables como el desierto mismo de Mongolia… En fin: un tipo muchísimo más complejo de como lo pintan”.

Javier, no habrás quedado abducido por la pócima mágica que ha permitido durar a la Iglesia más que ninguna otra institución conocida o por conocer, ¿verdad? Ahora sí me mira a la cara con ojos de miope desconcertado y suelta la risa mientras habla. “Eso es lo que se temía mi mujer, que volviese a los orígenes, al orden perdido a los 14 años, cuando dejé la fe o la fe me dejó a mí, a saber. Mi mujer se rio de mí cada vez que la llamaba desde el fin del mundo y también cuando volví a casa, tras una semana de conversaciones infinitas y perturbadoras con misioneros y sobre todo misioneras que simplemente lo han dado todo por los demás —sus carreras académicas, su sexualidad, su afectividad, por supuesto sus familias y sus hogares nativos—, gracias al único superpoder verdadero que conozco: la fe, quiero decir la fe vivida como la vive esa gente, como la vivió mi madre, con una entrega auténtica, con una convicción granítica”. Se para un momento para volver la vista hacia el mar, entorna los ojos, se quita las gafas, vuelve a ponérselas y me mira desafiante. “Aunque, no sé, quizá la genuina naturaleza de la fe es la duda: quien duda, duda porque tiene fe y la fe es dudosa o no es. Los únicos que no tenemos ninguna duda somos los idiotas soberbios que parecemos haber olvidado lo que dijo una agnóstica tan sensata como Hannah Arendt”. ¿Y qué dijo la virgen y santa laica de la progresía?, le pregunto. Pero no me contesta.

Javier Cercas, en la sala Ducal del Palacio Apostólico del Vaticano, bajo el conjunto escultórico de Bernini.

Este viaje ha devuelto un Cercas distinto, o es distinto el Cercas que sale de este libro y casi diría que en este libro. En mi memoria tartamuda sigue siendo el salvaje extremeño que lo mismo puede zarpar a la conquista de Perú con el arcabuz en ristre que salir a cazar ballenas con el arpón de Melville. En este libro absorbente Cercas escucha más que en ninguno otro suyo, más incluso que en El impostor, donde hizo ejercicios extenuantes de atención y paciencia; escucha a muchas personas que no han hablado casi nunca fuera de su propio entorno profesional y de seguridad, escucha a los ministros de los distintos ramos del Vaticano, escucha a misioneros anónimos y a veces conmocionantes y cuenta sus conversaciones ante vasos de agua que siguen intactos al final, ante cafés que apenas sorbe o durante cenas como las que mortifican de culpa a periodistas pantagruélicos como Lorenzo Fazzini o las que le sirven para discrepar de Paolo Ruffini, prefecto —es decir, ministro— de la Secretaría de Comunicación del Vaticano, al fin y al cabo el responsable de toda esta historia al invitar a Cercas a escribir un libro sobre el viaje a Mongolia, sobre el Papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano. “Escribe lo que quieras’, me dijo el propio Papa en la capilla Sixtina cuando le pregunté si tenía su apoyo”, recuerda Cercas. Doy por hecho que cumplieron y se comportaron. “Lo hicieron, y eso que les advertí desde el principio que soy un tipo peligroso. Pero no, no tengo ninguna queja: pregunté y repregunté cuanto quise, vi a quien quise y lo que quise, y sobre todo escuché a quienes llevaba años y años sin escuchar, que es lo que a lo mejor deberías hacer tú”. Pues igual sí, igual sí. Y, además, tiene lógica, si entiendo bien tu lógica: después de escribir novelas destinadas a desmontar mitos trufados de mentiras, como hiciste con la Guerra Civil, el franquismo, el golpe de Estado fallido, la Transición o la democracia actual, el turno podía ser ahora del hermético Vaticano. ¿Es eso así? Después de que te hayan dado el Planeta y el Nacional, de ingresar en la RAE, de acumular lectores en el mundo entero, ganar tropecientos premios en todos los países alfabetizados y conversar a toda portada con Emmanuel Macron en EL PAÍS por expresa petición suya, escribir sobre el Papa y el Vaticano tiene algo de escala macro para tu modo de operar clásico. “Puede ser, pero no es algo buscado, o no conscientemente. Sea como sea, esta era una oportunidad imposible de rechazar, y además me interpelaba directamente como hijo de una familia católica y de un país que no ha dejado de ser culturalmente cristiano, como toda Europa. ‘No podemos no llamarnos cristianos’, escribió el ateo Benedetto Croce. Y tenía razón. De hecho, es otra de las preguntas que empujan la novela: ¿en qué se ha convertido una institución, la Iglesia católica, que ha determinado la cultura, la política y la visión del mundo de Occidente desde hace 2.000 años? ¿Qué hacemos con esa herencia fundamental en nuestra Europa laica?”.

Cada gran libro de Cercas, y este lo es, ha respondido a una obsesión sobrevenida e imprevista que ha acabado clavándolo en el suelo de los hechos como un rejonazo inesperado. El loco de Dios en el fin del mundo tiene algo de culminación vital de un método que fía a la realidad la capacidad de organizar una novela sin ficción dotada de los poderes de la ficción: la realidad manda en sus libros desde hace muchos años, en lugar de mandar la urdimbre de la ficción del novelista común y corriente, omnipotente sobre sus personajes. Cercas hace mucho que dejó de gobernar nada y se somete humildemente a la trama que ofrece, por ejemplo, la realidad increíble de un personaje tan tramposo y a la vez tan desarmante como Enric Marco en El impostor, o ante la truculencia mate de un asesinato fallido y el intento de identificar a un héroe que repudiaba a los héroes —porque los únicos héroes verdaderos están muertos—, como en Soldados de Salamina, mientras que Anatomía de un instante indagaba en la textura moral de tres personajes —el falangista Adolfo Suárez, el comunista Santiago Carrillo, el general de la Victoria Manuel Gutiérrez Mellado— que contravinieron las expectativas de los suyos para conjurarse en la fabricación de un bien mayor y común, la democracia, pese al alto precio que pagaría cada uno de ellos por hacerlo.

Cercas toma notas ante el gran fresco de los dos hemisferios terrestres de la Terza Loggia del Palacio Apostólico del Vaticano.

La genuina curiosidad del periodista que ni es ni ha sido nunca Cercas es lo que alienta a este escritor desde que descubrió la realidad como fuente irreemplazable de la mejor novela, y a ella se sometió voluntariamente. Hoy este libro nace de esa misma curiosidad antropológica e irreprimible ante la oportunidad de meter las narices en las salas oscuras y casposas, polvorientas y antiguas del bendito Vaticano y su santo padre argentino. Y precisamente por eso Cercas ha sido fiel a la alquimia sin regulación alguna de la literatura como laboratorio de experimentos de riesgo, casi temerarios y en todo caso contraindicados para cualquiera que mantenga el sentido común en su sitio. El resultado ha sido un reparto de nuevo inesperado del peso que los géneros tienen en su literatura, y vuelve a ser nuevo este Cercas de manera distinta a la novedad pudorosamente disimulada de la trilogía Terra Alta, porque esta vez su corazón biográfico está metido como nunca en el subsuelo existencial del libro. Precisamente por eso estaba obligado a escribir —¬puntualiza Cercas— “un libro distinto, tan extravagante como fuera posible, una mezcla de crónica y ensayo y biografía y autobiografía, un experimento friki, un cajón de sastre, a ser posible un banquete con muchos platos, una locura solidaria con la demencia del loco de Dios, un experimento alegre y chiflado, un batiburrillo de géneros” donde el periodismo, la información concreta y específica sobre el inexplorado Vaticano aprovechase el privilegio de escuchar las voces, los mapas, las equivocidades y las melifluidades de quienes lo gobiernan como centro crucial de poder religioso y como pieza inesquivable en la geopolítica contemporánea. Ir a Mongolia es ir al borde de China y es ver que un Papa manda por vez primera en la historia un telegrama de saludo al Gobierno chino al cruzar su espacio aéreo, y que, también por vez primera, recibe una respuesta del Gobierno chino: el futuro es chino, y el Papa lo sabe.

No sale indemne Francisco de esta exploración en su vida íntima y pública, porque nadie sale indemne de una exploración a machete perpetrada por Cercas (de hecho, no sale indemne ni el propio Cercas). En el libro se cuenta que Francisco no ha sido capaz de imponer sus criterios más progresistas —sobre el celibato, sobre el matrimonio homosexual, sobre las mujeres en el sacerdocio y la misoginia esencial de la Iglesia católica—, o no ha considerado prudente hacerlo; de lo contrario, hubiera desobedecido un mandato central de su papado: aquel que le urge a escuchar a su Iglesia y a decidir en función de lo que sus fieles y sus obispos y cardenales quieren —lo llaman nada menos que sinodalidad en el Vaticano—, como lo haría cualquier demócrata básico, aunque sin serlo, porque él es el Papa y la Iglesia ignora la democracia liberal y sus procedimientos. Y no lo calla Cercas porque Cercas no se calla nada, ni siquiera su estupefacción reiterada cuando alguno de sus interlocutores asegura que lo que el Papa pretende es nada menos que discernir literalmente “la verdad de Dios”, Virgen Santísima y madre del amor hermoso.

La propuesta que recibió un buen día Cercas le ofrecía la experiencia única, que ningún escritor había tenido hasta entonces, de entrar sin restricciones en el Vaticano y conversar sin filtros ni controles ni vigilancia con los principales responsables de la gestión diaria —política, informativa, espiritual— de la Santa Sede, con misioneros en Mongolia, con vaticanistas, con un montón de gente. Le garantizaron que podría hacerlo y que podría publicar el libro donde quisiera, como quisiera, diciendo lo que quisiera (y, por supuesto, riéndose de lo que le diese la gana). Antes de partir hacia Mongolia, Cercas habló, durante meses de wasaps, e-mails y conversaciones telefónicas y sobre todo presenciales, con Fazzini y Ruffini, con cardenales como monseñor Fernández, prefecto de la Doctrina de la Fe —es decir, el antiguo Santo Oficio, es decir, la antigua Inquisición—, también con los intelectuales más próximos a Francisco, como el padre Spadaro, con vaticanistas experimentados como Andrea Tornielli o con un íntimo amigo del Papa y exrevolucionario de izquierda radical como Lucio Brunelli, que volvió a la fe de su infancia como respuesta a su afán de justicia social, encarnado ahora en una Iglesia que dejaba de ser condenatoria y censoria y se volcaba en los pobres como su verdadera misión. La Iglesia de Francisco.

Todo lo hizo Cercas durante año y medio, sin respirar y sin perder de vista su objetivo esencial: que el Papa respondiese a su pregunta sobre la resurrección de la carne y la vida eterna, la pregunta sobre si su madre vería a su padre tras la muerte, para llevarle de vuelta la respuesta del Papa a su madre. Algún vaticanista le sugirió que esa podía ser la vía ideal para acceder a la intimidad de Francisco, porque de puertas adentro el Vaticano está inmerso en conversaciones sobre el dogma, la fe y la espiritualidad, pero de puertas afuera nadie pregunta jamás al Papa por lo que de verdad legitima su autoridad, las cuestiones de fe y no de política o de geopolítica, como tantas veces tiene que responder ante los periodistas. Otros le desanimaron, le dijeron que se olvidase de preguntarle esas cosas al Papa, pero lo hicieron sin saber qué espécimen de sabueso es Cercas cuando se le mete en el entrecejo una obsesión. Yo sí lo sé, y como a mí me preguntó también, le dije lo contrario, que cayese verticalmente en el vicio, citando un poema de Mário Cesariny que se sabe de memoria desde que lo conozco. “Para escribir este libro lo primero que necesitaba era olvidarme de ese racionalismo supremacista, pedestre y santurrón, de ceja alzada y sonrisilla de suficiencia, que demasiado a menudo he practicado con el catolicismo (o con la religión en general) desde que dejé de creer”. La enormidad que acaba de soltar mientras se zampa una anchoa la rebaja con medio sorbo de la clara sin alcohol que le ha servido un camarero locuaz y burlón con nuestro frío ante la brisa en la terraza del único restaurante abierto en L’Estartit. “En realidad”, prosigue, “esa actitud solo delata una arrogancia estúpida —valga el pleonasmo—: después de todo, tal vez llevaba razón tu virgen santa y laica, la agnóstica Hannah Arendt, cuando escribió que los ateos somos ‘necios que pretenden saber lo que ningún ser humano puede saber’. No sé: quizá tú y yo sigamos siendo dos ateos redomados no por nuestro racionalismo o nuestra incapacidad para creer, sino por eso, por nuestra arrogancia”. Sonríe. “O tal vez por nuestra incultura científica. Ya sabes lo que decía Pasteur: ‘Un poco de ciencia aleja de Dios; mucha, acerca a él”. Yo levanto la ceja cuanto puedo mientras mastico un boquerón y espero rendido a que remate su argumento. “En todo caso, es un error contestar con intolerancia y sectarismo al sectarismo y la intolerancia seculares de la Iglesia católica (sobre todo, de la Iglesia católica española, una de las más intolerantes y sectarias del mundo)”.

El papa Francisco y el escritor, durante el vuelo de Mongolia a Roma.


Inopinadamente, Cercas regresa a un viejísimo tema suyo tan esencial como su esposa o su hijo o más, aunque no interesa a nadie en todo el planeta: Unamuno, Miguel de Unamuno. Cercas volverá a citar de memoria en las próximas tres horas una infinidad de frases, versos y pasajes de obras leídas (de Unamuno y de todo el que venga a cuento), porque a los 62 años no ha perdido un ápice de su capacidad para actualizar el impacto de lo que ha leído con la angustia de quien sabe o sospecha que el sentido o los sentidos de la existencia se hallan escondidos en las entretelas de una pirámide incalculable de frases memorizadas, incluidos los versos de Mário Cesariny que recitaba a grito pelado por las calles nocturnas de las ciudades de su juventud —entonces Cercas podía recitar de pe a pa los poemas eróticos más excelsos de Francisco de Aldana o los más salvajes e impíos de José María Fonollosa, para pasmo de la concurrencia—, versos que reaparecen por sorpresa en este libro. Los reconoció nada menos que una de las personas más próximas al Papa, el poeta y sabio portugués José Tolentino: “Al final lo que importa es no tener miedo: / cerrar los ojos frente al precipicio / y caer verticalmente en el vicio”. Eso lo recitaba Cercas de joven y lo repite junto a él en el libro, con absoluta cordialidad, el cardenal Tolentino, que congenia así de inmediato y sin reservas con un ateo anticlerical como Cercas. Tolentino es prefecto para la Cultura y la Educación del Vaticano, además de amigo del surrealista Cesariny, pero no conocía al Papa antes de que lo nombrara cardenal; Francisco lo llamó un día y se lo llevó a Roma… seguramente porque la opulenta capital de los prelados no era el lugar más propicio para un jesuita espartano como él, que había trotado todas las cárceles posibles de Buenos Aires, además de las villas miseria.

Alguna izquierda va a reaccionar con las suspicacias clásicas de la izquierda y sus conspiranoicos profesionales, le digo: que si guardas un respeto escrupuloso a los argumentos de los católicos con los que hablas, que si solo has hablado con ellos. “Mira, desde los 14 años no he hecho otra cosa que hablar con los otros, es decir con los ateos o los agnósticos y los anticlericales, que por cierto somos nosotros. ¿No te parece que ya era hora de volver a hablar con ellos, de escucharlos con atención para saber qué dicen, qué pasa en la Iglesia católica, al menos desde que manda Bergoglio? ¿No habíamos quedado en que la primera obligación de quien piensa de verdad consiste en intentar entender a quien no piensa como él? Una cosa está clara: si no los entendemos a ellos, no nos entendemos a nosotros. Y yo escribo para eso: para entender. Que juzgue el lector, si quiere; un escritor no está para eso. En cuanto a la izquierda, tranquilo: obviamente, ella considera a Francisco uno de los suyos; el problema es la derecha, que lo considera un rojo peligroso y por eso algunos rezan para que se muera de una vez, como cuento en el libro y no es un invento sino un hecho. Lo que sé es que apenas nadie habla de las reformas de Francisco, incluida la pérdida de la prelatura del Opus, que nadie o casi nadie subraya la revolución gradual que promueve al restituir el Evangelio como centro efectivo de la actividad pastoral o la misericordia como eje de su papado y los misioneros como sus protagonistas: nadie los ha mimado tanto como él”. Me estás dando la razón: te va a crucificar la izquierda, la derecha, el ultracentro pluscuamperfecto y la democracia cristiana en toda su gama de matices. “Es que de eso se trata: de que un loco sin Dios como yo, nietzscheano, ateo y anticlerical, intente entender la Iglesia con la excusa de entender lo que mueve a irse al fin del mundo, con 87 años, al loco de Dios por excelencia, a Bergoglio (quien se puso obviamente Francisco por Francisco de Asís, que se llamaba a sí mismo “el loco de Dios”). Y sobre todo se trata de intentar entenderlo mediante una novela sin ficción, al modo de Anatomía de un instante o El impostor, con sus personajes reales, su estructura, su textura y su tensión novelescas, su ambición formal y su enigma realísimo en el corazón de la trama, el mayor enigma del que yo tengo noticia: la resurrección de la carne y la vida eterna”.

Ha llegado el turno de los calamares a la andaluza tras dejar limpio como una patena (precisamente) el plato de las anchoas y los boquerones. Tampoco yo he aprendido a callarme, así que allá voy: la fe vivida de la manera radical en que la viven los misioneros me parece muy próxima a una patología, o una psicopatología, o al menos una tara, algo parecido a un defecto adquirido que uno prefiere conservar para evitar la selva de la vida incierta, de la duda, de la existencia real y auténtica donde nadie sabe nada y hay que explorar a escondidas, palpando con los dedos por dónde va cada cual para pifiarla lo menos posible y hacer el menor daño de que sea capaz a los demás. “Puede ser”, admite. “Es posible que los misioneros estén un poco locos; de hecho, yo los llamo los locos de Dios. Pero ¿qué me dices de los escritores? ¿No somos también una panda de tarados? ¿Y los músicos o los periodistas o los políticos? ¿No está un poco loco todo el que asume a fondo una vocación exigente? ¿No padece algún tipo de patología, no está tratando de compensar alguna carencia profunda? Y, por cierto, ¿no has notado en lo que acabas de decir el tintineo inconfundible del supremacismo racionalista del que te hablaba antes? Además, todos estamos un poco tarados, ¿no? Cuerdo, lo que se llama cuerdo, yo no conozco a nadie. Lo que sí conozco son formas peores de lidiar con la propia locura que la que practican los misioneros. En todo caso, yo nunca había hablado con gente así, gente que ha decidido dedicar su vida a echar una mano a quienes más lo necesitan, en un lugar completamente adverso y sin el menor afán de proselitismo —la Iglesia de Francisco se ha prohibido terminantemente el proselitismo, y puedo asegurarte que los misioneros tienen muy interiorizada esa prohibición—, gente que te habla entre carcajadas del suplicio de las temperaturas inverosímiles del invierno mongol, en medio de una atmósfera de fraternidad que, hasta hoy, yo no había respirado en ninguna parte”.

El sol cada vez más bajo traspasa los cristales de sus gafas y produce un brillo luciferino. Cercas me cuenta que entre esos tarados peligrosos, como los llama él, asoma a veces una complicidad burlona respecto de la pandilla de tarugos cansados y rutinarios que, según algunos de ellos, copan los altos cargos en el Vaticano, incapaces de asumir la envergadura de una vida entregada a los pobres allí donde les necesiten, porque el lugar de la misión no es un despacho ni un pasillo ni una moqueta sino el barro, la sangre, la mugre y la enfermedad. “Es así”, asiente Cercas. “Los misioneros son los primeros que llegan a las zonas más peligrosas y los últimos que se van, si es que se van”. Me quedo un rato pensando y me siento cada vez más ateo recalcitrante pero más humildemente resignado a la psicopatología solidaria y fraterna de quienes gozan del superpoder de la fe. “Esa gente está hecha de otra pasta”, insiste. “No voy a olvidar en la vida la risa explosiva de una misionera keniana con la que hablé y que no paraba de mirarme como si fuera un deficiente mental necesitado de cariño, como si el perturbado fuera yo y no ella”.

“Se trata de intentar entender mediante una novela sin ficción el mayor enigma: la vida eterna”, dice Cercas. En la foto, el escritor en la plaza de San Pedro de Roma.

Ya casi sin luz, salimos en busca de un local nocturno de su adolescencia, llamado Mariscal, sin que haya perdido el destello luciferino en el rostro ni la conciencia inconfesable de que ha escrito un libro subversivo, profundamente inconformista y dispuesto a reventar las costuras de los malditos consensos de la izquierda sobre el catolicismo: para que no crean que todas las iglesias son tan intolerantemente reaccionarias como la española (o la estadounidense).

El local no está donde debía estar y, mientras el sol se apaga, damos vueltas por calles desoladas y sin un solo café abierto, hasta que de golpe topamos con la persiana cerrada del Mariscal, el corazón histórico de la disipación de quien fuera un muchacho obediente, cuatro ojos, estudiante ejemplar, hijo modélico y estupendo jugador de tenis… hasta que llegó aquel bar ahora cerrado a cal y canto y con él la perdición a través de una novelita de lectura rutinaria en España, excepto para Cercas, porque Cercas es uno antes de leer San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, y es otro, desatado, después de leerla. Ahí arranca este libro de ahora: en esa novela con la que perdió la fe (con ella y con la lectura adolescente y caótica de Unamuno al completo). “Ese fue el principio de todo, aún sigo ahí: he dejado la fe, he dejado el alcohol y la mala vida, dejé algunos amigos y me han dejado otros, por fortuna no me han dejado todavía ni mi mujer ni mi hijo, pero tampoco me ha abandonado la angustia. La angustia siempre está ahí”, confiesa Cercas. “Tiene la forma de una bola en la garganta, una esfera como la esfera infinita o espantosa de Pascal, aquella cuyo centro borgiano está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. Ese es el engendro que me impele a escribir: escribo para destruirlo, para disolverlo o pulverizarlo con palabras y regresar a la víspera maravillosa de la angustia, cosa que solo consigo en ciertos momentos felices, antes de que el engendro regrese, íntimo y puntual”. Esa angustia (incomprensible y genuina) está descrita en el libro como “una ausencia tangible”, y “esa ausencia tangible es la ausencia de Dios”. “¿Hablábamos de tarados?”, se señala. “Aquí tienes uno”.

El escritor contempla Roma desde una ventana del último piso del Palacio Apostólico del Vaticano, que se alza sobre la plaza de San Pedro.

Levanto la vista hacia las nubes ya apagadas y sin dramatismo, una mera gasa de grises anodinos capoteando el día, y pienso lo que no me atrevo a decirle: que quien ha vivido de niño la fe no pierde nunca la añoranza secreta de recuperarla, restituirla o resucitarla, ahí anida una serpiente que acecha y no ceja, ni siquiera a los 62 años de vida plena. Solo los niños están en condiciones de recibir la fe con la naturalidad de la vegetación ambiental, como la luz del día o las estrellas de la noche. Y Cercas es uno de ellos, y por eso ha podido escribir un libro único que ilumina por dentro las cámaras satánicamente obstruidas del Vaticano, para descubrir que no hay monstruos conspiradores ahí sino un hombre al frente, un hombre ordinario, común, incluso reticente al propio papado, pero dispuesto a que la misericordia sea la regla de acción de la Iglesia no en los medios ni en las televisiones —porque allí nadie le pregunta por eso, y si le preguntan lo que destacan es cualquier otra cosa: China, Trump, el aborto, los homosexuales, la eutanasia—, sino donde ha de operar la Iglesia: en el mundo real.

En pleno vuelo entre Roma y Ulán Bator, Cercas se dispone a conversar con el Papa. Así lo relata en el libro: “Aguardo junto a la cabina de pilotaje, en esa zona destinada a la tripulación conocida como Galley, y, cuando el escolta se aparta, aparece Francisco en toda su plenitud, blanco, sentado, octogenario, voluminoso y afable. ‘Siéntese, siéntese’, me anima, tocando con una mano hospitalaria una banqueta que han conseguido encajar en el pasillo del compartimiento, justo a su lado. ‘No sé si estará muy cómodo aquí, pero…”.

Tras cinco minutos de trayecto en coche desde el mar de L’Estartit, de vuelta en la Costa Brava, hasta la casa de Cercas en Verges, y antes de que abra el portón del jardín, hago el último intento entre desmayado y fingidamente casual. ¿Quieres contar lo que te contestó el Papa? ¿Quieres contar lo que pasa al final del libro? “Ni hablar”, contesta. “Eso sí que sería un espóiler. Que lo lean y luego hablamos”.


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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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