De viaje con Morat, la gran banda colombiana: “Esta gira nos ha recordado que vivimos un sueño”
Su gira ‘Los Estadios’ es uno de los tours más gigantescos jamás montados en Latinoamérica. Compartimos cenas, camerinos, trayectos y confesiones en Bogotá y México con estas jóvenes estrellas del rock


Cada uno es todos, en movimiento. El primero que sale a recibirnos es Martín Vargas (28 años), el niño, el batería, el último en llegar a la banda. Su habitación está vacía porque hace unas semanas entraron a robar en Casa Morat, y él fue el único al que se le olvidó echar el pestillo.
—Esta es su casa, siéntanse como en casa.
El salón podría ser el de un Airbnb. Pero los dormitorios son suyos, se parecen a ellos. Simón Vargas (31 años), el bajista, el mayor de la banda y hermano de Martín, está probándose un abrigo largo de cuero negro en donde esconderá una pequeña cámara. Juan Pablo Villamil (30 años), Villa, roza distraídamente las cuerdas de una guitarra. Su pelo es puro color platino. Es uno de los compositores de la banda.
—De nuevo gracias por venir, por favor, siéntanse en casa.

El último en aparecer es el otro Juan Pablo, Juan Pablo Isaza, Isa. Lleva una taza de café en la mano, es una de esas personas a las que siempre se les ve cogiendo algo. Al igual que el coronel Aureliano Buendía de Cien años de soledad, escribe poemas a escondidas. Su habitación es la única que está cerrada, la única que no vemos en esta casa-estudio de la banda colombiana Morat.
—¿Qué tal les fue el viaje?
El viaje tuvo dos partes. Una en Bogotá, el lugar donde nació el grupo, y donde se encuentra el estudio. La segunda transcurre en Ciudad de México, concretamente en el Estadio GNP (antes Foro Sol), donde caben más de 60.000 espectadores, que Morat abarrotó durante tres noches seguidas. Fueron las últimas fechas de la gira Los Estadios, uno de los tours más impresionantes que cualquier grupo haya hecho en Latinoamérica. Hay una frase que se escucha recurrentemente durante este viaje: “En este momento, no hay una banda en español más grande que Morat”.
El punto de partida es Casa Morat, el estudio que la banda mandó construir a su medida, a partir de un edificio en ruinas. Además de las habitaciones, tiene una sala de grabación llena de instrumentos, el citado salón, una cocina y una pequeña terraza. Hay que decidir dónde se hacen las fotos. Hace falta un lugar en el que se vea Bogotá de fondo, algo que capte la esencia de la banda. Alguien propone ir a la librería Merlín, que queda en el barrio de La Candelaria, en el centro histórico de la ciudad.
—Marica, para mí es la mejor localización de Bogotá —dice Simón, que casi siempre tiene un mechón de pelo metido en la cara—. La mitad de mi librería la he conseguido ahí. Hay verdaderas joyas.

El mayor de los Vargas es el único de los cuatro que no vive en Bogotá. Lleva tiempo instalado con su pareja en México. Su habitación es gris, inhóspita e inescrutable. Más que al descanso, es una habitación consagrada al experimento. Hay una pared llena de sintetizadores antiguos, que emiten ruidos análogos a una interferencia. Al ver a Simón trasteando con ellos uno teme que en cualquier momento desconecte un cable rojo y cause un apagón general en Bogotá.
Su condición de rockstar no le impide conocer cada detalle e intriguilla de la política local, nacional e internacional. Lee de todo. Fue uno de esos estudiantes aventureros que va saltando de carrera en carrera. En 2020 publicó un libro de relatos llamado A la orilla de la luz. Ahora mismo está leyendo mucho sobre genocidios, dice, libros “brutales” sobre genocidios.
Anoche se acostó tarde viendo cómo Donald Trump ganaba sus segundas elecciones. “Ya sabía que iba a pasar, pero qué pereza, huevón”, dice en el trayecto en coche a la librería. Tampoco le gusta Joe Biden, ni antes Hillary Clinton: “Para mí todo se cayó cuando el Partido Demócrata decidió no darle la candidatura a Bernie Sanders en 2016″. En Colombia votó a Petro por su lucha contra la deforestación y su propuesta de legalizar las drogas, pero en parte se arrepiente. “Es un presidente que gobierna por redes sociales. Muchas cosas parece que suceden más porque el man está tuiteando que porque haya una política interna coherente”.
El primer contacto con la realidad es a través de un coche blindado. Al bajar y recorrer a pie el centro, escoltados por varios guardaespaldas, los detienen varias veces, y ellos se dejan querer. El perfil medio del fan es una chica adolescente con una amiga enamorada de Morat a la que “sí o sí” le tiene que enviar un vídeo con ellos. Admiten que ya nunca suelen ir al centro de la ciudad. “Bogotá es un lugar que te obliga a ver lo lindo dentro del caos”, comenta Villamil.

Una buena manera de estar solo dentro de esta monstruosa urbe sería perderse por los pasillos de la librería Merlín. Simón exhibe una curiosidad incombustible. Los demás merodean y, de vez en cuando, también agarran algún volumen. A Isaza se le nota ausente, con la mirada en otra parte. Uno siempre piensa que la vanidad ciega, y que cuando alguien no te quiere ver, es porque solo está pensando en sí mismo. En el caso de él, todavía es pronto para saberlo. Al salir de la tienda se instaura un cielo gris que pone la carne de gallina. Se suben al coche Isaza y Villamil, principales compositores de la banda. También tienen algo de hombres de negocios y, de hecho, quieren que Morat funcione como una empresa tradicional. En el camino hablan sobre los planes para Nicaragua, para México y para cuando termine esta inmensa gira Los Estadios en la que se han embarcado. Dan la impresión de gente seria, importante, decisiva.
—Me preguntaron qué era el éxito —dice Villamil—. Para mí, es esforzarse para poder hacer lo que a uno le hace feliz la mayor cantidad de tiempo posible.
—¿Sin esfuerzo no hay felicidad? —pregunta Isaza.
—Sin esfuerzo no hay éxito. Alguien puede ser feliz sin esforzarse, pero no es exitoso. Creo que el esfuerzo es fundamental.
—Para mí, ser feliz es un tema de inteligencia —apunta el cantante de Morat—. Hay gente que logra convencerse de cómo pensar la vida, y eso exige un esfuerzo distinto, no laboral, sino contemplativo. Esa felicidad, fruto de la introspección, determina mucho más el éxito que cualquier otro tipo de esfuerzo.

Al llover, la ciudad se vuelve más cercana y amigable. Volvemos a Casa Morat y nos reunimos alrededor de la mesa del salón para comer sopa, pollo al curri, arroz y humus. Según dicen ellos mismos, una de las cualidades que los une como grupo de amigos es la austeridad. No llevan diamantes ni conducen ferraris. Raro sería cruzarse con uno de ellos en el comedor de un tres estrellas Michelin: “Para mí no hay nada más rico que un solomillo con brie del Lateral”, afirma Villamil, recordando los días que pasaron en España.
Es él, Villa, quien ofrece su habitación para la entrevista. El cuarto transmite una calidez casi de refugio. A pesar del sopor de la comida, les pueden las ganas de agradar. Son elocuentes, profundos y autorreflexivos. No hay un líder en la banda, pero, como en cualquier grupo de amigos, se establecen dinámicas y jerarquías. Martín tarda 20 minutos en decir la primera palabra. Isaza es quien dirige la conversación y quien, cuando surge una pregunta complicada, mira a Simón y le pregunta: “¿Vas?”.
Morat tiene 13 años de vida. Se conocieron en el colegio, en Los Nogales. Eran gente musical, entraban y salían de bandas, tocaban en fin de curso y en Navidad. Un día Isa le propuso a Villa formar un grupo. Así empezó todo. Pospusieron sus estudios, grabaron un éxito con Paulina Rubio y se fueron a vivir a Madrid porque el primer lugar donde triunfaron fue España. En 2016, tras la primera nominación al Grammy, el primer batería, Alejandro Posada, dejó el grupo y se hizo arquitecto. Es fácil ver lo que él se ha perdido. ¿Y ustedes?
—Muchas cosas de amigos y familia —contesta Simón—. Uno vive como flotando por encima de sus relaciones, y en todas se genera una distancia.
—Para mí, hacer amigos nuevos ahora no solo es más difícil, sino menos importante —añade Villa—. Dispongo de poco tiempo y prefiero invertirlo en la gente que ya conozco.

Les preocupa mucho su longevidad, conscientes de la tendencia al oscurecimiento que padecen muchas bandas de música. Quieren envejecer con Morat. Han tomado decisiones complicadas, como aplazar el momento de formar una familia. Pero saben que una apuesta a largo plazo exige algún momento de respiro. Su idea para 2025 y principios de 2026 es hacer una ronda de festivales que los lleve a lugares que aún no han visitado y así conquistar un público nuevo. “Queremos que sea la gira más larga hasta ahora, y abarcar un mayor número de territorios y de gente. Y después de ese momento, la idea es plantearnos si parar o no”, explica Isaza.
Son rockstars, pero no de los de sexo, drogas y rock and roll: más tirando a copita de vino antes del concierto. Tampoco se puede decir que lleven una vida normal: ser normal es muy difícil cuando se cogen 15 aviones al mes, y un furgón de policía te escolta nada más pisar un país nuevo.
—La fama hace difícil la interacción con personas nuevas que de pronto ya saben quién eres. Es raro —dice Martín.
—Yo también creo que uno construye la autoestima que le falta alrededor de lo que ha conseguido aquí, y no hay escapatoria de esa vaina —apunta Isaza.
—Creo que podría vivir sin que la gente me reconociera por la calle, pero me costaría hacerlo sin que me vieran en los conciertos. Siento que van de la mano —añade Simón.
—Yo no volví a ponerme pantalón corto —relata Villamil—, salvo que vaya a la piscina, claro. Me sentía incómodo cada vez que me pedían una foto, y hoy las redes sociales te exponen a cada momento. Si estamos a 150 grados y me piden una foto, pienso: “Bueno, al menos se justificó sudar estos pantalones”.
—Yo estoy con una vaina, no sé si les pasa —prosigue Isaza—. Entro a un restaurante lleno de gente y, sin saber por qué, necesito comprobar si alguien me vio o no.
A pesar de tener grandes artistas, Colombia nunca había alumbrado una banda de esta magnitud. Combinan bien con músicos de distintos registros como Juanes, Aitana o Duki. No se consideran “un Maná renovado”. Les gustaría —a quién no— parecerse a The Beatles. Y piensan, con cierto pudor, que el grupo con quien más similitudes comparten son los Eagles. Se sienten una banda “intensamente colombiana”, aunque “aún más bogotanos”. Les molesta que digan que solo hacen canciones de amor. “Es curioso, porque eso está en casi toda la música, pero a nosotros se nos critica más. Dime un reguetonero que no hable de amor o desamor”, apunta Villa.
Empezaron a escribir canciones mucho antes de pensar en formar una banda, casi como un juego. “Llegábamos a casa después del colegio y nos poníamos a componer en lugar de ver televisión”, recuerda Isaza. Aunque Simón es quien escribe los libros, en esencia son los dos Juan Pablo —ambos multiinstrumentistas con sólida formación musical— quienes suelen ocuparse de las letras de la mayoría de los temas, con algunas excepciones.

Pasó más de un mes hasta que volvimos a verlos. Casi en Navidad. Llegamos a Ciudad de México el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe. Fueron días intensos. Impresiona ver todas las cosas que tiene que hacer un grupo como Morat antes de una actuación. Decenas de entrevistas, una rueda de prensa, pruebas de sonido y la supervisión del montaje del escenario, con todo su tonelaje de anatomía y hierro. Eran días importantes: decimotercer aniversario de la banda, primer concierto retransmitido en streaming (por Disney) y fin de la gira.
Toda persona con la que se cruzaban parecía tener un pretexto para hablar con ellos. Tanto requerimiento hizo que la segunda parte de la entrevista se fuera aplazando: primero unas horas, luego un día, hasta que al final la hicimos en la mañana previa al último concierto de la gira, en uno de los últimos pisos del hotel Hyatt. Entraba una luz radiante, como si la mañana se abriera de par en par, sin embargo, tras recorrer 19 ciudades en 14 países y dar dos conciertos de casi tres horas, la banda tenía un aire abatido, casi crepuscular.
—¿Qué pesa más: la pena de que se acabe la gira o las ganas de que termine?
—Hoy, las ganas —dice Martín—. Pero en cuanto pase, dentro de tres semanas, todos vamos a querer volver.
—Me alegra que termine, porque ya hicimos esto y, desde mañana, empieza el recuerdo —comenta Villa—. No siento nostalgia ahorita. Prefiero pensar que se suma a nuestra historia como banda.





A una idea le falta grandeza si no está encarnada en un número, y a Morat le sobran. Su gira Los Estadios concluyó con más de un millón de entradas vendidas. Son la primera banda latina en conseguir ocho sold outs consecutivos en México y en llenar el antiguo Foro Sol tres noches seguidas. Viajan con una pantalla led de más de 800 metros cuadrados, a la altura de producciones de grupos como Coldplay o U2. Además, batieron el récord Guinness de mayor número de personas en pijama reunidas en un solo lugar, gracias al entusiasmo de sus seguidores.
Al menos en México, la mayoría de quienes llegaron al estadio eran chicas de entre 15 y 20 años. Gritan, ríen, lloran y pasan de la alegría al desconsuelo en un instante. Emocionaba ver cómo algunas, desde una grada a unos 70 metros del escenario, sostenían durante todo el concierto un cartel pidiendo a Martín una de sus baquetas o confesando su amor a Villa. Sin que suene despectivo: aquí, Morat es una boy band.
—Es curioso, cuando empezamos queríamos que viniera gente no tan joven y más hombres —comenta Isaza en la entrevista—. Luego creceremos, empezarán a venir más hombres adultos y en algún punto seguro pensaremos: mierda, ojalá viniera más gente joven.
Antes de atravesar el enredijo de pasillos que lleva al escenario, Morat formó un corro junto a los dos músicos que los acompañaron en el concierto. La última hora la habían pasado tranquilamente en el camerino, arropados por amigos y familiares. Cada uno tiene su propio ritual: Simón hace yoga, a Villamil le gusta cenar algo, Isaza prefiere esperar a después porque no le gusta cantar con el estómago lleno. A Martín siempre se le ve relajado. Es, sencillamente, alegre y cercano.
—¿Cómo se sobrelleva levantarse cansado el día de un concierto?
—Creo que el talento está en sacar fuerzas de donde no hay —dice Isaza—. En esa horita previa, ya entras en la idea de “hay que meterle ganas”.
—El cuerpo humano es agradecido en ese sentido —añade Villa—. Uno puede estar fatal, pero no se derrumba en plena gira. Llegas a casa y ahí sí te enfermas, pero durante la gira vives al borde, siempre al borde.
—Lo bueno de ser cuatro —concluye Martín— es que nos cubrimos entre nosotros. Si uno está al 70%, otro da el 130%.

El concierto arrancó con ‘Cómo te atreves a volver’, su tema más emblemático, que supera los 300 millones de reproducciones en YouTube. Morat aterrizó sobre la pista de forma clara y rotunda. Se movieron de un lado a otro, mientras una multitud de manos intentaba alcanzarlos. Aparecieron mariachis. Simón, el gran showman del grupo, alzaba el bajo en el cielo con el porte de una estrella de heavy metal. Iba tan sobrado que, justo cuando el confeti inundó la pista, recordó la petición del fotógrafo de que saltara. Y la foto es histórica.
—En un concierto así, ¿qué margen queda para la improvisación?
—Para este final de gira queríamos reducir al mínimo la improvisación, sobre todo por el tema del streaming —responde Isaza—. En algún punto nos gustaría volver a esa libertad musical que da la falta de ataduras de producción. Un concierto de Bruce Springsteen es un escenario, amplificadores, el tipo tocando tres horas y media, y la gente se lo come. Nos pasa mucho que alguien viene a vernos y lo primero que menciona del concierto es la pólvora. Es algo muy curioso.
Van a pasar las Navidades con sus familias, que se conocen entre ellas desde que sus hijos eran pequeños, y los han visto convertirse en la banda en español más grande del mundo. “Para ellos fue un asombro tras otro”, dice Isaza. “Cada vez pasaban cosas más impresionantes y no sabían cómo gestionarlo. Para mis papás por lo menos, todas las etapas se desbloquean como una hazaña que para ese momento es insólita”.

—Para terminar, ¿son felices?
—Sí, yo creo que sí —dice Villa—. Hay muchos momentos en que nos obligamos a verlo. Esta gira nos ha recordado que vivimos un sueño, con todo el esfuerzo y el trabajo que conlleva.
—La balanza es cien por ciento positiva —recalca Martín—. Hay mucho trabajo y sacrificio detrás, pero si lo miras con perspectiva, pesa más lo bueno.
—No sé si usaría la palabra “feliz”, tal vez diría “tranquilo” —añade Simón—. Para mí, la tranquilidad puede ser mucho más permanente.
[Silencio].
—¿Isaza? ¿Algo que añadir?
—Muchas gracias a El País Semanal.
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