Peter Sisseck, el orfebre danés del vino español
El enólogo elabora desde 1995 Pingus, uno de los vinos más caros de España. Hoy se lanza a la aventura del jerez y de los quesos de lujo
Una mañana de frescor húmedo en el Campo de Peñafiel. A las once, cuatro gatos mal contados en las calles estrechas de Quintanilla de Onésimo. Peter Sisseck (Copenhague, 1962) recibe enmascarado y locuaz. Estamos en su pequeña bodega de piedra a orillas del Duero. Es cosa de tirarle la primera pregunta, y este enólogo, ingeniero agrónomo y viticultor danés formado en Burdeos y reciclado desde 1990 en paisano del páramo vallisoletano se lanza sin freno a la conversación. Llegó aquel año para ponerse al frente de uno de los grandes riberas, Hacienda Monasterio, y sigue en ello. Pero cinco después acabaría haciendo historia con un vino propio, un vino de autor que lo iba a catapultar a la condición de rock star.
Hace 16 años, Sisseck revolucionó la Milla de Oro de la Ribera del Duero, revolucionó el panorama enológico español y revolucionó, a secas, el mundo del vino. Había nacido Pingus. El hipergurú Robert Parker, que ya lo había encumbrado en 1995 como mejor tinto joven del mundo, probó la añada 2004 y dejó caer su veredicto: 100 puntos. La perfección.
La perfección costaba 1.200 euros. Así que Sisseck, que para entonces ya llevaba nueve años vinificando y embotellando en su bodega de Quintanilla, se convirtió en el productor del vino más caro de España. Ninguna añada de Pingus (Pingus era el mote que su familia le puso de niño tomándolo de un dibujo animado danés) baja de las cuatro cifras, integrando así el selecto club de los mileuristas embotellados en España, donde figuran vinos como L’Ermita —la gema de Álvaro Palacios en el Priorat—, La Faraona, una mencía del Bierzo firmada también por Álvaro Palacios, o Teso La Monja (de la bodega homónima, en la denominación de origen Toro).
El pequeño Peter se educó oliendo y probando con su tío y con su abuelo grandes burdeos tintos de entre 10 y 20 años, y esa experiencia se convirtió para él en la vara de medir para juzgar qué es un gran vino. Pero sigue haciéndose la pregunta: “Es muy complejo decir qué es un gran vino, pero desde luego, si quieres llegar a saberlo, has tenido que haber probado grandes vinos de verdad. La verdad es que yo no sé cómo pude atreverme en 1995 a hacer algo así… porque no tenía ni zorra idea”.
Sisseck reivindica vinos elegantes y moderados, esos que no explotan en boca como bombas de relojería y que no caen en el exceso de alcohol: 13,5º o 14º mucho mejor que 15º o 15,5º. “Desde que empezamos, los mejores han sido los vinos más equilibrados, menos excesivos”. El caso es que llegó 2005, simbólica décima añada de Pingus, y su creador lo presentó en sociedad en una botella especial a bombo y platillo, “a pesar de que no me gustaba… mucho”.
De la potencia a la plenitud
Peter Sisseck ha cambiado, como también hemos cambiado quienes hemos seguido su evolución. Se puede apreciar hoy en sus vinos un enfoque totalmente distinto al de sus inicios en los noventa. Venía de Burdeos con una metodología y una visión académica. El talento innato le permitió descubrir viñedos singulares que elaboró al estilo bordelés.
Sus primeros vinos eran intensos, potentes y estructurados, de textura viscosa y firmeza tánica. Siempre ha tenido el ángel que acompaña a los privilegiados; un tacto único para realizar vinos de alta costura. En los inicios sus vinos eran orgullosos, demostrativos, evidentes. Eran los noventa, en medio del contexto de los “vinos de garaje”, y las connotaciones del lujo creaban tendencia.
Con los años fue cambiando discretamente su estilo hacia el culto a la tierra, sin renunciar a la intensidad y al dinamismo en boca. La textura táctil de sus vinos era firme, mostrando hondura. Hoy esos vinos se elevan y deslizan con brillantez. Pasó de la fruta sazonada a la uva tersa, de los aromas seductores del embiste de la madera nueva a priorizar la sutileza del suelo vivo con un abrigo más discreto incorporando toneles menos impactantes. Pasó de la madera nueva que le daba seguridad en sus inicios a la búsqueda de la energía que le aporta conexión con la naturaleza.
Más allá de la evolución visionaria en biodinámica en el subsuelo de su viñedo, el tacto de madera se ha ido mitigando hasta los últimos vinos penetrantes, elegantes, frescos. La ambición y la imposición del gesto de sus inicios han virado a la seguridad que da la experiencia sabia y el conocimiento del viñedo para la mínima intervención en la bodega. Viró del atrevimiento de imponer un estilo a saber escuchar a la naturaleza. El vino ahora es más fascinante que nunca. Va más allá del tacto, de la forma, de la estética; es un vino más envolvente, más estirado, más vivo. Peter Sisseck ha cambiado la potencia por la plenitud.
Se observa un cambio progresivo, bello, ilusionante de alguien con un talento descomunal, evolucionando de la razón a la intuición, de lo calculable a lo creativo, de la técnica a la naturalidad, de lo individual a lo relacional. De contar el viñedo a escuchar al viñedo y su entorno vivo. Los vinos se parecen a quien los hace, y se observa hoy a un Peter más holístico, más profundo, más cercano a la visión antroposófica en su forma de mostrarse. Es un cambio profundo, del hedonismo del inicio a la visión de consciencia ecológica. Ilusiona más que nunca.
Josep Roca es el sumiller del restaurante El Celler de Can Roca, en Girona. Mejor sumiller del mundo en 2005 y 2011, y premio Nacional de Gastronomía en 2004 y 2010.
—Casi dice “nada”.
—Sí, sí [risas]. No, en serio, ¿ves?, aquel era un vino excesivo.
—¿Se puede frenar el exceso de un vino? ¿Cómo se hace?
—No se puede fabricar un vino, hay que acompañarlo, modularlo, quitarle los excesos que traen el calentamiento y el cambio climático, que son un hecho.
No han faltado quienes le han acusado de hacer “vinos para Robert Parker”. Vinos estruendosos —los del gusto de Parker— a los que Alice Feiring, la influyente crítica de vinos en publicaciones como Time y The New York Times, llegó a calificar de “caldos grandilocuentes y espesos, verdaderas bombas frutales” en su estupendo libro La batalla por el vino y el amor o cómo salvé al mundo de la parkerización (Tusquets). “Esa acusación es absolutamente falsa”, se defiende, “yo nunca he hecho un vino para nadie, ni siquiera para los clientes, porque los clientes son millones y la única forma es hacer el vino en el que yo creo”.
El fenómeno Pingus nace en dos pequeñas parcelas, San Cristóbal y Barroso, 4,2 hectáreas de viña vieja sobre suelos arcillosos con incrustaciones de caliza situadas en la localidad burgalesa de La Horra. Él las define como “un milagro geológico”. “Hay gente que piensa que esto es fácil, que buscas una viña cualquiera y empiezas a mimarla un poco y así saldrá un vino excelente. No. Lo de esas dos parcelas es un verdadero milagro, y yo he tenido mucha suerte y alguna intuición, pero no sabía que iban a tener ese potencial tremendo durante 25 años”.
Resulta numantina su defensa de la viña vieja como patrimonio, de una viticultura ecológicamente sostenible y de los vinos biodinámicos. Para ello, presta la misma atención a la vendimia y a la selección de la uva que a los ciclos de la Luna y la sabiduría de los viejos labriegos. También es intransigente en lo que tiene que ver con la relación entre el valor real del producto y su comercialización. Muchos aficionados al vino —incluso a los vinos excelentes— no comprenden que una botella pueda costar 1.300 euros. El bodeguero danés, que lo explica mediante una brevísima alusión al viejo axioma capitalista de la oferta y la demanda, prefiere hablar de los malentendidos que en materia agrícola y vinícola él detecta en España: “En este país no se ha cuidado la forma de hacer las cosas. Y con el vino pasa igual que con el aceite: son los grandes productos de España, pero no se miman. El aceite se vende a granel a los italianos, que luego lo venden mucho más caro que nosotros. Tú pasas por Andalucía y ves miles de hectáreas de olivar, muchas de ellas tratadas con insecticidas y todas las mierdas posibles. Y la excusa es: ‘¡Es que la gente no está dispuesta a pagar lo que vale!’. Mentira. Claro, si a la gente le das la opción de un litro de aceite a dos euros y otro a cuatro, la mayoría coge el de dos euros y se gasta los otros dos en el bar. Pero a lo mejor no le cuentan que esos dos euros supone machacar el olivar y el medio ambiente”.
En ningún momento disimula Peter Sisseck el orgullo por los vinos que hace. Pero reniega de las etiquetas grandilocuentes: “Hay pocos vinos en el mundo que tengan puntuaciones tan elevadas a través de los años y por parte de muchos catadores. Y hay gente que me llama el rey Midas de Ribera del Duero. Tonterías. Lo que hay aquí es mucha atención al detalle y mucho amor al oficio.
—Y mucho curro, se supone.
—Sí…, bueno, tampoco soy un superdotado en ese sentido, ¿eh?
Teme que un día la Ribera del Duero pueda morir de éxito “por las prisas de algunos, cuando la única verdad es que el vino necesita tiempo y dedicación”. E insiste: “No existen fórmulas fijas. Si existieran, haríamos el vino siempre igual, y nosotros no hemos hecho Pingus ni una sola vez igual que el año anterior. Siempre es distinto. Solo existe la disciplina en el trabajo, la obsesión por la vendimia, por las fermentaciones, donde tenemos todo controlado casi hasta el absurdo. Trabajamos al límite, muy al detalle, y así podemos arriesgar en ciertas cosas, como el nivel de azufre, por ejemplo. Por eso le damos tanta importancia al laboratorio, no hay en el mundo nadie que tenga uno así para tan poca producción de vino”. Al fondo, en el laboratorio acristalado, dos mujeres y dos hombres enfundados en sus batas blancas se afanan entre ordenadores y pipetas de ensayo.
Inquietud + trabajo + prudencia + I+D = éxito. Así podría establecerse la ecuación sobre la que se cimenta Dominio de Pingus. “Siempre he procurado no hacer cosas frívolas, primero porque desde hace tiempo he visto a bastante gente cometiendo extravagancias en este mundillo. Y eso ha permitido que hayamos llegado a una situación como esta de la pandemia y que el impacto sea menor”.
Peter Sisseck se ha permitido, en este contexto de incertidumbre, acometer otra aventura. Además de producir los vinos Pingus, Flor de Pingus (en torno a 120 euros) y Psi (en torno a 30), acaba de lanzar su primer vino de Jerez, Viña Corrales, producido en el pago de Balbaína, del que ha hecho una saca de apenas 1.500 botellas al precio de 36 euros. Para emprender esta aventura jerezana, el enólogo y bodeguero danés se ha asociado con su amigo Carlos del Río, uno de los propietarios de las bodegas Hacienda Monasterio en Pesquera de Duero (Ribera del Duero). En cinco años lanzarán su segunda marca, Viña Cruz, elaborada en el pago de Macharnudo. “Los vinos de Jerez son los mejores blancos de España, pero la gente no los considera vino, sino un simple aperitivo, lo mismo que pasó durante muchos años con el champán”. Y eso no es todo. Desde hace un año, produce y comercializa queso en su Granja Alnardo, cerca de Quintanilla: 20 hectáreas en las que sus inquilinas, ocho vacas de la raza Montbéliarde, producen 220 litros de leche al día que se convierten en seis quesos de pasta lavada y alta gama.
Ya se difuminan los ocres del otoño sobre la viña, desnuda y solitaria tras la vendimia. Está más que satisfecho con su nueva creación, con “el Pingus de la pandemia”: “Acabamos de hacer el 2020, que ya está fermentado y seco. Y lo veo muy bueno. Pese a que ha sido un año complicado, hemos vendimiado pronto. Empezamos el 10 de septiembre y vendimiamos todo en 10 días. Hay mucha calidad”. No es históricamente nuevo que en un contexto de dificultades de todo tipo, como en este 2020, se produzcan vinos fantásticos. La prueba es la gran añada 1937 —en plena Guerra Civil— que ofreció La Rioja. “Algunos de los grandes vinos de verdad que yo he probado son de aquel año: Monte Real, Viña Real…, extraordinarios”, recuerda.
Danés afrancesado, amante del flamenco y los caballos, conversador infatigable, transeúnte solitario del Camino de Santiago, lector de la Biblia y el Corán y de cualquier buen tratado de historia, afincado desde hace seis lustros entre las lomas de la Ribera del Duero, desde donde no duda en coger a veces su imponente Volvo y conducir hasta Dinamarca para ver a su familia, Peter Sisseck tiene, como tantos, sus heridas interiores. La peor de todas llegó en 2013 en forma de una terrible llamada telefónica. Su hija Alexandra, de 20 años, había sido atropellada por un coche en Dinamarca. Fallecería poco después. Él la despidió, la lloró y luego vendimió, vinificó y distribuyó su Pingus 2013. Ni la trágica peripecia personal le impidió sacar adelante la añada.
No había ocurrido lo mismo 11 años antes, en 2002, cuando, ante lo que él consideró evidente falta de calidad del producto, el vino no salió de la bodega. La única vez en 25 años que Pingus ha faltado a la cita con su pudiente clientela. “Lo hice como un acto de valor simbólico”, confiesa hoy el viticultor danés, que cada año tiene toda su producción —entre 7.000 y 9.000 botellas— vendida de antemano, un 80% de ella fuera de España. Probablemente no hará lo mismo cuando se jubile. Ese día se guardará para él el vino que haga. Ya se lo confesó al periodista en aquel verano de 2006: “Mi plan: retirarme aquí, en la Ribera del Duero, con una casa y tres barricas de vino, solo tres, donde haré el mejor vino del mundo”.
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