Todas las orillas del Duero
La Denominación de Origen Ribera del Duero cumple 35 años. Desde su fundación, la zona pasó de arrancar viñas a albergar bodegas que son marchamo de calidad. Una tierra singular donde conviven casas históricas con vinos de culto y festivales regados con calimocho.
AL PRINCIPIO, las protestas saltaban como ranas de boca en boca.
—Sacrilegio, no tiene otro nombre.
—¡Calimocho con un ribera!
—Dios mío, ¡y en vasos de plástico!
A Javier Ajenjo aún le da la risa al recordarlo. Y eso que hace ya una década que el Sonorama, el festival que montó en 1998 en su pueblo, Aranda de Duero (Burgos), se alió con el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero para convertirlo en su principal patrocinador. Echando la vista atrás, la simbiosis parecía obligada. Qué mejor maridaje que una dosis de indie regado con un buen vino. Aunque sea rebajado con un refresco. En el Sonorama, esta fusión lo mismo se da de noche, entre conciertos de Amaral o Belle and Sebastian, que de mañana durante las visitas y catas que organizan a bodegas de la zona. Así es como en los cinco días de agosto que dura el evento se han llegado a despachar 20.000 botellas, generando un impacto económico que en 2017 la consultora Kantar Media estimó en 9.980.762 euros. “Es un proyecto que acerca el vino y su cultura a 25.000 jóvenes al día durante el festival”, presume su director, un tipo vivaracho que también gestiona junto a dos socios y amigos de la infancia su propia bodega, Neo. “Además, ¿por qué tomar un calimocho en Nueva York es cool y aquí es quinqui?”, protesta, convencido del potencial del combinado autóctono de su tierra, el Ribermocho. “Estos caminos, que antes eran herejías, hay que empezar a andarlos. Si a los jóvenes les gusta el trap, Ribera del Duero tiene que hacer trap. No queda otra: tú verás si quieres estar en el mundo”.
En un país como España, tercer productor del mundo por detrás de Italia y Francia (con una previsión de 33,5 millones de hectolitros en 2017, según datos de la Organización Internacional de la Viña y el Vino), el consumo anual por habitante se sitúa a niveles muy por debajo de otros territorios: en 2015, la cifra se quedó en 21,26 litros. El número uno del listado, el Vaticano (España es el 33), alcanzó los 54,26 litros por cabeza. Así que no es de extrañar que, ante estos datos, surjan iniciativas para dar a conocer las bondades del vino entre las generaciones venideras.
Las más de 22.000 hectáreas de la Ribera del Duero se extienden por Burgos, Valladolid, Soria y Segovia
Fundada hace 35 años y establecida como la segunda denominación de origen de España por detrás de Rioja, si de algo puede presumir Ribera del Duero es de contar con un pasado de una solidez incuestionable. Tanto como los restos que se han hallado en el yacimiento arqueológico de Pintia (Padilla de Duero, Valladolid), que demuestran que a orillas del Duero ya se tomaba vino en vasija al menos desde el siglo IV antes de Cristo. Hoy, los límites de esta región se dibujan en torno al curso del río a lo largo de unos 115 kilómetros, con un jalón en Roa de Duero (Burgos). En esta localidad quieta y abierta a esos inmensos cielos castellanos se levanta un moderno edificio horadado de ventanas circulares que lo cubren como lunares, en el que se aloja la sede del Consejo Regulador. Allí se sitúa —aproximadamente— el centro geográfico de la demarcación, 22.552 hectáreas repartidas entre Burgos (con el 73,45% del viñedo), Valladolid (20,34%), Soria (5,50%) y Segovia (0,71%), donde se cultiva mayoritariamente la variedad de uva tempranillo o tinta del país.
Actualmente encabezado por Enrique Pascual, el Consejo Regulador tiene por mandato articular y responder a las necesidades y demandas de más de 300 bodegas. “Nuestra situación geográfica, nuestro clima, nuestra tierra solo nos permiten una opción: hacer las cosas bien”, apunta el directivo. “Ese es nuestro mercado: nosotros no podemos ir al volumen. Por eso en la Ribera somos líderes en control de calidad”. Para llegar hasta aquí han tenido que sortear todo tipo de obstáculos, empezando por unas negociaciones iniciales que se fraguaron aún con la verja de la dictadura echada. En los sesenta, en un contexto donde la uva se cultivaba a nivel familiar, para consumir en casa (también como postre) y si acaso vender el excedente, comenzaron a surgir las primeras iniciativas comerciales en la zona. Para 1975 ya se habían pronunciado las palabras “denominación de origen” en boca de tres empresarios, hoy fallecidos: Jesús Anadón, de Vega Sicilia; Pablo Peñalba, de Torremilanos, y Anastasio García, de Bodegas García de Aranda. Para cuando formalizaron el experimento en 1982, ya existían otras denominaciones de origen en España, como Jerez o Rioja (ambas creadas mucho antes, en 1932), pero el campo aún estaba lleco. Protos, la cooperativa más antigua de la zona (1927), cedió entonces el nombre que usaba comercialmente: Ribera del Duero. “Creo que fue un acuerdo del que se beneficiaron todas las bodegas”, opina Edmundo Bayón, presidente de Protos, que tras toda una vida de pámpanos a racimos se jacta de haber contribuido, junto con sus colegas de profesión, a convertir la marca de la Ribera en un sinónimo de buen hacer. “El crecimiento ha sido constante y hemos conseguido que se nos asimile como un vino de calidad”, señala. “Pero se echa mucho en falta un plan estratégico para vender los vinos fuera. No entiendo cómo uno de los sectores más potentes de este país no se cuida desde las instituciones”.
Otro grande de la Ribera, el propietario de Bodegas Pesquera, Alejandro Fernández, reconoce lo improbable que pintaba el proyecto en sus comienzos. “Entonces se estaba arrancando viña porque no era rentable”, subraya. A pesar de ello, la suya fue una de las nueve bodegas que para 1982 formaban parte de la Denominación de Origen Ribera del Duero. Aún hoy, a sus 85 años, Fernández no ha perdido ni un ápice de su amor por el vino ni la simpatía que le llevó a promocionarlo por el planeta. “Yo no tenía ni un duro, pero inventé la primera cosechadora de remolacha de España, y aquella patente me dio el dinero para hacer lo que quería”, recuerda, reunido en un restaurante de Peñafiel (Valladolid) con compañeros de viaje como Adolfo, Manuel y Benjamín, hermanos y fundadores de las Bodegas Pérez Pascuas, o Javier Zaccagnini, antiguo director del Consejo Regulador y actualmente a cargo de Bodegas Aalto y Sei Solo. Lo que quería Fernández, claro, era trabajar la viña. Incluso a pesar de que sus vecinos, en aquella época ajetreados con otros cultivos, le miraban con cara de estar cometiendo el error de su vida. “Se reían de mí: ‘¿Dónde irá este a poner cepas en el monte?’. Y mira, he estado vendiendo vino desde Chicago hasta la isla de Margarita, lugares a los que de otro modo jamás podría haber ido”. En el camino, personajes del relumbrón de Julio Iglesias, los prebostes del Vaticano o representantes de la Casa Real han contribuido a auparle como “el rey del tempranillo”. Y a impulsar con su fama la promoción de la Ribera por el globo. “Entonces nadie tenía marketing ni comunicación, así que hacía falta fuerza de voluntad y no ponernos nerviosos”, apunta Benjamín Pérez Pascuas. Entre la remembranza de anécdotas ocurridas en embajadas lejanas y las risotadas provocadas por la memoria de episodios rocambolescos desatados en el transcurso de vuelos transoceánicos, salta a la vista que entre los bodegueros existe una cordialidad que no siempre reina en los entornos empresariales. “Considero a las otras bodegas mis maestros y mis amigos”, dice Zaccagnini, originario de Cádiz, a quien replica Manuel Pérez Pascuas: “Hemos sido todos familia”.
Si estos precursores sentaron las bases para hacer de la Ribera un marchamo de calidad, sus descendientes —en sentido figurado— han cogido el testigo para forjarse un destino propio. Algunos, como Cillar de Silos, son pioneros en la recuperación de antiguas bodegas subterráneas. Otros, como Dominio de Atauta, hallaron en la ribera soriana un entorno casi inexplorado en el que crear vinos fundamentados en el terruño, así como una buena cantidad de viñas viejas capaces de aportar una valiosa riqueza genética. Jóvenes pero sobradamente preparadas promesas como Dominio del Águila están recuperando lo más típico de la zona, el clarete. “Tenemos uno de los mejores vinos del mundo, pero hay que saber venderlo fuera”, propone Óscar Aragón, de Cillar de Silos. “¿Sabes lo que me llamó la atención cuando llegué a España en 1999?”, le interpela Bertrand Sourdais, vigneron del Loira que primero fue enólogo en Dominio de Atauta y después fundó, también en Soria, Antídoto y Dominio de Es. “Un tomate. Me pusieron para comer un tomate pelado con sal y aceite, y eso para un francés no existe. Fue un momento de emoción: ahí me di cuenta de todo el sol que tiene este país, el clima, el entorno. Fue mi flechazo con España, y luego he ido descubriendo que es un tesoro olvidado”. Sentado junto a ellos en un mesón arandino, frente a un cordero lechal y unos riberas, Jorge Monzón, de Dominio del Águila, interviene: “Cada uno a nuestro nivel estamos intentando poner en valor la tierra y las personas que viven aquí”. Recuperar las tradiciones y a la vez bregar por la excelencia tiene para él todo el sentido en ese contexto: “En mi casa se ha bebido siempre clarete. En Burdeos, los vinos típicos no eran tintos, sino clairets. En Borgoña, hace 80 o 90 años, también. Antiguamente estos eran los mejores vinos. Así que después de estudiar en Francia, cuando vienes a tu tierra, ¿por qué no apostar por el producto que te gusta y que ves que tiene un futuro increíble?”.
En el abanico de bodegas que componen hoy la Ribera, entre aquellos osados fundadores y los no menos atrevidos jóvenes valores hay algunas varillas que, por su solidez, han contribuido a sujetar la tela. Es el caso de casas históricas como Vega Sicilia, fundada en 1864, cuya fama internacional habría hecho innecesaria su participación en la DO, que aun así impulsaron. Más reciente es el ejemplo de Pingus, un proyecto de Bodegas Dominio de Pingus encumbrado como vino de culto, con una producción de unas 6.000 botellas cotizadas a razón de 1.000 euros cada una: uno de los tintos más caros de España. “Cuando llegué aquí, ya había visitado muchas viñas en el mundo”, explica su artífice, el enólogo danés Peter Sisseck, que contaba con un amplio bagaje adquirido en regiones como Burdeos y California cuando aterrizó en Castilla en 1990. Cuando dio con esta pequeña parcela de unas cuatro hectáreas y media en Quintanilla de Onésimo (Valladolid), su intuición le dijo que había encontrado el terroir con el que siempre había soñado.
“La altitud sobre el nivel del río tiene que ser óptima. También debe tener un aire bueno y es importante que los suelos no sean demasiado fértiles”, ilustra sobre las cualidades óptimas de un viñedo. “De todos modos, es una sensación difícil de explicar, que también tiene que ver con un golpe de suerte: el primer año que hice Pingus fue un experimento, como buscar un diamante”. El veredicto del poderoso crítico Robert Parker, que cató aquella añada de 1995 sin terminar y sentenció que era uno de los mejores tintos que había probado, seguramente ayudó a alimentar el fuego del mito. La mirada ambidextra a tradición y modernidad indudablemente contribuye: perfeccionado en un laboratorio puntero, Pingus es a la vez un vino biodinámico y ecológico: hasta la tierra de donde nace se ara con mulas. Con diferentes concepciones, ese espejo de doble faz, de lo nuevo apoyado sobre lo viejo, es donde se refleja toda la Ribera. Con sus muchos logros, también con sus limitaciones y fallos. “Aquí hay cosas en exceso: mucho alcohol y mucho tanino, porque la tempranillo es complicada de vinificar”, reconoce Sisseck, que lamenta que en los últimos “20 años” se haya arrancado “mucha viña vieja”. A la que él recurre. La que da menores cantidades, pero unas calidades estupendas. “En cualquier caso, la Ribera se ha profesionalizado de una manera espectacular”, alaba. “Y se trata de una zona joven, así que todavía queda mucho por aprender”.
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