El viñedo español contrataca
LA REVOLUCIÓN del vino español nunca tuvo un manifiesto fundacional. Algo que sí hizo la gastronomía cuando, reunidos en Madrid un grupo de cocineros (desde el joven Juan Mari Arzak hasta los consagrados Raymond Oliver y Paul Bocuse) en diciembre de 1976, llevaron a cabo la botadura oficial de la Nueva Cocina Vasca y establecieron su papel de motor de todo lo que comenzaba a suceder alrededor del comer y beber en aquel país en proceso de cambio. Entre sus postulados había algunas ideas clave: la promoción y rescate de las cocinas regionales, de su originalidad y diferencia; la necesidad de conseguir una continuidad entre la tradición y la modernidad; la elección y uso de alimentos frescos y cercanos; la reivindicación de la cocina de mercado y temporada; la apuesta por el aceite de oliva. Y lo que más nos ocupa: “La defensa de los vinos de calidad a través de una mejor educación de los profesionales y sus clientes”. Personalidad, proximidad, producto de calidad, respeto al pasado y buenas enseñanzas. Comenzaba la transición en las viñas y los fogones. Aquellos principios continúan hoy estando vigentes.
Diez años más tarde, en 1987, esa andadura alcanzaba su primer gran éxito: la concesión a un restaurante madrileño de su tercera estrella Michelin. Era la primera vez que un establecimiento español conseguía ese reconocimiento. Zalacaín era un local en cuya coreografía el vino ocupaba un lugar central; donde su sumiller, Custodio Zamarra, ataviado de frac, con un elegante mandil de cuero y un pequeño cuenco de plata al cuello, concitaba la atención del comedor cada vez que abría, olfateaba y degustaba una botella mítica. El reverso era que la gran mayoría de esos vinos eran franceses. Entre los españoles solo estaba a su altura el inmenso Vega Sicilia. Y a su zaga, nobles riojas de viejo cuño, López de Heredia, Imperial y Marqués de Murrieta, y algún blanco de Torres. Poco más. Todo hay que decirlo, tampoco la demanda de grandes caldos entre su clientela era desmesurada: solía apostar por el vino de la casa, un discreto rioja de Cune. El vino pintaba poco en las facturas de aquella media docena de míticos restaurantes (Arzak conseguía su tercera estrella en 1989) que ya estaban cambiando el panorama gastronómico de España.
¿Qué ocurrió para que el vino, ese hermano pobre de la alta gastronomía, se convirtiera en un objeto de deseo mundial?
El big bang del moderno vino español se puede situar en 1985, con el ingreso del país en la UE y la consiguiente libre circulación de ideas, productos y servicios. Ahí se inició su leyenda. A partir de ahí surgirían varias generaciones de locos que resucitarían viñas; las trabajarían con mimo y paciencia, y harían grandes caldos en los rincones más insospechados del territorio (incluidos Baleares y Canarias); en laderas inaccesibles, lechos pizarrosos y eriales donde nada más que la sufrida vid podía subsistir. Vinos que no se parecían a nada; eran reflejo de una tierra, clima, historia y forma de ser. Vinos irrepetibles en los que el productor se limitaba a gestionar lo que le ofrecía la viña. Y que iban a asombrar a la crítica y al público.
Los prioratos de posguerra eran negros y rudos; los del Bierzo, ácidos; los de Toro, de camionero; los de Ribera, claretes.
Hasta entonces, el panorama había sido desolador. Si a finales del siglo XIX la plaga de la filoxera había esquilmado el viñedo español, la Guerra Civil, el hambre y el éxodo rural lo habían condenado a la mediocridad y el abandono. En la comarca catalana del Priorat se pasó de 17.000 hectáreas de viña a finales del XIX a menos de 600 en la década de los ochenta. Durante la posguerra, el viñedo era un cultivo social, regulado, de subsistencia. Una alternativa al cereal; sin pretensiones, hedonismo ni el mínimo componente artístico. Condenado al granel, ser destilado como alcohol o terminar siendo vinagre. Y como máximo, al consumo familiar en garrafas de 16 litros. Los del Priorat eran negros y rudos; los del Bierzo, ácidos e inmaduros; los de Toro, de camionero; los de la Ribera del Duero, humildes claretes; el chacolí, intrascendente; el cava, sobredimensionado; los gallegos, destinados a la destilación. Y en un plano aún inferior los invisibles de Jumilla, Yecla, Cebreros, Requena, Tacoronte o Binissalem.
España contaba con el viñedo más extenso del planeta, 1,5 millones de hectáreas; con más denominaciones de origen (70) y variedades de uva que ninguna otra región del planeta (235); era el tercer productor mundial (tras Francia e Italia); elaboraba vino desde los romanos y su territorio estaba sembrado de monasterios donde se había creado y extendido esa cultura desde el siglo XII, pero en los años sesenta no pintaba nada en el negocio del vino de alta gama, monopolizado por Francia. Y tampoco en el universo de las grandes exportaciones de vinos embotellados. En el Nuevo Mundo (Australia, Sudáfrica, Argentina, Chile y Nueva Zelanda) estaban apareciendo caldos más modernos; hechos a medida de los gustos internacionales, con más fruta, cuerpo y color, que estaban conquistando a una nueva generación de aficionados suizos, nórdicos, asiáticos y estadounidenses (los mercados emergentes). España no estaba ni entre los aristócratas ni entre los nuevos players. No estaba ni se la esperaba.
Lo peor estaba aún por llegar. En España se pasó sin escalas del vino del hambre al vino industrial. En los setenta, grandes corporaciones del sector de la alimentación tomaron al asalto La Rioja y otras tradicionales regiones vitícolas en busca de millones de hectolitros para inundar el mundo de embotellados de escasa calidad. Algo similar ocurrió en la comarca catalana del Penedès, donde se produce el 90% del cava, cerca de 250 millones de botellas al año.
La clave del negocio industrial era la uniformidad de sus productos. El elemento ejecutor, las cooperativas, que pagaban poco por la uva y renunciaban a su calidad. Mezclaban las buenas y las malas. Todas valían. Las corporaciones no buscaban originalidad, autenticidad, romanticismo ni historia; ni, por supuesto, variedades raras; querían uvas homogéneas, grandes, vulgares y en cantidad ilimitada para fabricar vinos cómodos para el consumidor. En consecuencia, en esa carrera para producir kilos, las cooperativas y los consejos reguladores acabaron con los cultivos tradicionales, mecanizaron la viña, fertilizaron y regaron; plantaron en tierras de frutales y en los vergeles a orillas de los ríos; arrancaron lo viejo y de difícil acceso (que era lo más valioso de la herencia vitícola); plantaron variedades foráneas de moda y acabaron con decenas de variedades inmemoriales de bajo rendimiento, y se lanzaron a una producción desmesurada. Rioja pasó de 80 millones de botellas a 400 millones. Al agricultor que intentaba hacer algo diferente se le estigmatizaba.
Justo lo contrario de lo que se estaba comenzando a hacer en el mundo desde finales de los sesenta, cuando un grupo de aristócratas italianos se había rebelado contra la dictadura de los chianti y colocado al margen de las denominaciones de origen, produciendo sofisticados supertoscanos que pronto alcanzaron la cotización más elevada de la historia del vino italiano.
A partir de 1971, dos riojas iban a apostar por hacer vino solo con sus viñas: Contino y Remelluri. Detrás, Artadi y Barón de Chirel.
Esa efervescencia se iba contagiando por toda Europa. En 1976, en una cata a ciegas celebrada en París para enfrentar a los vinos históricos de Burdeos con los emergentes californianos, ganaron los segundos. Conmoción. Se había iniciado la conquista de la Bastilla del vino. A finales de los ochenta surgirían en Francia, en Saint-Émilion, los carísimos vinos de garaje, donde importaba la viña y no la bodega, capitaneados por Jean-Luc Thunevin, un descarado advenedizo con su humilde Château Valandraud; a continuación aparecieron los grandes australianos, los californianos de boutique y los poderosos sicilianos y napolitanos. Sus creadores eran jóvenes, habían trabajado en viñedos de todo el mundo y estaban más unidos a la agricultura ecológica que a la enología colindante con la química. A lo largo de esa generación llegaron las primeras mujeres al negocio. Hoy, en España, María José López de Heredia, Sara Pérez, Esther Nin, Ana Martín, Marta Baquerizo o Irene Alemany son ya referencias imprescindibles.
Las réplicas del seísmo francés se dejaron sentir tibiamente en España. Algo comenzó a cambiar. En un país donde las grandes bodegas no tenían ni una hectárea de viñedo (ni una) y compraban la uva (toda), a partir de 1971 dos riojas iban a apostar por hacer vino solo de sus viñas. Eran Remelluri y Contino. A ellos se unirían Barón de Chirel, Artadi, Sierra Cantabria y Abel Mendoza. Entre todos marcaron una tendencia: los grandes vinos se hacían con grandes uvas y estas brotaban de viñedos históricos. Había que redescubrirlos y resucitarlos. Una labor que podía llevar más de 10 años antes de ganar un euro. Algo que sería evidente en Rioja con Las Beatas, el viñedo riojano de Telmo Rodríguez y Pablo Eguzkiza, hoy un vino de culto.
La década de los ochenta fue la de la insurrección del vino español. En 1982, la familia Álvarez se hacía con el inigualable Vega Sicilia (que llevaba embotellando sus tintos desde 1915) y con uno de sus miembros al frente, el abogado veinteañero Pablo Álvarez, lo convertía en un mito. Muy cerca, también en la provincia de Valladolid, Alejandro Fernández, un brujo de la vinicultura, ideaba Pesquera, un tinto diferente, con aroma, cuerpo y fruta, que encandiló en 1986 al recién proclamado gurú mundial Robert Parker. Sin embargo, mister Parker se negaría a otorgar sus 100 puntos (las tres estrellas Michelin de la enología) a un vino español hasta 2007. Ese año se lo concedió a cinco: dos eran de Rioja (Contador y Viña El Pisón), uno de Ribera del Duero (Pingus), otro del Priorat (Clos Erasmus) y el último de Toro (Termanthia). En esos días, un chef español, Ferran Adrià, conseguía la portada de The New York Times con un aire de zanahoria en su mano. La transición había concluido.
En 2007, el gurú Robert Parker otorgó por fin sus 100 puntos a cinco vinos españoles, dos riojas, un ribera, un priorat y un toro.
Pero desde finales de los ochenta la suerte estaba echada. Un puñado de hippies capitaneados por René Barbier y Álvaro Palacios resucitó en 1989 el Priorat. Era una revolución colegiada. Con esos mimbres, Quim Vila, dueño de un pequeño colmado centenario en el corazón de Barcelona, iba a marcar la futura estrategia de marketing del vino español: había que hacer cosas diferentes, singulares, con alma y en pequeñas tiradas. Atender a un público que buscaba lo que estaba desapareciendo. Vila se convertiría en uno de los más importantes distribuidores de grandes vinos españoles, contando en su cuadra con un centenar de las nuevas bodegas más excitantes.
Aquellos contestatarios del Priorat arrasaron. Para empezar, en Estados Unidos. Su modelo sería seguido y copiado en las dos décadas siguientes por otros viticultores libres, sin miedo y sin prisa. Primero crearían grandes tintos; después, enormes blancos. Y, de paso, pondrían al día cavas, jereces y vinos dulces. En Rioja, el mago sería Benjamín Romeo (Contador); en Ribera, Peter Sisseck (Pingus); en Ribeiro, Emilio Rojo; en Mallorca, Francesc Grimalt y Pere Obrador (AN); en Costers del Segre, Tomàs Cusiné (Vilosell); en Penedès, Laurent Corrio (Sot Lefriec); en Bierzo, Raúl Perez y Ricardo Pérez (Ultreia y Corullón); en Rueda, Didier Belondrade (Belondrade y Lurton); en Jumilla, José María Vicente (Pie Franco); en Campo de Borja, Jorge Ordóñez (Alto Moncayo); en Cava, Ton Mata (Recaredo); en Valdeorras, Rafael Palacios (As Sortes); en Rías Baixas, Rodrigo Méndez (Leirana); en Cebreros, Daniel Jiménez-Landi (Las Uvas de la Ira); en Tenerife, Roberto Santana (Táganan). Y así hasta llegar a los más recónditos rincones de España donde alguna vez hubo un gran viñedo. Hoy exportan hasta el 80% de su producción.
Desde entonces se han vivido modas y ha actuado la ley del péndulo: los vinos fueron más poderosos y ahora más ligeros; las etiquetas, más descaradas y ahora más estrictas. Hubo riojitis y riberitis. Y excesos de precio. Avaricia y soberbia. En Ribera del Duero se pasó de 3 bodegas a 200, y en el Priorat, de 4 a un centenar. Se han hecho cosas bien y otras no tanto. Pero el vino español es hoy el mejor del mundo en precio y calidad. Está hecho de uvas, pero, sobre todo, tiene pasión, alma y personalidad. No se puede pedir más.
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