Zaldibar: anatomía de una tragedia
El pasado 6 de febrero, una montaña de residuos equivalente a cuatro campos de fútbol se desplomó ladera abajo en el vertedero de Zaldibar, en el límite entre Gipuzkoa y Bizkaia. Dos trabajadores, Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze, fueron sepultados bajo toneladas de basura. Recorremos los escenarios del fatal suceso en busca de respuestas.
Aún no han encontrado sus cuerpos y las flores ya se han secado. Un caracol recorre el ramillete colocado frente a la entrada del vertedero de Zaldibar, en el límite entre Bizkaia y Gipuzkoa, donde dos minutos antes de las cuatro de la tarde del 6 de febrero Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán quedaron sepultados bajo toneladas de basura.
Fue cuestión de 30 o 40 segundos. Rodolfo Martín estaba allí, en lo más alto de la ladera, subido a una retroexcavadora. Y Txisko Beltrán, a solo unos metros, a los mandos de otra. Al lado estaba su hermano Joaquín, el jefe de la subcontrata encargada de organizar los residuos en el interior del vertedero, quien al sentir que la tierra empezaba a temblar les gritó que se fueran, se metió en su coche y partió ladera abajo para avisar a Alberto Sololuze, otro de los trabajadores, de que se pusiera a salvo.
No lo consiguió. Durante esos 30 o 40 segundos, Rodolfo y Txisko, de forma instintiva, extendieron las palas de sus máquinas como quien estira los brazos para lanzarse a una piscina y lograron surfear la ola de desperdicios —un millón y medio de metros cúbicos— que se deslizó ladera abajo, se partió en dos lenguas y una de ellas invadió los cuatro carriles de la autopista que une Bilbao y San Sebastián, y que en esa zona, a la altura de Eibar, soporta un tráfico diario superior a los 30.000 vehículos.
En ese preciso momento, en la puerta de uno de los caseríos más cercanos al vertedero, Luisa acababa de almorzar y estaba recogiendo la ropa tendida. De pronto, se quedó paralizada.
—Sentí un ruido grande, extraño, levanté la vista y miré a la montaña… No la reconocí.
Han pasado más de cuatro meses y la montaña sigue estando irreconocible. En una caseta de obra improvisada como sala de reuniones al pie del vertedero, un grupo de técnicos encabezado por Elena Moreno, viceconsejera de Medio Ambiente del Gobierno vasco, supervisa las labores de búsqueda de Alberto Sololuze, de 62 años, y Joaquín Beltrán, de 51. Son las 9.30 del miércoles 3 de junio y el pronóstico es de lluvias intensas en las próximas horas. Los técnicos ya se han enfundado los EPI (equipos de protección individual) y calzan botas de seguridad. Sobre la mesa han desplegado un plano de la ladera que ocupa el vertedero. La viceconsejera Moreno va señalando las cuadrículas en las que han dividido la zona del derrumbe:
—Se han delimitado unas zonas de búsqueda prioritarias donde creemos que puedan estar los desaparecidos. La B1, B2 y B3 son las más próximas a la autopista. La B4 es la más cercana al caserío. En esas zonas se trabaja muy lentamente, con mucho cuidado, con un rastrillo dotado de cámaras, como si buscáramos un anillo perdido en la playa. Todo se graba y se supervisa en directo por agentes de la Ertzaintza. Si aparece cualquier resto extraño, se paran las máquinas inmediatamente y los policías hacen la primera inspección ocular. Luego entran los perros de rescate y solo cuando el indicio es negativo —y desgraciadamente por ahora todos han sido negativos— se continúa con el rastrillado.
Elena Moreno se enteró del derrumbe mientras trabajaba en su despacho, en la sede del Gobierno vasco en Vitoria: “Serían las 16.30. Entró el jefe de inspección y me dijo: ‘Se ha caído un vertedero’. ‘¿Un vertedero de qué?’, le pregunté. ‘De residuos no peligrosos’, me respondió. Pero enseguida añadió: ‘Hay dos desaparecidos…”.
—¿Qué sintió cuando llegó al vertedero?
—Miedo. Lo primero que sentí fue miedo. Porque antes de llegar aquí ninguno podíamos hacernos una idea de las dimensiones de la catástrofe. Había dos personas desaparecidas. Se había producido un desplazamiento de más de un millón de metros cúbicos de residuos de todo tipo que estaban fuera del vaso del vertedero, derramados por toda la ladera.
¿A qué profundidad pueden estar? “Si están donde pensamos, pueden haber llegado a tener hasta 22 metros de residuos encima”
A su lado, Aitor Zulueta, director de Patrimonio Natural y Cambio Climático del Gobierno vasco, interrumpe a su jefa y aporta una observación importante para entender la magnitud del derrumbe. “Hay veces que con estas cantidades no nos manejamos bien. ¿A qué equivalen 30.000 metros cúbicos? ¿Y tres millones…? Yo me he permitido calcular el campo de fútbol cúbico. Y de lo que aquí estamos hablando es de un volumen equivalente a cuatro campos de fútbol de los grandes, con sus gradas incluidas, tipo San Mamés”. La explicación de Zulueta no puede ser más gráfica. El miércoles día 6 de febrero, a las 15.58, una cantidad de desperdicios equivalente a cuatro campos de fútbol de los grandes se deslizó ladera abajo, llevando en volandas las retroexcavadoras de Rodolfo Martín y de Txisco Beltrán, durante 50 metros al primero y unos 100 al segundo, volviéndolos a depositar a los dos sin un rasguño 30 o 40 segundos después, pero engullendo a Alberto Sololuze y a Joaquín Beltrán bajo toneladas de desperdicios.
—¿A qué profundidad pueden estar?
—Si están donde pensamos, pueden haber llegado a tener hasta 22 metros de residuos encima.
La viceconsejera Moreno continúa describiendo el paisaje de espanto con que se encontró aquella tarde: “Además de los desaparecidos, había un aviso de lluvias inminentes, con el consiguiente peligro de que provocara nuevos derrumbes. Otra preocupación enorme era que los lixiviados [los líquidos residuales, generalmente tóxicos] se filtraran a los pozos y afectara a la población. Los cuatro carriles de la autopista que une Bizkaia con Gipuzkoa estaban cortados, dejando prácticamente incomunicadas a las dos provincias. Y lo más urgente era que teníamos que encontrar a dos personas enterradas en la basura sin poner en riesgo a otras, y eso era prácticamente imposible porque el terreno se había vuelto inestable y la noche se echaba encima. El metano seguía saliendo y pronto empezaron los fuegos y la alarma en las poblaciones vecinas por la contaminación del aire. La situación realmente era escalofriante. Y sí, sentí miedo”.
Se hace el silencio.
Un minuto antes de subir al vertedero para supervisar los trabajos de búsqueda, el ingeniero Javier Urgoiti, de la empresa Saitec, abre de nuevo su tableta electrónica y enseña un plano 3D donde va señalando con un dedo la galería de los horrores.
—Aquí teníamos maquinaria que estaba cayendo, excavadoras medio hundidas, coches… Un poco más allá se había abierto un talud de 80 metros de profundidad y estaba saliendo metano. Ahí se puede ver el coche de uno de los desaparecidos, y más allá, una retroexcavadora de 30 toneladas volcada como si fuera de juguete… La capa de residuos que cayó sobre ellos era de 16 o 18 metros de media, lo que viene a ser un edificio de cinco o seis plantas… Los caminos estaban destrozados y aquí nadie se atrevía a entrar. Los prismas de topografía para ver si la montaña se seguía moviendo hubo que colocarlos desde helicópteros. Es que daba mucho miedo. Parecía que estábamos en una película. Era como un glaciar… Pero es imposible imaginar la magnitud de todo esto sin verlo. Subamos.
Las casetas de obra donde se ha instalado de forma provisional el centro de rescate están a la entrada de Eibar, a pocos metros de la entrada a una calle angosta, sin ninguna señalización, que era el único acceso al vertedero propiedad de Verter Recycling, más conocido en el sector por El Agujero. En parte por su ubicación —una ladera medio escondida entre los municipios de Zaldibar, Eibar y Ermua— y, sobre todo, por la sospecha de que allí cabía todo, cualquier tipo de residuo y a unos precios sin competencia. Lo que queda fuera de toda duda es que era un negocio redondo. Empezó a funcionar en 2011 y en los primeros seis años facturó 30 millones de euros con una plantilla fija de seis empleados, entre ellos dos trabajadores de Malí, Mamadou y Abdul, que hacían las tareas más duras, como manipular el amianto o quedarse a vigilar la explotación durante la noche y los días de fiesta.
Han pasado cuatro meses desde el derrumbe y el espectáculo que se divisa desde lo alto del vertedero sigue siendo sobrecogedor
El beneficio para el dueño, José Ignacio Barinaga, apodado El Conde de Eibar por su habilidad para hacer negocios de todo tipo y codearse con los dirigentes políticos de la zona, fue de 7,8 millones entre 2012 y 2017. Se desconocen los datos económicos de 2018 y 2019, pero se sabe que la cantidad de residuos almacenados en esos dos años superó las 500.000 toneladas, a un ritmo tal que un vertedero abierto hace solo nueve años y cuya vida útil estaba prevista hasta 2046 ya solo tenía espacio hasta 2022. Durante los últimos tiempos ya andaba Barinaga, a sus 75 años, comprándoles a los vecinos de la zona sus plantaciones de roble americano para intentar que la Consejería de Medio Ambiente, que le había sancionado o advertido de sanción en 23 ocasiones, le permitiera ampliar la explotación o abrirla en unos terrenos adyacentes. La empresa Verter, a través de sus asesores de comunicación, ha rechazado dar su versión de los hechos para este reportaje. “El viejo Barinaga”, explica un antiguo trabajador de Verter, “estaba siempre pendiente y llamaba con frecuencia. Incluso cuando se iba de vacaciones a Málaga, supervisaba el movimiento de los camiones a través de las cámaras y, si veía algo que no le gustaba, cogía el teléfono y echaba la bronca”. Hace unos meses, tras reponerse de una enfermedad grave, volvió por el vertedero. Los trabajadores lo veían supervisándolo todo y dando órdenes desde una silla de ruedas que empujaba el maliense Abdul.
Han pasado cuatro meses desde el derrumbe y el espectáculo que se divisa desde lo alto del vertedero sigue siendo sobrecogedor. Tenía razón el ingeniero Urgoiti cuando decía que solo poniendo los pies sobre los miles de toneladas de residuos es posible hacerse una idea de la magnitud del derrumbe y de la complejidad de las labores de rescate. Los operarios de la constructora Moyua, adjudicataria de los trabajos de rescate, peinan el terreno con dos enormes rastrillos y la mirada fija en las cámaras instaladas en los brazos mecánicos por si apareciera algún rastro de Alberto o de Joaquín. Muy cerca, agentes de la Ertzaintza vigilan cada movimiento y lo registran con cámaras sujetas por trípodes. Más arriba, desde el interior de una furgoneta de la policía autónoma vasca, otro agente ve por los monitores primeros planos de la basura removida. El ertzaina Iñaki acaba de traer a su perra Sei, que nada más salir del vehículo de la unidad canina mete el rabo entre las patas y se pone a ladrar. “No le gustan los truenos”, explica el agente mientras la tranquiliza, “pero sobre todo se siente incómoda con el olor de la basura y los gases…”. Ahí abajo, en algún punto de este desnivel de vértigo que desemboca en la autopista, estarán los restos de Alberto y Joaquín.
Llueve con fuerza hasta convertir el suelo en un fango espeso, hecho de tierra y todo tipo de residuos. Los restos de un todoterreno Land Rover han quedado reducidos a un revoltijo de chatarra del tamaño de un sillón. En el borde mismo de un talud, como un vigía del abismo, el operario Porfirio, enfundado hasta las cejas en un mono impermeable de color azul, aguanta el chaparrón a pie firme. Su función es solo esa, hacer de poste humano para que los conductores de los camiones y las excavadores no se precipiten al vacío. Desde un poco más abajo arranca la grieta en forma de tobogán que el vertido fue abriendo hasta desembocar en la autopista. Al otro lado, de pie en la puerta del caserío Oletxe, su propietario, Agustín Saiz, explica que no se dio cuenta del alud que se les venía encima.
—Yo estaba en el bar de ahí arriba, tomando el café de después de comer. Y mi mujer y mi cuñada estaban aquí, viendo la televisión, pero tampoco se enteraron. Ahora solo podemos pasar aquí el día, porque de noche las autoridades no nos dejan por miedo a que haya nuevos desprendimientos. Han pasado ya cuatro meses, la autopista está abierta, pero nosotros tenemos que seguir marchándonos cada noche a dormir a Eibar.
El día del derrumbe, Joaquín Beltrán había almorzado como de costumbre junto a sus seis trabajadores —entre los que se encontraba su hermano Txisko, su hijo Fran y su sobrino José María— en la cafetería de Eroski en Eibar, a pocos metros de la entrada del vertedero. Además de dueño de una pequeña empresa de excavaciones y construcciones —subcontratada por Verter Recycling para gestionar los vertidos—, Joaquín Beltrán ejercía de patriarca de una familia que emigró al País Vasco desde la localidad malagueña de El Burgo. Era el mayor de ocho hermanos y se hizo cargo de la familia cuando el padre murió aún joven. Se instaló en Zalla, una localidad vizcaína de 8.400 habitantes situada en Las Encartaciones, casi en el límite con Burgos. Desde allí recorrían los Beltrán cada día los 66 kilómetros que los separaban del vertedero.
Aunque de natural alegre, desde hacía unos días su carácter se había ensombrecido. Andaba preocupado porque había advertido unos movimientos de tierra extraños y se lo había comunicado a la dirección de Verter Recycling. Según él, no le dieron demasiada importancia. De hecho, en un informe elaborado tras el accidente y remitido al Gobierno vasco, los responsables de la empresa reconocen que el martes día 4 “el jefe de la contrata de los trabajos de aplanamiento [Joaquín Beltrán] se acercó a la oficina para hablar con el director técnico y le trasladó que había descubierto algunos cambios en diferentes puntos del vertedero”. Verter Recycling asegura en ese informe que se puso en contacto con Geyser HPC, la empresa de ingeniería autora del proyecto de sellado de una parte del vertedero, y que tras efectuar una visita llegaron a la conclusión de que las grietas podrían deberse “a pequeños asentamientos diferenciales del vertedero entre zonas de mayor y menor potencia de residuos”. Y añade el informe: “Hay veces que la masa se recoloca y se da un movimiento y ya no se mueve más”.
Esta vez fue distinto. Muy distinto.
Joaquín Beltrán lo presintió hasta tal punto que decidió apartar sus máquinas hasta que la situación se aclarara. Así se lo explicó a sus empleados durante el almuerzo en la cafetería de Eroski y partió al vertedero con la intención de comunicárselo a los demás. Aquel día estaban trabajando allí unas 15 personas, 7 de la empresa de Beltrán y los demás de Verter. Todos han declarado ya ante la Ertzaintza, quien investiga los hechos por orden de un juzgado de Durango. La irrupción de la pandemia de la covid-19 obligó a parar una parte de las investigaciones, pero ahora empiezan a conocerse detalles que no hacen más que confirmar las sospechas de que los métodos que se seguían en El Agujero no eran demasiado ortodoxos.
“Es increíble poner un vertedero en la falda de una montaña, con una vaguada de una pendiente tan pronunciada”
Los investigadores de la Ertzaintza advierten de “indicios de criminalidad” en la gestión del vertedero y llegan a vincular “las actuaciones irregulares” con el derrumbe que costó la vida a Joaquín y Alberto. La policía ha descubierto que Verter llegó a almacenar amianto sin el visto bueno preceptivo de la Inspección de Trabajo, que en sus instalaciones “se estaban eliminando todo tipo de residuos” y que al parecer había empezado a ampliar los límites del vertedero a las bravas, sin los permisos correspondientes del Gobierno vasco.
—Mi hermano murió para salvarnos a todos.
De pie sobre la ladera de enfrente del vertedero, con la autopista de por medio y una vista despejada de los trabajos de búsqueda, Txisco Beltrán vuelve una y otra vez a la tarde del 6 de febrero y a los días amargos que siguieron, cuando la esperanza de encontrar con vida a su hermano Joaquín se iba extinguiendo. Si hay una cuestión en la que casi todas las fuentes están de acuerdo —unas de forma más rotunda y otras con matices, unas a voz en grito y otras pidiendo confidencialidad— es que las primeras horas, y aun los primeros días tras el derrumbe, fueron un caos. El primer fallo —aunque también el más comprensible — fue el de la búsqueda en los primeros momentos, al principio a la desesperada, sin orden ni concierto, y luego suspendida de forma abrupta por bomberos y policías al ser informados de que había amianto en un vertedero destinado precisamente a almacenar amianto. El segundo despropósito fue la manera de atacar los fuegos, a base de helicópteros con agua, que conseguían el efecto contrario al tratarse de metano.
El tercero fue de comunicación. En dos aspectos. En primer lugar, no se informó de manera adecuada a los miles de vecinos de las poblaciones cercanas —Eibar, Ermua y Zaldibar— de los peligros reales de los gases ocasionados por los fuegos, provocando alarma generalizada entre la población. En segundo lugar, el lehendakari Iñigo Urkullu, enfrascado por aquellas fechas en la convocatoria de elecciones anticipadas, no apareció por la zona hasta seis días después, cuando las familias de los desaparecidos ya no necesitaban consuelo, sino explicaciones. Los partidos de la oposición al pacto de Gobierno entre el PNV y el PSE no dejaron pasar la oportunidad y arreciaron en sus críticas a la gestión de la catástrofe. Hay un ejemplo que resume la desconfianza —que todavía dura, acrecentada si cabe— de las familias con respecto al Gobierno de Urkullu.
Es domingo 9 de febrero. Han pasado casi cuatro días desde el derrumbe y las familias pueden acceder por primera vez a la zona cero. Mientras, los responsables políticos atienden a los medios de comunicación en una instalación cercana. Mientras esperan a que lleguen los políticos, las familias de Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze intercambian comentarios con un jefe de emergencias responsable de la búsqueda. Uno de los allegados de Alberto pregunta:
—¿Qué es lo que se ha visto en las cámaras?
El responsable de emergencias responde:
—¿Cómo cámaras? ¿Qué cámaras?
—Pues aquí había un sistema de cámaras que grababa la matrícula de los coches, las maniobras de pesaje… Los responsables de Verter veían todo desde sus ordenadores y solían llamar cuando algo no les gustaba.
—Ah, pues primera noticia.
Las familias acaban de descubrir de primera mano que, cuatro días después del derrumbe, los responsables de la investigación no sabían aún de la existencia de un sistema de cámaras. Es la primera de las muchas desconfianzas que duran hasta ahora y cuya sombra tienen que soportar sobre sus hombros los actuales responsables de la búsqueda. La consejera Elena Moreno responde muy seria a la pregunta de si están siendo lentos en la búsqueda.
—De ninguna manera.
—Pues de eso se quejan las familias…
—Aquí hemos trabajado todos los días, de lunes a domingo, incluidos todos los días del estado de alarma. No hemos parado ni un momento. Pero no ha sido fácil. Partíamos de la nada, porque no hubo ningún contacto visual de Joaquín y Alberto, nadie los vio físicamente en el momento del derrumbe, todo se destruyó, los servidores informáticos fueron barridos y nos quedamos a ciegas. Además, el amianto que había almacenado se mezcló con el resto de los residuos sobre un suelo inestable. Nuestra misión es encontrarlos, pero tenemos que intentar por todos los medios que no haya más accidentes, y por el ritmo de los trabajos puede parecer más lento.
No se sabe aún cuáles son las causas que pudieron provocar el derrumbe de un vertedero que, además de amianto, había recibido en las últimos tiempos escorias de fundiciones y una gran cantidad de lodos de papeleras. Según el físico Carlos Arribas, responsable del área de residuos de Ecologistas en Acción, los residuos que han podido causar el desastre pueden estar relacionados precisamente con los lodos de Papresa, una papelera situada en Errenteria: “Esos lodos son muy hidrófilos, contienen una gran cantidad de agua. Hay además otro flujo grande, pero muy grande, de vertido de tierras que podían tener también un componente de agua. Si a todo eso se le añade que el noviembre anterior fue uno de los meses más lluviosos desde que se tienen registros y que ese vertedero era un maremágnum donde todo estaba junto, sin celdas separativas… Y todo eso sin contar un error inicial de diseño. Es increíble poner un vertedero en la falda de una montaña, con una vaguada de una pendiente tan pronunciada. De hecho, en la parte baja del vertedero había un dique de escollera que tenía que aguantar toda la masa de residuos y que se vino abajo. Yo eso no lo he visto en ningún sitio”.
Txisko Beltrán mira fijamente la ladera que esconde a su hermano, como queriendo sonsacarle dónde está. Recuerda cada detalle de la tarde del jueves 6 de febrero. Él, montado en su retroexcavadora. Su compañero Rodolfo Martín, en la de al lado. Y su hermano Joaquín, en tierra, dándose cuenta de pronto de que sus presagios estaban a punto de cumplirse. La ladera empezaba a temblar y su obsesión era poner a salvo a su gente. Les gritó “¡fuera de aquí, fuera de aquí!” mientras se montaba en su coche y llamaba por teléfono a su hijo Fran y a su sobrino José María para pedirles a gritos que huyeran, que se pusieran a salvo. Luego bajó en su coche a toda prisa para avisar a Alberto Sololuze de que la montaña se le venía encima.
—Lo siguiente que recuerdo —explica Txisko— es que la tierra empezó a empujar por detrás la retroexcavadora de Rodolfo y la mía, y que fuimos bajando 50, 100 metros, sin poder hacer nada. Cuando la montaña dejó de moverse, miré el teléfono y vi dos cosas que no se me olvidarán en la vida. Tenía una llamada perdida de mi hermano Joaquín. Eran las cuatro de la tarde menos dos minutos.
Txisko teme que cualquier día de estos, abrumados por el coste de una operación en la que ya se han invertido más de nueve millones de euros, los responsables del Gobierno vasco se den por vencidos y renuncien a la búsqueda…
—Ya solo les pido que sigan buscando, que encuentren a Alberto y a mi hermano Joaquín. No puedo decirle a mi madre, a su viuda, a sus hijos que tendrán que conformarse toda la vida con llevarle flores a un vertedero.
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