_
_
_
_

La Bañeza, memoria de la pandemia

La localidad leonesa fue el municipio de más de 10.000 habitantes con mayor tasa de residentes fallecidos por coronavirus durante la emergencia sanitaria. Cinco años después, los vecinos recuerdan la tragedia

Tres rosas sobre una lápida en el cementerio de La Bañeza (León) el pasado mes de febrero.
Tres rosas sobre una lápida en el cementerio de La Bañeza (León) el pasado mes de febrero.Joseph Fox

El oficio de enterrador no es de los más populares, pero eso a Miguel Cifuentes nunca le importó demasiado. Nacido en el centro de Madrid, huérfano muy pronto —su madre murió cuando todavía era un niño y su padre no estaba—, se crio en casa de su abuela, se forjó a sí mismo, probó suerte en Escocia, regresó a España, y por uno de esos azares del destino echó raíces en La Bañeza, una ciudad de León que en enero de 2020 se había quedado sin nadie que sepultara a sus muertos:

—Me dijeron que de media había unos tres entierros al mes, y que el resto del tiempo me podía dedicar a la jardinería. Aunque no las tenía todas conmigo, me presenté a las oposiciones. Y las aprobé. En marzo estalló la epidemia de la covid y en abril, en vez de tres entierros al mes, llegó a haber cinco al día. Muchas veces no asistía ni un solo familiar del difunto. Era yo el que contestaba al cura.

El cura se llama Jerónimo Martínez, es párroco de la iglesia de Santa María y dice que en aquellos días tan duros de soledad y muerte encontró el sentido a las palabras que el Evangelio de san Mateo le atribuyen a Jesús: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Don Jerónimo, que así lo conocen sus feligreses, tiene grabados en la memoria aquellos entierros, pero también la vez que tuvo que ir a una localidad cercana para dar cristiana sepultura a una mujer de más de 90 años que había tenido 11 hijos. “Y allí estaban todos con sus parejas”, recuerda el párroco, “veintitantas personas, algo que estaba prohibido. Les dije que por mí no había problema, porque estábamos al aire libre y separados convenientemente, pero en medio del responso apareció un Patrol de la Guardia Civil. Los agentes, al ver tantos coches en la puerta, se pararon y se acercaron a la reja del cementerio, miraron y se fueron. Ya le digo que en aquellos días de tanto susto a veces funcionó el sentido común, y otras veces, no”.

Miguel Cifuentes, enterrador de La Bañeza en 2020, el pasado mes de febrero en el cementerio.
Miguel Cifuentes, enterrador de La Bañeza en 2020, el pasado mes de febrero en el cementerio. Joseph Fox

Miguel Cifuentes, que ya no trabaja de enterrador, vive en Jiménez de Jamuz, una pedanía de apenas 800 habitantes situada a 4,5 kilómetros de La Bañeza. Fue allí, en el restaurante Casa Aniceto, donde Jokin Martínez, el dueño de la agencia de viajes Mare, había reservado una mesa el sábado 14 de marzo para celebrar el cumpleaños de su esposa, que había sido el sábado anterior, pero cuyo festejo decidió postergar una semana para que pudiera asistir la familia de ella, que vive en Ermua (Bizkaia). El viernes 13 de marzo por la tarde, el dueño del restaurante, José Manuel Álvarez Murciego, conocido como Jymy, telefoneó a Jokin.

—Me dijo —recuerda el agente de viajes—: “Oye, Jokin, si no queréis, no vengáis, porque me está anulando todo el mundo”. Le contesté que sí, que iríamos.

—Lo llamé —confirma Jymy— porque tenía unas 80 mesas reservadas para la comida del sábado y me las fueron cancelando. De hecho, solo le dimos de comer a la familia de Jokin.

Lo que han leído hasta ahora y lo que viene a continuación, cambiando los nombres, los lugares, los pequeños detalles cruzados, es lo que sucedió en España en las semanas posteriores a aquel 14 de marzo de 2020, cuando, ya bien entrada la tarde, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció desde La Moncloa la declaración del estado de alarma, que entraría en vigor unas horas después, a las doce de la noche del sábado. Esta historia está centrada en La Bañeza porque, según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), fue el municipio mayor de 10.000 habitantes con mayor tasa de residentes fallecidos por covid durante la emergencia sanitaria —virus identificado y virus sin identificar—, pero se podría haber escrito en cualquier otro pueblo o ciudad, en cualquier barrio, en cada casa, porque los ingredientes son los mismos —la sorpresa, el miedo, la soledad, la incertidumbre, el desconocimiento— y a la vez tan diferentes, en función de si la enfermedad o la muerte se detuvieron en la puerta o siguieron de largo. Las cifras del INE indican que, en La Bañeza, murieron 85 personas por cada 10.000 habitantes —y La Bañeza en aquel momento rondaba las 10.200 personas empadronadas—, pero los datos que maneja el alcalde, Javier Carrera de Blas, del Partido Popular (PP), son aún peores. “Es muy difícil saber los datos exactos, pero yo calculo que murieron entre 260 y 270 personas empadronadas aquí, y en total unos 300 o 350″.

—Sí, sí, aquí fue terrible.


Jokin Martínez, el dueño de la agencia de viajes Mare de La Bañeza.
Jokin Martínez, el dueño de la agencia de viajes Mare de La Bañeza.Joseph Fox

Hay dos factores que, según los vecinos, actuaron de espoleta: la celebración del Carnaval —que además aquel año coincidió con un tiempo espléndido— y la residencia de ancianos de Mensajeros de la Paz, que está ubicada en el antiguo seminario, un edificio que, por su historia y su tamaño, sobrecoge aun en los días sin niebla.

La noche del pasado 5 de febrero sí la había, y tan densa que casi ocultaba por completo el campanario de la iglesia de Santa María y los soportales de la plaza del Ayuntamiento, bajo los que se cobija un estanco de los de estantería de caoba y bandera rojigualda en el dintel, la joyería La Onza de Oro y, cómo no, una tienda de telefonía con sus fluorescentes blancos. Desde allí, la calle de Juan de Mansilla se antoja una estampa borrosa de lo que La Bañeza fue a principios del siglo XX y ya no será. Casas señoriales de estilo modernista en ruinas, escaparates vacíos, negocios cerrados con carteles que reclaman sin esperanza que los alquilen o los vendan, alguna tienda que sobrevive —la de moda de Pilar María y una ferretería más allá— y las sedes de las dos tradiciones que, junto a las carreras de motos, aún mantienen la moral alta de los vecinos: el Carnaval y las cofradías de Semana Santa. Y casi al final, a la izquierda, justo antes de llegar al cruce de la comisaría de la Policía Local, una guardería donde una joven madre senegalesa deja cada mañana a las nueve al más pequeño de sus tres hijos. Hay otras calles que parten de la plaza con más comercios y más animación. Sin ir más lejos, la calle de El Reloj, donde Sergio González, el dueño de la Confitería Conrado, sigue sorteando cada año 10.000 euros entre los compradores de su rosco de Reyes, o la de Astorga, en la que una familia de colombianos hace la competencia con su hamburguesería siempre abierta a la cafetería Bohemia, donde María Jesús Vidales Huertes, una aguerrida feminista de la asociación Flora Tristán, dejó sobre la mesa un sentimiento que también comparten los vecinos de mayor edad: “La soledad de las calles me impresionó más que la enfermedad y la muerte”.

En la calle de Astorga, por cierto, tiene Jokin Martínez su agencia de viajes, que comparte entrada con la tienda de moda Akebia, regentada por su esposa.

—El caso —cuenta Jokin— es que el sábado 14 de marzo fuimos a comer a Casa Aniceto, el restaurante de Jymy.

—Aquí —recuerda Jymy— ya solo estábamos mis padres y yo, porque mi mujer estaba con su familia en Asturias, y los camareros, claro.

—Al final no fuimos todos —continúa Jokin—. Solo fuimos mis suegros, mi mujer, mi padre y yo, porque mi madre y mi hija se quedaron en casa. Mi mujer fue la primera que pasó la covid. Tuvo muchísima fiebre durante tres días, y ya. Yo estuve muchísimos días con fiebre y mi padre no tenía ningún síntoma, pero estaba algo bajo porque tenía una infección de orina o algo así. Un día que se sentía un poco despistado, mi madre llamó al médico, que decidió enviarlo al hospital de León. Estuvo un par de días, y aunque no te informaban de nada, íbamos sabiendo de su estado a través de un trabajador del hospital. Recuerdo un día que nos dijo, bueno, parece que está bastante bien. Fue el mismo día que me ingresaron a mí porque tenía muchísima fiebre. No sé si era de día o de noche, pero sí que pensé que a la mañana siguiente iría a ver a mi padre. Y fue precisamente a la mañana siguiente cuando me llamaron para decirme que había fallecido.

—Mis padres —dice Jymy sentado en una de las mesas de su restaurante— fallecieron los dos.

José Manuel Álvarez Murciego, Jymy, el dueño del restaurante Casa Aniceto.
José Manuel Álvarez Murciego, Jymy, el dueño del restaurante Casa Aniceto. Joseph Fox

Lo que cuenta Jymy es una historia de terror. La misma, o muy parecida, que vivieron las familias de las más de 120.000 personas que en España murieron víctimas del virus hasta julio de 2023 y, de forma muy particular, las que lo sufrieron en los primeros meses, cuando los hospitales estaban colapsados y nadie sabía muy bien cuál era la mejor manera de protegerse ni de proceder. “Nada más irse la familia de Jokin”, explica, “cerré el restaurante. Al día siguiente me encerré en casa junto a mis padres, y un par de días después, noté que me entraba un frío terrible. Me puse malísimo, con mucha fiebre y un sudor continuo, como si me hubiera caído en una piscina. Pero lo peor no fue eso, sino que ocho o diez días después mi madre, que era una mujer que podía con el mundo, cayó enferma. El médico decía: ‘Esto es una gripe fuerte, hay que aguantar, hay que aguantar’. Mi padre era el único que parecía que se había librado, pero el 30 de marzo, aunque por la mañana fue como si tal cosa a la farmacia y a tirar la basura, por la noche empezó a toser. Al día siguiente, martes, se puso tan mal que lo enviaron de urgencias para León. El miércoles, a las siete de la tarde, me dijeron que mi padre había dado positivo, que estaba malín —esa fue la palabra que utilizaron—, pero que lo iban a trasladar al Monte San Isidro. A las once de la noche seguía estable, pero a las cinco de la madrugada sonó el teléfono y me dijeron: ‘Su padre ha fallecido’. Mi madre, que había escuchado el teléfono, me preguntó: ‘¿Cómo está tu padre?’. A las ocho de la mañana me llamó el de la funeraria diciendo que lo podían enterrar a las diez y que solo podrían ir dos personas. Ya se lo tuve que decir a mi madre: ‘Papá se murió’. Ni ella ni yo podíamos ir, así que decidimos incinerarlo. Aquello fue el día 2 de abril. El día 6 falleció mi madre. Fue muy duro. Es como si me los hubieran robado”.

Jerónimo Martínez, párroco de la iglesia de Santa María, fotografiado en el templo.
Jerónimo Martínez, párroco de la iglesia de Santa María, fotografiado en el templo.Joseph Fox

Han pasado cinco años —”¿¡cinco años ya!?”, exclaman muchos de los entrevistados— y la pregunta obvia, la más simple, conduce a respuestas tan distintas que parece que los vecinos de La Bañeza hubieran vivido en pueblos distintos, en países distintos, en épocas diferentes. Miguel Cifuentes, que era nuevo en el oficio de enterrador, dice que aprendió enseguida a poner distancia entre la muerte y él, su objetivo no era solo evitar el contagio, sino que tanto dolor no lo dejara marcado para siempre. Don Jerónimo, el párroco, le echó valor al asunto, e incluso cubrió las ausencias de otros curas más asustadizos. Recuerda que las misas que retransmitía por Facebook llegaron a tener en alguna ocasión “mil y pico” espectadores, nada que ver con una feligresía envejecida y menguante que, si ya acudía poco a la iglesia antes de la pandemia, ahora va todavía menos. Jokin, que es un tipo calmado que inspira paz y confianza, me enseña con orgullo un mensaje que escribió su hija Mar —que entonces tenía 16 años— cuando murió su padre: “No le temo a la muerte. La acepto, es ley de vida, a todos nos va a tocar. Pero no así, así no. Creo en la muerte digna, y hoy, aunque no lo penséis, poca gente lo consigue. Millones de personas mueren, sufriendo, en guerras que no han provocado, y nadie los ayuda, nos queda lejos. En España estamos viviendo momentos muy duros, pero no una guerra. Lo único que tenéis que hacer es quedaros en vuestra puta casa. No se os pide que salgáis a luchar por vuestra vida, eso ya lo hacen los que están en el hospital, los cajeros de los supermercados, los camioneros y un largo etcétera. Vosotros solo os tenéis que quedar en vuestra puta casa, o si no esto va a ir a peor. Bah, creéis que nunca os va a tocar, yo también lo creía. Y hoy estoy llorando por no haber podido despedirme de mi abuelo”.

Mar Martínez Ruiz tenía razón. En la orilla donde la muerte no se detuvo se vivía una realidad extraña que, vista cinco años después, aún lo parece más. Lo cuenta la periodista y escritora Marta del Riego Anta, que el día 11 de marzo, viendo las noticias que llegaban de Italia, decidió coger a su hijo Martín y cambiar su piso en el centro de Madrid por la casa familiar en La Bañeza. Allí, junto a su hijo y su hermano, pasó los seis meses que siguieron a la declaración del estado de alarma, cocinando, jugando y participando en videollamadas que ya entonces le parecían surrealistas. “Me acuerdo de que colaboraba con la fundación TBA21, que lleva Francesca Thyssen-Bornemisza, y que había ideado un proyecto para que distintos artistas expusieran sus creaciones en la Red. Nos pasábamos horas discutiendo cada una en su lugar de confinamiento. Francesca, en su isla de Croacia, una comisaria en Viena, otra en Berlín, y yo en La Bañeza. Hablábamos de todo, pero no nombrábamos la pandemia. Luego ponía las noticias y aparecía la realidad de los muertos y la enfermedad”. Del Riego, que estos días presenta Cordillera, su última novela, se enteraba por sus amigos que viven todo el año en La Bañeza —el confitero Sergio González, el periodista Tista Rubio Nistal— que en la otra acera de la pandemia el número de fallecidos empezaba a ser insoportable. “Lo primero que recuerdo de aquellos primeros días”, reflexiona Tista, que fue durante muchos años responsable de El Adelanto Bañezano, “es ansiedad, una ansiedad terrible, sobre todo en las personas mayores que vivían solas, y también solidaridad, mucha gente hizo lo que pudo por ayudar”.

La periodista y escritora Marta del Riego Anta, en la casa de su familia en La Bañeza.
La periodista y escritora Marta del Riego Anta, en la casa de su familia en La Bañeza. Joseph Fox

El alcalde de La Bañeza está sentado en el salón de plenos. Javier Carrera de Blas dice que todavía le resulta duro recordar aquellos meses. “El virus ya estaba en España, y aquí se celebró el Carnaval. Fue la coctelera que lo agitó todo. Fueron cinco días de fiesta, con un clima maravilloso, increíble. Vino gente de toda España, y también de fuera. De Italia dicen que vino un camionero que se había contagiado allí. Aquí además estamos al pie de la autopista A-6, la comunicación con Asturias… Gente que fue a Madrid a celebrar el 8-M, y gente que fue a Vistalegre a los mítines de Podemos y de Vox. No es echar la culpa a nadie, pero fue la tormenta perfecta. Y luego está la residencia de ancianos… Hubo alguna persona que vino de Madrid ya con el virus y eso provocó que se contagiaran. La residencia sí que fue una película de terror. La directora me llamaba y me decía: ‘Javier, necesitamos más personal”.

Tomi Gorgojo, la directora de la residencia, lleva callada cinco años. El recuerdo que guarda de lo que vivieron ella y su equipo, tan distinto a su juicio de lo que publicaban los periódicos sobre lo que sucedía allí, la ponen en guardia ante cualquier declaración. Hace una excepción para este reportaje. “La vida de nuestros mayores se detuvo. Hubo que aislarlos, la mayoría sin entender nada. Recuerdo aquellas jornadas interminables, trabajando entre lágrimas, cubiertos de lejía y plásticos, con el rostro tapado. ¿Cómo íbamos a gestionarlo todo mientras veíamos cómo nuestros residentes enfermaban y morían? Muchos compañeros y compañeras también se contagiaron. No podíamos enviar a nadie al hospital y cerramos la residencia. Colgamos en la puerta un cartel que decía: ‘Mañana saldrá el sol”. Dice Gorgojo que los contagios en su residencia empezaron muy pronto, a principios de marzo, y que tiene la sensación de que ya en diciembre de 2019 hubo fallecidos por neumonías atípicas.

—Sentíamos un gran dolor, impotencia. No éramos ni somos hospitales. Ni teníamos los medios ni la preparación para afrontar una pandemia. Teníamos la sensación de habernos quedado encerrados junto a personas que dependían de nosotros para salvar sus vidas. Y que no teníamos los recursos suficientes…

Hay un deje de amargura en las palabras de la directora: “No hemos sido bien tratados. Hicimos todo lo que pudimos con los medios que teníamos, y a pesar de eso ni recibimos aplausos entonces ni los recibimos ahora. Nos sentimos los grandes olvidados”.

La residencia de ancianos y antiguo seminario de La Bañeza.
La residencia de ancianos y antiguo seminario de La Bañeza.Joseph Fox

Es domingo por la noche, La Bañeza está desierta, silenciosa, cubierta por una neblina que se mezcla con el olor agridulce que desprende la Azucarera. Solo en una jornada, 8.000 toneladas de remolacha se convierten en 1.450 toneladas de azúcar, lo que supone el trasiego diario de más de 350 camiones. Jorge Tejero, el jefe de producción, recuerda aquellos días de mucho trabajo y mucha incertidumbre. ¿Cómo cambiar de un día para otro todos los protocolos en una empresa que tiene que funcionar como un reloj 24 horas al día? Tejero forma parte —como Luis Miguel Seco, el dueño del restaurante La Hacienda y la gasolinera que está a las afueras del pueblo, al pie de la A-6; como también Pilar María, la dueña de la tienda de moda de la calle de Juan de Mansilla— de aquellos que sí podían salir a la calle, para ir al trabajo y regresar, que formaron parte de aquello que se llamó “trabajadores esenciales” y que, en muchos casos, tuvieron que reinventarse para, ellos y sus empresas, salir vivos de la pandemia. “Yo creo que soy valiente”, reflexiona Luis Miguel, “pero de repente, cuando aquel sábado 14 de marzo apareció la Guardia Civil y me dijo que había que cerrar todo, me quedé como acobardado. Me dije: ¿qué está pasando?, ¿cómo voy a enviar a casa a todos los trabajadores?, ¿qué va a pasar con todas estas familias? Luego llegaron los Erte, y los créditos ICO, y gracias a eso pudimos salir adelante e incluso mejorar el negocio, pero entonces, aquellos primeros días todo era confusión. Imagínate, hasta nos resultó difícil cerrar un negocio como el bar que estaba abierto las 24 horas. Tuvimos que cerrar las puertas con palés…”. También sentían, como Sergio González, el dueño de Confitería Conrado, que había normas dictadas como si toda España fuera Madrid. “Yo me confiné con mi mujer y mis dos hijos”, recuerda con una sonrisa, “y uno de los días que salimos a pasear, un policía nos dijo que no podíamos ir juntos. Pero si estamos juntos todo el día, le dije. Y entonces me respondió: ‘Pues por la calle no, así que os vais dos por una acera y los otros dos por la de enfrente”.

En el hogar del jubilado están sentados alrededor de una mesa Luis Álvarez, su presidente; Manuel Rodríguez, el secretario, y Claudia Álvarez Garmón, la vocal. Es un local amplio, con varias plantas y muchos salones, donde en la planta baja —el pasado domingo 9 de febrero, por ejemplo— se celebran bailes donde acuden más de 200 socios. Antiguamente venía un grupo a tocar en directo, pero ahora son dos DJ jóvenes los que animan la fiesta.

—Tampoco sabíamos muy bien qué hacer para protegernos —comenta Manuel Rodríguez—. Recuerdo que yo iba a la compra, y cuando volvía, mi mujer y yo lo fregábamos todo tanto que al final las naranjas parecían limones.

Los tres coinciden en que la pandemia, para la gente de su edad, fue una hecatombe en La Bañeza, pero ahora, con la perspectiva de los cinco años, conjuran con sentido del humor los malos recuerdos.

—A mí el médico me decía que si tenía fiebre me enviaba al hospital de León —recuerda Luis—. Yo tenía la fiebre alta desde hacía días, pero le decía que no. Ya se había corrido la voz de que el que iba a León ya no volvía. Pesaba 79 kilos y me quedé en 69 en 10 días, a kilo por día. Vivías con miedo, y con miedo no se puede vivir, porque estás en vilo día y noche.

Cuando ya habían pasado casi dos años de la pandemia, Santiago Parrado, que es enfermero y vive en La Bañeza, publicó un artículo en el Diario de León que se titulaba: “Morimos sin los abrazos”. Contaba entonces y cuenta ahora en el bar Ático —junto a una mesa repleta de señoras mayores jugando a las cartas bajo una gran foto de Jesús Gil metido en un jacuzzi— que las restricciones y el aislamiento hicieron mucho daño, que el miedo al virus terminó con los abrazos, y que la soledad abotarga.

Ahora ya han pasado cinco años, es domingo, y los participantes en el baile semanal del hogar del jubilado de La Bañeza —los supervivientes de la pandemia— ya se han reconciliado con los abrazos y con las ganas de vivir.

—Lo mejor de la vejez es el baile —dice una señora al salir.

—Y el chocolate con churros —remata su pareja.

Una imagen del municipio leonés de La Bañeza.
Una imagen del municipio leonés de La Bañeza. Joseph Fox

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_