Madrid como una sala de espera
La presidenta de la Comunidad de Madrid nos amarró, hace cinco años, a una espera, a un dolor, del que no nos podremos soltar hasta que ella decida pedir perdón

Madrid no está construida para la espera, pero estamos atrincherados en ella hasta que alguien solucione todo esto. La capital se configura urbanísticamente de manera que podemos movernos por ella como en un scrolleo multidireccional e infinito que nos mantiene entretenidos. Por ejemplo: salgo de trabajar, me tomo unas cervezas, me lío, me apetece ir al cine y me compro unas chuches, pero, cuando salgo, tengo hambre y voy a por un bocata y entonces me olvido, por un rato, de que se me pasó salir del Woffu (el sistema que gestiona mi tiempo laboral) y de que Ayuso aún no ha pedido perdón. “Las grandes ciudades son adecuadas para una distracción que llamamos deriva” explicaba Guy Debord en sus textos sobre psicogeografías y cómo el entorno urbano nos atraviesa modificando nuestros comportamientos y emociones.
Si Madrid fuese una sala de espera, los carteles luminosos de Callao anunciarían nuestro turno para recibir, por fin, una respuesta burocrática, legal o médica: nuestra presidenta ejerciendo de representante del pueblo y haciendo algo, algo, algo -lo que sea, tía, algo-. Si Madrid fuese una sala de espera, estaríamos ocupando los 75 mil bancos públicos que hay registrados en la capital con nuestra paciencia y nuestros miedos volcados en un papel que indicase cuándo nos toca recibir explicaciones o consuelo.
A veces fantaseo con pasar meses sentada en uno de esos bancos mientras practico la espera como forma de resistencia: aposentar el culo en las duras maderas, poner las manitas encima de las rodillas, cerrar los ojos, sentir la brisa y desempeñar la espera. Dominar la espera. Una espera como la que proponía Simone Weil: no pasiva sino de atención radical. Una espera en la que me pudiera acomodar para que la paciencia se me solidificara y me transformara en “una piedra dura de Chipiona” como le dijo una vez Lola Flores a Rocío Jurado. Una espera tan grande como la falta de humanidad de Isabel Díaz Ayuso cuando escupió: “siempre con las mismas mierdas” para referirse a las peticiones de los familiares de los fallecidos en las residencias.
Si Madrid fuese una sala de espera blanca, sin mobiliario, sin ruido ni entretenimiento, se podría escuchar el silencio que nos mantiene a todos en duelo y se podría contabilizar perfectamente el número de personas que están ahora mismo esperando a que se haga justicia por las 7291 personas a las que se les negó la asistencia hospitalaria y que murieron porque no cumplían los requisitos que estableció el Partido Popular.
Dicen que la espera es perversa porque, como explicaba Andrea Köhler en El tiempo regalado, “el que nos hace esperar nos ata a un lugar”. La presidenta de la Comunidad de Madrid nos amarró, hace cinco años, a un dolor del que no nos podremos soltar hasta que ella decida dejar el show de los partidos y recordar que es una persona más, que su presidencia es un símbolo, que ella no es nadie, que es innecesaria tanta crueldad.
Madrid no está construida para la espera por eso nos movemos impacientes, aunque a veces pienso que deberíamos parar. Parar todas y todos. No abrir ni cerrar el Woffu, tampoco ir al cine o comprar chuches. Ni producir ni consumir. Y esperar sentada en un banco.
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