_
_
_
_

¡Abigail Mendoza, por favor, dame de comer! Así es la cocinera que enamoró a Anthony Bourdain

Rosario y Abigail Mendoza (derecha) muelen chile y maíz en el restaurante Tlamanalli, Oxaca.
Rosario y Abigail Mendoza (derecha) muelen chile y maíz en el restaurante Tlamanalli, Oxaca.Michael Toolan
Elena Reina

En el restaurante Tlamanalli, la cocina es un ritual que se inicia de rodillas para moler el cereal más idiosincrásico de México. La maestra de ceremonias es Abigail Mendoza, la mujer zapoteca que enamoró al fallecido chef Anthony Bourdain.

SUS MANOS SON redondas y pequeñas. Las sostienen unos brazos fuertes, curtidos a base de golpes en el metate, una estructura de piedra que mide menos que el ancho de sus caderas. Sobre él, un rodillo pesado con el que machaca y muele de rodillas granos de maíz, chiles, cacao y quelites —hierbas comestibles—. Estamos ante un sistema de molienda anterior al molino y a la colonia española en México, y ella, Abigail Mendoza, lo reivindica en su restaurante como algo sagrado. Lo primero que hay que hacer es hincarse, repite. Su cocina es un ritual.

Hasta el límite de su espalda le cuelgan dos trenzas negras con algunas canas, enredadas en un pañuelo de color vino. Nunca se ha cortado el pelo. Tiene 58 años. Su piel es morena y dura, trabajada por el sol de este pueblo de la región de Oaxaca, Teotitlán del Valle. Es un municipio de poco más de 5.000 habitantes donde apenas se escucha el castellano —casi todos hablan en zapoteco, la lengua indígena— y dedicado a la siembra de maíz, frijol y calabaza, además de al textil. Los turistas estadounidenses desfilan por sus calles para comprar los tapetes de lana de oveja, alfombras tejidas en telares, coloreadas con el tinte de la cochinilla —un insecto— o la nuez, que los vecinos exponen en las entradas de sus casas.

La cocinera Abigail Mendoza.
La cocinera Abigail Mendoza.Michael Toolan

Su destino era, como el de su padre y el de su comunidad, hacer alfombras. Cocinar como lo hace ahora no tenía, cuando empezó, nada de extraordinario. En pie a las 5.30, quemar la leña, moler el maíz, cocerlo en agua con cal, hacer las tortillas, guardar la ceniza para preparar el tejate —una bebida a base de maíz y cacao—, aprovechar las sobras para dar de comer a los pollos; el agua restante, para los cerdos. “Tratar de hacer a la medida, no hay que desperdiciar, todo fresco”, repite en su parco español desde una mesa de su restaurante, Tlamanalli, un nombre que escogió por un motivo sencillo, como su cocina: le gustaba cómo sonaba, y además significa dios de la cocina en zapoteco.

Abigail Mendoza creció en una familia pobre y rural. Eran 10 hermanos. Todos con hambre. De niña, su comida favorita era una simple tortilla caliente.

Era la primera mujer de 10 niños criados en un México rural y pobre, 4 hombres y 6 mujeres. Hija de un padre tejedor y campesino y una madre que ayudaba a su marido con lo que podía en el telar y en el campo, además de criar a una familia numerosa. Todos con hambre. Mendoza abandonó la escuela a los 9 años porque en el recreo tenía que correr para llevar la masa de maíz al molino, dársela a su madre y regresar a clase. “Pasaba mucha vergüenza cuando el maestro me regañaba”, recuerda. Su primera comida la elaboró a los 10 años: unos chapulines —saltamontes— tostados con limón y chile, que le conseguía su hermano mayor mientras pastoreaba unos bueyes.

—¿Y recuerda cuál era su comida favorita entonces?

—Pues… Una tortilla caliente. ¡Y unos frijoles! Eso era lo que había.

Más información
Neochiringuitos, del espeto a la sala VIP
Su majestad, la gilda

Una tarde de mayo de 2015 asomó por el doble portón de Tlamanalli la estrella de la cocina Anthony Bourdain. Se sentó en la mesa donde Mendoza y sus tres hermanas —las únicas que atienden el negocio— comen antes o después de servir a los clientes. Ella le ofreció de bienvenida un mezcal, el licor de agave típico de Oaxaca. Y él se quedó hipnotizado con la manera artesanal de preparar su comida. En este restaurante hace poco no había ni un frigorífico. La cocina es de gas, pero las ollas son de barro. Su conversación quedó plasmada en un programa de televisión que el cocinero, fallecido en 2018, presentaba en la cadena CNN.

Maíz y chile molidos.
Maíz y chile molidos.Michael Toolan

Tlamanalli es como entrar a la casa de una familia grande. Un espacio amplio, donde caben unas 20 mesas redondas de ocho sillas. Tiene tres pasillos, como naves de una capilla renacentista, coronados por unos arcos de ladrillo rojo, que desembocan en el altar, que es su cocina. No pretende impresionar al comensal con una fina decoración contemporánea. Los únicos adornos en los que Mendoza se esmera están sobre las mesas: unas gardenias, rosas blancas o jazmines que compra en el mercado del pueblo mientras elige, una a una, las mazorcas de maíz tierno, las flores de calabaza para preparar una sopa, el queso fresco que vende un matrimonio de la sierra, los chapulines recién recogidos en el campo que ofrecerá de aperitivo a los clientes ese día. Tal y como si fueran sus hermanos o sus hijos. Esta mujer, que a los 29 años decidió casarse con la cocina tradicional oaxaqueña, trabaja y sirve la comida con el mismo cariño que si estuviera en el patio de su casa. “Me dicen chef. Pero, mire, yo soy cocinera”, apunta meneando su delantal de cuadros azul, que viste sobre un vestido bordado de flores. Todo lo que ha construido comenzó un día después de San Valentín en 1990.

“Me han ofrecido abrir incluso en París, pero no quiero. Mi comida no sería la misma sin los productos de los campesinos de aquí, y me gusta mi forma de vivir”

Teotitlán del Valle no ha tenido nunca mucho turismo mexicano, coinciden los vecinos. Como ocurre con la mayoría de municipios de Oaxaca, incluida la capital, ha sido la curiosidad cultural del gringo, del canadiense o del europeo la que los ha puesto en el mapa. Al aeropuerto llegan vuelos directos desde Nueva York, y en pueblos como este es más fácil escuchar inglés o zapoteco que el español de México. Así fue también hace 30 años, cuando el 15 de febrero de 1990 una escritora de Washington pasó por delante del restaurante recién estrenado de Mendoza. “Niña, ¿tiene algo de comer?”, le preguntó. Abigail recuerda que le sirvió tamales de mole coloradito con pollo. La visitante le pidió su libreta de recetas y se la llevó a un lujoso hotel de Oaxaca capital esa misma tarde. No se ha olvidado de su nombre: Terry Weeks. Un año después aparecieron publicadas en un libro de la prestigiosa revista Gourmet.

Michael Toolan

En 1993, una reportera de The New York Times mencionó Tlamanalli como uno de los 10 mejores restaurantes del mundo. El artículo está dos veces enmarcado —una en inglés y otra en español— sobre la pared del restaurante. “Híjoles… Ese fue el boom. Y no había venido a comer aquí ni un oaxaqueño ni un mexicano”, señala emocionada Mendoza. “Después ya llegaron todos los medios extranjeros. Y nos invitaron a eventos gastronómicos en todo el mundo: estuvimos en Los Ángeles, en Napa, en el País Vasco, en Sudáfrica…”. El día que la Unesco reconoció como patrimonio inmaterial de la humanidad la cocina mexicana, en agosto de 2010, Mendoza estaba sirviendo un chocolate atole —una bebida dulce de maíz prehispánica— a los invitados de Naciones Unidas en París.

Teotitlán del Valle es un pueblo a 40 minutos de la capital de Oaxaca en dirección a la sierra, adonde no llega la señal del móvil. Los clientes deben negociar con un taxista que los espere y los recoja una vez que han terminado de comer. ¿Por qué no ha decidido montar un restaurante como Tlamanalli fuera de su pueblo? “Me han hecho muchas propuestas, me han ofrecido abrir incluso en París. Pero no quiero”, responde. “Sé que podría ganar mucho más dinero allá. Pero mi comida no sería la misma. Aquí compro los productos en el mercado, lo que traen los campesinos de los pueblos. Y tengo a mi familia. Mis hermanas son más importantes que nada. Me gusta mi forma de vivir”, zanja, resignada a que cada forastero le haga la misma pregunta.

Es viernes por la mañana. Y se ha despertado como todos los días a las seis. Ha prendido el copal —un incienso— del altar a sus padres y su hermano fallecido y ha rezado por ellos media hora. Su casa, a cuatro manzanas del restaurante, es la misma donde nacieron ella y su familia. Ahí vive con sus tres hermanas: Rocío, Marcelina y Rufina. Con el fresco madrugador de la sierra han salido al patio y sobre el comal —una plancha de barro de origen prehispánico— han empezado a tostar unas pepitas de calabaza. Va a llegar tarde al mercado y tiene que comprar todo lo que necesita el menú del día en el restaurante: sopa de flor de calabaza con chepiles —una verdura mesoamericana— de primero; tamales de mole coloradito con conejo, como plato principal, y de postre, un flan a base de masa de maíz teñido de violeta con la tinta de la cochinilla. Las tiras de sus sandalias negras asfixian unos pies minúsculos. Y camina de un lado al otro de la residencia dando órdenes a sus hermanas en zapoteco. Su voz en su lengua se endurece y pierde parte de la dulzura que le da a su español. Cuando siente que tiene todo listo, agarra unas cestas de mimbre y plástico de unas ramas en los árboles, se coloca un rebozo negro sobre los hombros y “órale” —¡vamos!—.

Abigail Mendoza limpia unas hierbas.
Abigail Mendoza limpia unas hierbas.Michael Toolan

Por las calles que llevan al mercado, las vecinas la paran, comentan el chisme del pueblo, siempre en su lengua indígena. Y cada una sigue su marcha. Solo una mujer de unos 50 años que ha venido de la capital saca a la cocinera de su rutina y le pide un selfi. Mendoza sonríe mientras carga dos cestas pesadas de manzanas de la sierra, flores de calabaza, tomates, queso fresco y hojas de plátano para envolver los tamales.

“Mire, esos chapulines están mejor. Pero tengo que comprarle de a poquitos a ella porque si no se enoja”, susurra Mendoza de camino a uno de los puestos. La dinámica en el mercado consiste en dividir la compra para que se lleven algo casi todos los vendedores. Mendoza se esfuerza por acercarse a sus vecinos, le preocupa especialmente que piensen que, porque a ella le va bien, se ha olvidado de dónde viene. Y en cada puesto repite que el reportaje no es sobre ella, sino sobre Teotitlán.

Hace un año que la asamblea del pueblo, que se rige por usos y costumbres indígenas, la eligió para un cargo que no le apetecía nada. Suficiente trabajo tenía ya con sacar adelante un restaurante donde no tiene a nadie contratado, como norma fundacional, y es completamente familiar. Ni siquiera había tenido tiempo para ir a las reuniones y tampoco estaba el día que la nombraron. Pero negarse significaba alejarse de la comunidad. Y hay pocas cosas que le preocupen más a Mendoza que abandonar sus raíces. Dirige desde entonces el centro cultural de Teotitlán. Que heredó con unas modernas instalaciones, diseñadas por arquitectos extranjeros y con dinero del Gobierno federal, pero sin un solo peso para que funcionara.

Ahora presume orgullosa de lo conseguido. Gracias a los donativos de los turistas y fondos que han conseguido recaudar, en sus salones vacíos se están impartiendo clases de inglés, de zapoteco, de música y de telar. Su sueño es que el dinero alcance un día para comprar instrumentos para los niños y crear una banda de Teotitlán. Del mantenimiento y la limpieza se encargan siete mujeres y ella, que acude cada día a este recinto, el único espacio recreativo del pueblo. Para mantenerlo en pie ha tenido que reducir el horario del restaurante a solo tres días a la semana: viernes, sábado y domingo.

En medio del trajín del mercado, de camino al restaurante, retoma la conversación pendiente.

—Yo de verdad no quisiera irme. Aunque si encontrara una persona que… Bueno, ya soy grande para casarme, ¿no? Pero igual si conozco a un hombre de afuera, solo Dios dirá.

—¿Solo por amor se mueve?

—Por amor me muevo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Elena Reina
Es redactora de la sección de Madrid. Antes trabajó ocho años en la redacción de EL PAÍS México, donde se especializó en temas de narcotráfico, migración y feminicidios. Es coautora del libro ‘Rabia: ocho crónicas contra el cinismo en América Latina’ (Anagrama, 2022) y Premio Gabriel García Márquez de Periodismo a la mejor cobertura en 2020

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_