Un disgusto. O dos
Hay palabras que se pasan de moda: explotación laboral, colonialismo, imperialismo… Pero siguen provocando situaciones que elevan la irritación
Hablar de explotación laboral puede costarte aún el calificativo de paleomarxista. Con el acento en la primera parte del término. Antiguo, vamos, viejuno, carca, fuera de órbita. Porque lo guay es el capitalismo sangriento, el liberalismo económico, la economía financiera. Lo guay, lo cool, lo fresco, como se llame en este instante, es que se derrumbe en Bangladesh un complejo textil defectuoso y que se lleve por delante a 500 o 600 personas sin que se abra un sumario en ningún sitio. Si se te ocurre decir en una cena que nuestros pantalones vaqueros, nuestras camisas de colores, nuestros zapatos deportivos están manchados de sangre, o que los multimillonarios que aparecen en las revistas como ejemplo para la juventud emprendedora han amasado su fortuna con la piel y los huesos de miles de niños y de niñas que se dejan la vida por un euro al mes, te tacharán de aguafiestas, como si lo que estuviéramos viviendo usted y yo ahora mismo en esta parte del mundo fuera una celebración y no un funeral.
Pero a lo que íbamos, que ya no nos queda sitio, es que hay palabras que se apartan de la circulación sin que la realidad a la que nombran haya cambiado un ápice, signifique lo que signifique ápice. Tal y como demuestra la última aventura europea de Evo Morales, a quien vemos en la foto saludando al respetable, jamás el colonialismo y el imperialismo, términos absolutamente démodés, se atrevieron a tanto. ¿Cómo se explica esta disfunción continua entre las palabras y las cosas? Con muchas dificultades, claro, pues su mera denuncia puede costarle a uno un disgusto. O dos.
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