Días de alboroto caribeño
García Márquez vive abrumado la efusión de simpatía durante su estancia en Cartagena
Cuando llega Gabriel García Márquez, Gabo, a cualquier sitio de Cartagena de Indias se hace un silencio que se corta. Siempre hay una voz que dice: -Ahí llega Gabo.
Si es un restaurante y el lugar está lleno, los camareros le van haciendo sitio como quienes llevan a un niño en la sillita; y si es en la calle o en un lugar concurrido, siempre hay voluntarios que le van abriendo paso. Él camina mirando hacia un punto fijo, como si no quisiera más bulla sino llegar, llegar para callarse.
"¿Qué estás leyendo ahora, Gabo?". "Este libro", y señaló el que acababa de recibir
Este domingo, al tiempo que los Reyes de España aterrizaban en el aeropuerto húmedo y cálido de esta capital del Caribe, y la enorme seguridad del Estado vigilaba cualquier movimiento, Gabo irrumpía con su mujer, Mercedes Barcha, en un restaurante donde se hizo ese silencio. Después volvió el alboroto. Es el Caribe, y él es Caribe.
Se pasó por las mesas como si supiera los nombres de cada uno de los comensales, se sentó con unos y con otros, con sus gafas panorámicas y con su guayabera gris tirando a verdosa. Recibió libros de regalo -uno, titulado Gabo no nació en Aracataca sino en Caracas, del venezolano José Antonio Zapata, otro sobre Cartagena de Indias, de Soledad Reina, lujosísimo- que él acarició, leyó en diagonal e incluso se hizo firmar. "¿Qué estás leyendo ahora, Gabo?". "Este libro", y señaló el que acababa de recibir. Él mismo firmó los libros ajenos, y se fue a su mesa, regalando mientras tanto fetiches virtuales -es decir, su sonrisa, un abrazo- y haciéndose fotos con quienes quisieron inmortalizarse junto a él en estos días multitudinarios de celebraciones y de cumpleaños.
En algún momento le preguntamos si este instante era para él más emocionante, o menos, o distinto, que el de Estocolmo, cuando una legión de bailarines y de músicos le hicieron la ronda del Nobel, embarcados todos ellos en un avión que fletó entonces el presidente de la República, Belisario Betancur. Era 1982, y en cierto modo él era un chiquillo que amaba los vallenatos y los bailes.
-Ah, aquello fue muy formal. Fíjate tú, el Nobel es una fiesta formal. Y en Estocolmo.
Lo que le esperaba ayer es, él mismo lo dijo así, "un alboroto". Se ha pasado estos cinco días con sus noches que lleva en su casa de Cartagena, y en restaurantes, bares y malecones, "abrazando a más gente que nunca vi en mi vida abrazándome". ¡Tendría que estar meses aquí, nos decía, para abrazar a todos los que quieren abrazarme!
El hombre que quiso desaparecer y ser Béla Bartók, o Bach, por citar dos de los músicos de su preferencia, estaba en la tarde del domingo exhausto de afectos y de memorias; en el restaurante donde irrumpió para que se hiciera un silencio que parecía de concierto, se encontró con Víctor García de la Concha, el director de la Academia Española, que ha pilotado la edición conmemorativa de Cien años de soledad; con Pilar Jull, que desde la academia coordinó con Santillana esta publicación; con Juan Luis Cebrián; con Betancur; con Teodoro Petkoff, el dirigente político venezolano; con Juan Ramón de la Fuente, el rector mexicano; con Emiliano Martínez, el presidente de Santillana...; con sus amigos Carlos Fuentes, Sergio Ramírez, Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, Tomás Eloy Martínez..., los editores de Alfaguara que publican esa edición conmemorativa de Cien años de soledad... Con algunos habló sobre la política de sus países, a otros les escuchó hablar, de política, de América Latina. en los corros grandes habla poco y en los chiquitos se comporta con la curiosidad que han hecho legendarios sus juicios y sus preguntas.
En Aracataca, le dijeron, una mujer se pasea día y noche por los pasillos de la casa en la que él nació el 6 de marzo de hace 80 años, y esa mujer que vela la casa se llama Soledad Noches.
-¡Soledad Noches! ¡Qué nombre!
-Parece suyo.
-Para que luego digan que invento.
Escuchó con atención lo que dijo en Aracataca, el último diciembre, un hombre solitario y tristón, vestido con una camisilla blanca, que miraba al vacío como el coronel que no tenía quien le escriba:
-¿Que Gabo no viene aquí, a Aracataca? ¡Quién dijo! Viene todas las noches, se sienta con nosotros a jugar, ve cómo está esto y luego se va. Todas las noches.
El hombre se llama Nelson Noches, hermano de Soledad, y conoció a Gabo cuando todos eran chiquitos. Cuando terminó de escuchar el relato, el rostro de Gabo ya se había ido detrás del fantasma que veía cada día, en Aracataca, el autor de la leyenda, Nelson Noches. Ausente, como si estuviera recordando lo que nunca pasó.
Es el cumpleaños más largo de la historia, "y que dure mucho más". Empezó el mismo 6 de marzo, y se prolongará, acaso, hasta que abrace a todos los que le quieren abrazar. Cuando se fue del restaurante, ya entrado el atardecer, le preguntaron qué iba a hacer en lo que quedaba de tarde. "¡Tengo que escribir mi discurso!".
Con su bigote blanco, reconcentrado pero feliz, ausente en medio de las multitudes que lo estrujan, Gabo parecía estar pensando en cómo nombrarse a sí mismo ante los Reyes y ante su amigo Bill Clinton. Todo ello, antes de que Víctor García de la Concha le entregara la edición multitudinaria de Cien años de soledad, el libro que cambió su vida y la hizo un escaparate al que él le ha quitado los espejos. La verdadera apoteosis de Gabo, vestido entero de blanco como cuando el Nobel, llegó al recibir su libro. Levantó entonces el volumen en alto y lo expuso como un trofeo. Ni en el más delirante de sus sueños hubiera imaginado el escritor un día como el de ayer.
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