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Tribuna
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Intereses y riesgos

Pere Puigdomènech

No hace más de 15 años, en los laboratorios de un par de universidades de ambos lados del Atlántico, se consiguió un resultado de los que se publican en Nature: un gen previamente aislado en el laboratorio había sido incorporado al genoma de una planta (tabaco en este caso). Y el gen era funcional. Se había conseguido la primera planta transgénica. Se abrían las puertas a un conocimiento mucho más profundo del funcionamiento de los vegetales y las aplicaciones parecían muy extensas. Una limitación que siempre había tenido la mejora de plantas, la barrera de la especie, podía ser superada. Quince años después, unos 30 millones de hectáreas están plantadas con variedades transgénicas. Las predicciones más optimistas pueden haber sido superadas, pero lo que nadie había predicho es que la discusión en los grandes medios de comunicación llegaría al nivel de estos días, aunque al hablar aquí de nivel no nos referimos, por desgracia, al rigor.La aplicación de las variedades vegetales modificadas genéticamente abría un enorme abanico de posibilidades. Como en cualquier nueva tecnología, algunas de ellas podían tener efectos positivos y otras negativos. Por esta razón, en los países desarrollados se establecieron unos reglamentos para controlarlas. Estos reglamentos son: sanitario, ya que hay que asegurar que estos nuevos productos no tienen ningún efecto sobre la salud del consumidor; ambiental, ya que hay que controlar que no puedan afectar al equilibrio ecológico, y agrícola, ya que es importante que representen una mejora para el agricultor. Diferentes países llevan estos controles según diferentes filosofías, pero estos controles existen. Con estos datos en la mano puede asegurarse que la seguridad de estos productos es comparable a la de los no transgénicos.

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Es a partir de los controles cuando las diferencias se presentan. En Estados Unidos y en los países de su hemisferio, si los controles demuestran que desde un punto alimentario los productos, vengan de transgénicos o no, son idénticos se concluye que hay que tratarlos igual. En Europa, los consumidores exigen conocer si lo que consumen tiene un origen transgénico o no, por lo que se ha dictado una normativa de etiquetado. Ello implica medidas, controles, separación de distintos tipos de productos y, por tanto, unos costes. El conflicto está planteado entre las dos orillas del Atlántico. Un reflejo son las discusiones de Cartagena de Indias.

Es importante separar los temas que se discuten. A nivel sanitario y ecológico es obvio que no hay que correr ningún tipo de riesgos y éstos se evalúan con los datos en la mano. A otro nivel se plantea el derecho del consumidor a saber lo que compra, y ahí debemos preguntarnos cuáles son los elementos que se desean saber y ser coherente con ello. Finalmente, en este debate se mezclan además cuestiones políticas y económicas (el papel de las multinacionales, los efectos sobre el Tercer Mundo o el significado de las patentes, por dar algunos ejemplos) con el modelo de sociedad al que aspiramos.

Todo ello, al parecer, deja el debate técnico a gran distancia y, por el camino, acaba sufriendo la credibilidad de la comunidad científica y de las instituciones. Hasta el mismísimo Tony Blair lo está sufriendo en sus propias carnes.

Pere Puigdomenech es profesor de investigación del CSIC.

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