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Dicen que la avenida esta sin árboles

Algún día los especialistas tendrán que abordar, en el marco de una sociología del exilio, el tema de la diáspora y su costo social, con los problemas que inevitablemente genera en el ámbito familiar, en la vida de pareja, en la relación de padres e hijos. Las tensiones que causa cualquier partida inopinada, cuando uno deja atrás hogar, amigos, trabajo, y tantas otras cosas que integren su ámbito afectivo y cultural; la inseguridad que trae aparejada la búsqueda de un nuevo trabajo, una nueva vivienda, así como la súbita y no prevista inserción en otras costumbres, otro alrededor, otro clima, y a veces hasta otro idioma; todos son elementos generadores de angustias, malestares, y hasta de resentimientos y rencores, que, por supuesto, distorsionan una relación afectiva que en América Latina siempre ha sido importante, definitoria.Ahora bien, el escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente, no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que, además, escribe. Por otra parte, creo que el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la literatura que integra, con la cultura de su país. Tiene que reivindicar su condición de escritor, y a pesar de todos los desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el modo de seguir escribiendo.

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Es obvio que una cultura no es una mera suma de individualidades; es también un clima, una recíproca influencia, una polémica vitalidad, un diálogo constructivo, un pasado de discusión y análisis, y es también un paisaje compartido, un cielo familiar. El exilio, en cambio, es casi siempre una frustración, aun en los casos en que la fraterna solidaridad mitiga la nostalgia y el desarraigo.

Para las dictaduras del Cono Sur, la cultura es subversión. De ahí que su proyecto siempre incluya el genocidio cultural. No creo que nada ni nadie pueda cumplir el macabro designio de exterminar una cultura. Puede sí devastarla, descalabraria, vulnerarla, dejarla malherida, pero nunca destruirla. Por eso es tan importante que, tanto desde el interior de nuestros castigados países como desde el exilio, cuidemos nuestra cultura, hagamos un esfuerzo, no sobrehumano, sino profundamente humano, por contrarrestar la devastación, por asegurar la continuidad de nuestras letras, de nuestras artes plásticas, de nuestra música. La labor con más sentido social, cultural y político, que en definitiva podemos llevar acabo los escritores y artistas del exilio, es, por tanto, crear, inventar, generar poesía, construir historias, plasmar imágenes, airear el sórdido presente con canciones, transformarnos cada uno en una activa filial de la cultura en nuestros pueblos. Esa es una derrota perfectamente verosímil que podemos infligir, que ya estarnos infligiendo, al enemigo: que mientras éste propina sus mazazos a la literatura, la pintura, la música, el teatro, la canción, en Montevideo, en Santiago, en Buenos Aires, no pueda evitar, sin embargo, que una cultura uruguaya o chilena, o argentina, brote en España o en Venezuela, en Australia o en México, en Canadá o en Suecia.

Si aun en el exilio, y aquí quiero referirme concretamente al exilio uruguayo, el escritor logra seguir escribiendo; el pintor, pintando; el músico, componiendo; la cultura se desarrollará y más tarde se insertará en lo que hayan estado haciendo (a menudo en un insólito y elocuente arte de la entrelínea) los escritores y artistas que lograron permanecer en el país, la cultura uruguaya del futuro no será así una suma mecánica, sino una vital convergencia de esas dos fuentes. Estoy seguro de que en un futuro no demasiado lejano, cuando podamos cotejar lo escrito y creado dentro del país con lo escrito y creado en el exilio, llegaremos a expresiones complementarias que darán la dramática pero verídica imagen de un pequeño pueblo que, al salir por fin de este pozo de angustias, habrá conseguido mantener su dignidad, su entereza y su culto de siempre por la libertad.

En estos temas, que de algún modo comprometen los sentimientos, siempre he preferido la poesía a la prosa, de modo que les pido permiso para concluir con un breve poema:

"Eso dicen: / que al cabo de nueve años / todo ha cambiado allá. / Dicen que la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda. ¿Acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles /que, según dicen, ya no están?".

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