Historia de la cultura okupa: autónoma, radical y gozosa
Los centros sociales okupados, un fenómeno diferente a la ocupación de vivienda, hunden sus raíces en las contraculturas y movimientos políticos radicales de la segunda mitad del siglo XX
El 7 de diciembre de 1984, a las seis de la tarde, una veintena de jóvenes punkis okupó un antiguo ambulatorio, abandonado durante 18 años, en la calle Torrent de l’Olla, en el barcelonés barrio de Gràcia. Eran el colectivo Squat Barcelona: después de entrar, los más mayores comenzaron a adecentar el interior, lleno de ratas y jeringuillas; los de fuera, más jóvenes, vigilaban y daban la noticia a los vecinos mientras pintaban la fachada de lila. Ansiaban un espacio para realizar actividades culturales, ensayar, organizar conciertos, publicar fanzines, algunos esperaban radicar en él un nuevo modo de vida alternativo.
“Habíamos viajado por Holanda y por Italia y habíamos visitado unas casas okupas impresionantes, donde nos habían explicado todo. Cuando volvimos nos dijimos: tenemos que okupar”, explica Joni D, autor de libros como Que pagui Pujol! Una crónica punk de la Barcelona de los 80 (La Ciutat Invisible), que entonces tenía solo 16 años. Pero enseguida apareció la policía. “En aquella época eran muy cortos: hicieron una carga, la primera que yo vi en mi vida, y luego estamparon el furgón contra los portones metálicos: tampoco hacía falta”, relata Joni. La utopía solo duró dos horas. “Aunque así se sembró una semilla que luego germinó”.
Casi un año después, el 1 de noviembre de 1985, otro grupo de jóvenes okupó un viejo almacén abandonado en la calle Amparo 83, en Lavapiés, el barrio madrileño que se convertiría en uno de los mayores focos okupas de España. Esta vez duraron 11 días. Era un fenómeno novedoso que los medios todavía no sabían ubicar. Los “ocupa-pisos”, los bautizaron en El Periódico de Catalunya. El “sistema de la patada en la puerta”, lo definía EL PAÍS. El naciente movimiento okupa buscaba abrir hueco físico y social para la actividad política y cultural utilizando espacios abandonados… de los que no era propietario.
Se trata de una corriente, aún en activo, que considera que el derecho a la cultura y a la vivienda priman sobre la propiedad, sobre todo cuando esta no se utiliza o está en manos de la especulación. Reivindica el derecho a la ciudad, tal y como lo teorizaron Henri Lefebvre y David Harvey: el que los ciudadanos deberían tener a participar activamente en la vida de la urbe. Pelea contra fenómenos como la turistificación y la gentrificación (aunque a veces, como veremos, colabora con ellos). Y albergó desde sus comienzos luchas como las feministas, ecologistas, LGTBI, antifascistas o antirracistas, antes de que tuvieran visibilidad en el debate público.
Entre sus opositores pueden estar intereses inmobiliarios, grupos de vecinos descontentos, ayuntamientos, etcétera, sobre todo si se producen molestias, normalmente relacionadas con el ruido o la afluencia de gente, o ilegalidades con respecto a la toma de energía o el tráfico de sustancias no permitidas. En ocasiones, ajenas al movimiento okupa, bandas de narcotraficantes se hacen fuertes en narcopisos. Recientemente, en una gran lona, que colocó con gran escándalo el partido de ultraderecha Vox en una fachada madrileña, se veía una mano que arrojaba diversos símbolos progresistas a la basura. Hubo uno, un círculo atravesado por una flecha quebrada, que muchos no supieron identificar: era el símbolo del movimiento okupa. “Ni gente sin casas, ni casas sin gente”, es uno de sus lemas más difundidos. La revolución, aquí y ahora.
La ciudad autónoma
La historia del movimiento okupa es relatada en el reciente ensayo La ciudad autónoma. Una historia de la okupación urbana (Alianza Editorial), de Alexander Vasudevan, que explora las experiencias durante las últimas décadas en ciudades como Nueva York, Londres, Copenhague, Ámsterdam o el intenso movimiento alemán en Frankfurt, Hamburgo o Berlín (por España pasa de puntillas). Aunque tierras y edificios ocupados ha habido en diferentes momentos de la historia, la okupación, tal y como la conocemos hoy, nace en el fermento contracultural de los años sesenta, en el movimiento provo holandés, en la onda sísmica de mayo del 68, en las corrientes situacionistas. La llegada del punk, años después, ejerce también una notable influencia en el movimiento. “En los primeros años, en el Estado español, el movimiento fue punki al 100%”, explica con orgullo Joni D, ahora a la cabeza de la discográfica Kasba Music. Luego, con el paso del tiempo, el carácter de las okupaciones se fue diversificando.
Vasudevan presta especial atención al caso italiano, donde, en el caldo de cultivo de la autonomía obrera de los años setenta (inspirada por pensadores como Toni Negri o Franco Bifo Berardi), el movimiento adquiere su versión más difundida: el Centro Social Okupado y Autogestionado (CSOA). “Formaba parte de una nueva geografía urbana que veía la ciudad como un escenario en el que se desarrollaban acontecimientos radicales, encuentros espontáneos, intervenciones creativas y otras prácticas insurgentes que, a sus ojos, anunciaban la llegada de un nuevo movimiento que intentaba crear ‘espacios libres”, escribe el autor.
Así, durante los años noventa, se abren a la ciudadanía grandes espacios abandonados (fábricas, cines, imprentas, centros deportivos, iglesias desacralizadas) en pos de causas culturales, políticas, radicales, alternativas, anticapitalistas. Se montan conciertos, talleres, salas de ensayo, radios libres, grupos de teatros, estudios de diseño, conferencias, es común que las paredes estén cubiertas por obras de arte urbano; se trata de un tipo de cultura realizada desde la base, anticomercial y participativa. En los talleres de bicicletas y en los huertos urbanos se comienza a reflexionar sobre la movilidad, la ecología o el modelo de ciudad.
“A partir del contagio del modelo italiano, las okupaciones ya no solo se utilizan para aquellos que quieren practicar otras formas de vida al margen del sistema, en comunidad, fuera del modelo de la familia nuclear, muy influenciados por el punk y la ética del hazlo-tú-mismo; sino que se abren al territorio, conectan con los barrios y con diferentes generaciones”, explica el periodista Jacobo Rivero, que participó en varias experiencias de este tipo. Hay quien busca precedentes en los ateneos libertarios que aparecen desde las primeras décadas del siglo XX en España. Y hay quien ve en la okupación (y en la gentrificación y sus resistencias) una forma de la lucha de clases sobre el territorio urbano.
Las dos almas del movimiento
Una advertencia: la okupación (con k) de centros sociales debería diferenciarse de la ocupación (¿debería escribirse con c?) que ahora está en el centro del debate público español. En este segundo caso no se trata de un movimiento de política y cultura radikal, sino movido por la estricta falta de vivienda y la necesidad de miles de personas o familias vulnerables, no necesariamente ideologizadas o reivindicativas. Es ilustrativo: cuando una familia ocupa un piso como vivienda, tratará de no llamar la atención y pasar desapercibida el máximo de tiempo posible. En cambio, los que okupan un espacio abandonado para convertirlo en centro social probablemente lo anuncien al barrio y coloquen pancartas en los balcones.
“Existe mucha confusión al respecto, pero es generada mediática y políticamente, mediante campañas brutales, para alarmar a la población”, dice Javier Gil, prologuista del libro de Vasudevan y miembro del Sindicato de Inquilinas de Madrid. Según explica, el movimiento por la vivienda y la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), desde la crisis de 2008, se habían ganado las simpatías de la población poniendo sus cuerpos frente a los desahucios. Pero ahora se ha dado la vuelta a la tortilla: de la indignación por los desahucios al miedo al okupa. “Se ha hecho creer que los intereses de la población coinciden con los de los grandes propietarios de vivienda”, afirma. En cualquier caso, entre estas dos caras de la okupación ha habido retroalimentación y una escala de grises. Por ejemplo, la PAH, en su campaña Obra Social, okupaba pisos vacíos de entidades financieras de manera reivindicativa y los convertía en viviendas sociales.
Cultura y okupación
“Se trataba de salir de la hiperproductividad y recuperar el tiempo de vida, hacer que la cultura fuera una palanca para la autoorganización de la ciudadanía”, explica Jazmín Beirak, política de Más Madrid especializada en Cultura y autora del ensayo Cultura ingobernable (Ariel). Buena parte de las ideas que expone en su libro provienen de su experiencia en centros okupados como los Laboratorios de Lavapiés, en el cambio de siglo. “Era una forma de desmercantilizar el espacio público: la cultura como goce, como alegría, era una cuestión muy política”.
Las conexiones de estos centros con los movimientos artísticos se hacen evidentes en esa época, en la que proliferan las intervenciones artísticas urbanas contra la especulación inmobiliaria y la entonces incipiente gentrificación, como son analizadas por Jesús Carrillo, profesor de Historia del Arte Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid, en la obra Space Invaders, Intervenciones artístico-políticas en un territorio en disputa Lavapiés: 1997-2004 (Brumaria). El arte sale a la calle a hacer visibles las contradicciones, el movimiento Reclaim the Streets reivindica la fiesta callejara, y no solo eso. “Se hablaba de imaginación radical, lo que fundía experimentación vital y artística, y en eso entraba la recuperación de espacios de vida mediante lo artístico-político”, recuerda Carrillo. En sus primeros tiempos, el centro cultural La Casa Encendida, hoy bien asentado, promovido entonces por la obra social de Cajamadrid y dirigido por el luego ministro José Guirao, se inspiró y colaboró estrechamente con los okupas de Laboratorio 3, luego desalojados.
El desarrollo de la okupación en España
Después de la primera ola de okupaciones en los años ochenta en España, el movimiento se difundió en el imaginario colectivo a finales de los noventa, con los sonoros y violentos desalojos del cine Princesa, en Barcelona, o de la antigua fábrica textil La Guindalera, en Madrid. En ambos casos hubo alrededor de 150 detenidos, a causa de los graves enfrentamientos entre policías y okupas que, televisión mediante, ayudaron a asentar la imagen de radicalidad de los segundos. Hay quien los veía como jóvenes románticos e idealistas (y así eran retratados a veces en el cine o la televisión), hay quien los veía como delincuentes peligrosos.
“Se da un boom de la okupación en España en torno a 1992, de modo que en el código penal de 1995 pasa a ser un delito. Luego vienen los años de los grandes desalojos. Son tiempos en los que, además, se trata de vincular al movimiento okupa con el terrorismo para demonizarlo”, explica Miguel Ángel Martínez López, catedrático de sociología urbana de la Universidad de Upsala (Suecia) y autor de Squatters in the Capitalist City (Routlegde). La ilegalización, sin embargo, no parece surtir el efecto esperado y hay un nuevo auge de los centros sociales al calor del movimiento antiglobalización, en el cambio de siglo, cuando se dan grandes cumbres en Seattle o Génova, está en marcha el movimiento zapatista, se celebra el primer Foro de Porto Alegre, y los centros okupados sirven de base a la protesta global.
“Luego, con la burbuja inmobiliaria, la cosa se pone más difícil: los especuladores no dejan demasiado espacio. Así hasta que sucede la crisis, se pincha la burbuja y se inicia el movimiento de vivienda que ahora conocemos”, relata el sociólogo. Es cuando crecen las ocupaciones de viviendas y el movimiento se nutre de las sinergias de la PAH y el 15-M. También nace la actual confusión en torno a la okupación y su demonización: “Es un ataque a la okupación que está muy unido al auge de partidos como Vox o las empresas de desokupación”, señala Martínez López.
A lo largo de esta historia van surgiendo los que, además de los ya citados, son algunos de los centros más potentes en España: Minuesa, los Laboratorios, La Traba, el Patio Maravillas, EKO o La Ingobernable, en Madrid; La Hamsa, El Palomar de San Andreu, Can Masdeu o La Ruïna, en Barcelona; Cruz Verde, Casas Viejas o La Huelga, en Sevilla, por citar solo algunos.
Habitar el conflicto: legalización y gentrificación
Hay formas de habitar el conflicto que plantea el movimiento okupa. En ocasiones los centros okupados han llegado a acuerdos con las autoridades para la cesión de espacios y evitar el ciclo infinito de “un desalojo, otra okupación”, como reza el célebre lema del movimiento. “Esa dinámica puede resultar agotadora”, dice Jacobo Rivero, “mantener un espacio o un centro cultural de forma altruista y autogestionada se hace muy complicado cuando hay inestabilidad”. Pero la legalización ha generado controversia dentro del movimiento: desde los sectores más ácratas se dice que la ilegalidad es una declaración de principios irrenunciable contra el capitalismo; los sectores más pragmáticos defienden que la legalización aporta esa estabilidad necesaria y hace que los proyectos no se quemen.
Es curioso: aunque luchen contra la nueva concepción neoliberal de la ciudad como producto, en algunos casos las okupaciones han estado en el germen de los procesos de gentrificación y turistificación, como dinamizadoras culturales de los barrios, como atractoras de población cool. Véase el caso de Lavapiés, Gràcia o el ateniense barrio de Exarcheia. “La okupación hace atractivos los barrios porque pone a las personas en el centro. Pero el capital es capaz de colonizarlo todo”, observa Javier Gil, “así que es preciso que todo vaya acompañado de políticas contra la especulación”. Algunos centros okupados históricos, como Tacheles en Berlín, una gran galería de arte, se convirtieron en un lugar de peregrinación turística, así como la “ciudad libre” de Christiania en Copenhage, que atrae a curiosos de todo el mundo a la pintoresca experiencia autogestionada.
“Hay ciudades que han utilizado la imagen de la okupación como algo positivo, e incluso la han permitido: en Alemania se han llegado a legalizar más de 500 casos”, explica Martínez López. Son momentos en los que las autoridades han entendido el valor de los centros okupados en lugares como Ámsterdam, Berlín o Nápoles, donde el alcalde Luigi de Magistris legalizó siete centros al considerarlos “estructuras e instalaciones dedicadas al bien común”. En Madrid se han cedido a la gestión vecinal espacios como La Tabakalera o legalizado centros como la okupa de mujeres La Eskalera Karakola. No todos los gobernantes son proclives: desde su llegada al Ayuntamiento madrileño, el alcalde José Luis Martínez-Almeida prometió “tolerancia cero” con la okupación de cualquier tipo: considera a los okupas “unos caraduras”.
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