Cuando Lavapiés tomó conciencia de barrio
Un libro rememora los movimientos artísticos y reivindicativos que alumbraron el carácter multicultural y bohemio del vecindario
En mayo de 1998 un grupo de personas ataviadas con monos de trabajo con la inscripción Ayuntamiento S. A. tomaron un pedazo de césped del barrio de Chamberí y lo instalaron en la plaza de Cabestreros (hoy Nelson Mandela), en Lavapiés, por aquello de que sus habitantes supieran qué aspecto tenía el verde. Entonces Lavapiés no era lo que es hoy. “Era un barrio invisible, de alquileres baratos, donde nadie quería vivir, con problemas de inmigración, drogadicción, delincuencia y donde los ancianos morían en sus pisos sin que nadie se enterara”, dice Jesús Carrillo, profesor de Historia del Arte de la Universidad Autónoma, “era un mundo en decadencia”.
En los años del cambio de siglo confluyeron en estas calles diversas circunstancias: los problemas urbanos, los planes de rehabilitación municipales, los centros sociales okupados, el interés de los inversores, la llegada de la inmigración, el feminismo y los movimientos vecinales y artísticos. “De pronto desde muchos ámbitos se puso el foco en Lavapiés y se genera una disputa sobre el barrio”, dice Carrillo, que fue jefe de Programas Culturales del Museo Reina Sofía y tuvo una breve participación en el Área de Cultura del Ayuntamiento entre 2015 y 2016. Carrillo relata estos años a modo de crónica en el reciente libro Space Invaders, Intervenciones artístico-políticas en un territorio en disputa Lavapiés: 1997-2004), publicado por Brumaria. En esa etapa, también, se fue creando lo que es la imagen de Lavapiés como crisol multicultural y políticamente combativo, y de ahí su encanto cool y bohemio actual. La palabra gentrificación todavía no circulaba y la turistificación mediante pisos de AirBnb y otras plataformas hubiera parecido ciencia ficción: la World Wide Web apenas solo empezaba a popularizarse.
También como barrio de artistas, aunque aquel arte no tenía que ver con el mercado ni con lo que se puede ver hoy en las galerías del barrio. Por ejemplo, los artífices del traslado de césped citado al comienzo eran miembros del colectivo La Fiambrera (también conocido como La Fiambrera Obrera), que practicaban acciones de denuncia político-social con toques de humor y guerrilla de la comunicación al estilo de los situacionistas franceses, una tendencia que entonces vivía un revival de la mano de traducciones como las de la editorial Literatura Gris o fanzines como los editados por Industrias Mikuerpo. “Mientras se vivía el proceso de institucionalización del arte contemporáneo, e iban apareciendo los grandes museos que lo absorbían”, dice Carrillo, “en Lavapiés surgía una contestación a este proceso de zombificación artística, sin demandas sociales y sin preguntas sobre el modo de vivir”. Fueron importantes los eventos ReHabi(li)tar Lavapiés donde se celebraban Revistas caminadas (paseos por el barrio trufados de performances e intervenciones) o el premio Cascote de Oro a la casa más ruinosa. En una ocasión se fletó un globo aerostático para que los vecinos pudieran ver el barrio desde arriba.
En Space Invaders, Jesús Carrillo relata cómo el movimiento vecinal, okupa y artístico se imbricaron en la llamada Red de Lavapiés. “Reivindico la idea de la Red como un agente alejado del artista tradicional”, dice el profesor, “era un agente difuso y colaborativo”. Además de La Fiambrera, fueron protagonistas otros colectivos como El Lobby Feroz, Ladinamo, Circo Interior Bruto, el Grupo Surrealista de Madrid, centros sociales okupados como El Laboratorio (que conoció tres localizaciones) o la Eskalera Karakola, el Espacio Cruce, Off Limits o asociaciones de vecinos como La Corrala. Es una parte de la historia reciente del arte madrileño que se puede rastrear en otras iniciativas como la muestra sobre el Espacio P, pionero de la performance, que se celebró en el Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) o en la exposición La cara oculta de la luna de Madrid, sobre el arte alternativo de la época, en CentroCentro, comisariada por Tomás Ruiz.
A mediados de la primera década del siglo XXI Carrillo deja el relato. Según afirma en esos tiempos, con la llegada de Alberto Ruiz Gallardón al Consistorio y con Alicia Moreno como responsable de Cultura, la institución se apropia de los discursos colaborativos, artísticos y vecinales respecto a la cultura y los aplica en Matadero. La Casa Encendida fue en principio vecina en la misma manzana que la okupa Laboratorio 3, y hay quien dice que tomó buena parte de sus líneas programáticas e incluso, como señala Carrillo, llegaron a colaborar. Luego logró la cesión a los colectivos barriales del espacio de La Tabacalera, “después de una sucesión de fracasos”, según el autor.
“Además, el caldo de cultivo del barrio fue central para la protesta contra la guerra de Irak, para las huelgas generales y otras movilizaciones, incluso para lo que ahora conocemos como movimiento municipalista. La cosa iba más allá del debate sobre el barrio” ¿Fue esta época el origen de lo que hizo que Lavapiés adquiriera el carácter cool que conduce a la gentrificación? “Puede ser, pero es muy ambivalente”, dice Carrillo, “también se consiguió que este proceso se frenará y se conservase el carácter del barrio. No es lo mismo la gentrificación en Huertas, de tabula rasa y sin resistencia, que el proceso que se está viendo en Lavapiés, donde hay un tejido más denso. En aquella época se luchó mucho, ahora tiene que seguir haciéndose, no podemos vender nuestra piel tan barata”.
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