El cine y la televisión, trinchera y diván en la guerra contra el terrorismo tras el 11-S
El volumen de series y películas sobre el ataque a las Torres Gemelas y sus consecuencias es tan vasto que funciona a modo de conciencia y memoria colectiva. Un nuevo ensayo expone el nuevo imaginario bélico surgido
Cayeron las Torres Gemelas y cambió el mundo. Y también el cine para documentar los nuevos paradigmas geopolíticos surgidos tras el 11-S, y lidiar con el trauma que supusieron los atentados. Al fin y al cabo, nunca un ataque terrorista había resultado tan cinematográfico como el escalofriante desplome del World Trade Center en Manhattan retransmitido en directo a todo el mundo.
Veinte años después, el volumen de series y películas sobre aquel episodio y sus consecuencias es tan vasto que funciona a modo de conciencia y memoria colectiva en relación con el 11-S y la subsiguiente guerra contra el terrorismo lanzada por la Casa Blanca y sus aliados. Esa es la tesis del historiador y crítico cinematográfico Antonio José Navarro (Barcelona, 55 años) en Hollywood y la Guerra contra el Terror (Cátedra). “Si hubieses estado en una isla desierta sin leer periódicos ni ver la tele, pero con acceso a una filmoteca donde ver las películas que se han hecho sobre este tema, te harías una idea perfectísima de lo que ha pasado. Hay incluso matices oscuros, duros, que no aparecen en los medios de comunicación”, afirma Navarro y añade, a modo de ejemplo, que la problemática de los veteranos de guerra, una de las grandes preocupaciones del Departamento de Defensa estadounidense, ha tenido un reflejo mayor en películas y series que en la prensa.
Que las imágenes del 11 de septiembre de 2001 obligaban a repensar la relación entre la realidad y el hecho fílmico quedó claro enseguida. Robert Altman culpó a Hollywood de haber dado ideas a los terroristas. “Esa gente copió a las películas. Nadie podía haber planeado tamaña atrocidad a menos que hubiese visto una película”, dijo. Navarro cree que el director de MASH “aprovechaba para meterse con el cine mainstream”, pero, en conversación telefónica, reconoce que “hay una imaginación del desastre que pudo en algún sentido haber influido a los yihadistas, aunque eso no está demostrado”, y recuerda que el Pentágono constató que la resistencia iraquí en Bagdad tenía copias de Black Hawk derribado (Ridley Scott, 2001) y que aprendió a hacer caer helicópteros disparando a la cola, como sucede en la película.
“El cine crea imaginarios en un bando y otro, y todo el mundo los utiliza”, dice Navarro. Eso vale tanto para los yihadistas del ISIS, que han usado imágenes de películas occidentales en sus vídeos propagandísticos, como para la Administración estadounidense, que lleva décadas usando a Hollywood para fomentar el reclutamiento, de modo que los soldados estadounidenses ya en Vietnam iban al matadero influidos por la visión que de la guerra y el heroísmo daban películas protagonizadas, por ejemplo, por John Wayne. El periodista Michael Herr explicaba en Despachos de guerra que en Vietnam había soldados que “actuaban” y se comportaban “como héroes de película” en cuanto aparecían las cámaras de televisión.
Pero si en Vietnam la mirada de Hollywood al conflicto se volvió crítica solo tras su fin, el cuestionamiento de la guerra contra el terrorismo asaltó las pantallas mucho antes. En 2001, con el país aún en estado de choque, Hollywood se plegó a las peticiones de la Casa Blanca. La imagen de las Torres Gemelas se borró de series y películas, convirtiéndose en tabú. Hubo reuniones de miembros del Pentágono con cineastas para imaginar posibles planes yihadistas. El héroe de la serie 24, estrenada a finales de 2001, deshacía complots terroristas contrarreloj bajo la máxima de que el fin justifica los medios. Y las escenas de tortura en horario de máxima audiencia televisiva pasaron de menos de cuatro al año a más de un centenar tras el 11-S, según un estudio de Human Rights First.
“Hollywood, salvo en la época de los grandes estudios, nunca ha sido monolítico”, afirma Navarro, y tras la caída de Bagdad, en abril de 2003, empezaron a proliferar películas y series críticas tanto con la ocupación de Irak y las mentiras sobre las armas de destrucción masiva que supuestamente ocultaba Sadam Husein, como con los bombardeos, operaciones encubiertas, detenciones ilegales, cárceles secretas, torturas y asesinatos selectivos acometidos por los estadounidenses.
La lucha contra el terror, asimétrica y deslocalizada, ya no es como las guerras anteriores, así que también cambia el género bélico, más imbricado que nunca con el cine de espionaje, como en La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012), cuya obsesiva protagonista, a la caza de Bin Laden, tanto recuerda a la heroína de Homeland (2011-2020), quizá la más importante serie de espías enmarcada en el mundo posterior al 11-S. La mirada crítica también obliga a actualizar el thriller político, a veces hermanado con la sátira, como en El vicio del poder (Adam McKay, 2018), ácido biopic del que fuera vicepresidente de George W. Bush, Dick Cheney. Los cambios impactan incluso en el género policial: series como las nuevas versiones de Los hombres de Harrelson (2017 hasta la fecha) o Hawai 5.0 (2010-2020) o películas como Sicario (Denis Villeneuve, 2015) trasladan a la pantalla la militarización que la policía ha experimentado en EE UU.
Pero si un género destaca es el documental, que pisa un terreno en el que la realidad parece haber superado a la ficción sin recurrir a la imaginación de ningún guionista. Navarro considera que los documentales de la mano del reproche fílmico a la guerra del terror han experimentado una “edad de oro” de la que son buenos exponentes Standard Operating Procedure (Errol Morris, 2008), que explora las torturas y vejaciones que soldados estadounidenses infligieron a supuestos terroristas en la prisión iraquí de Abu Ghraib, o Taxi al lado oscuro (Alex Gibney, 2007), que relata la tortura y el homicidio de un taxista en una cárcel secreta en Afganistán, y que ganó el Oscar. Ejemplos de documentales concebidos, y ahí está para el crítico la clave del auge del género, “como llamada a la acción, como invitación a pensar”.
Navarro ya exploró en su libro anterior, El imperio del miedo. El cine de horror norteamericano post 11-S (Valdemar), la forma en que Hollywood tradujo en clave de cine de género el trauma tras el atentado de las Torres. La sociedad estadounidense “utiliza el cine como diván” y se atreve a abordar su presente, incluida su actualidad política, de una forma mucho más inmediata que el cine europeo. En España es impensable todavía una producción en la que un actor interprete al presidente del Gobierno en activo, como hizo Brendan Gleeson con Donald Trump en 2020 en la serie La ley Comey. “Los norteamericanos, con apenas dos siglos y pico de historia, necesitan narrarse para entender qué les pasa, y tienen una herramienta poderosísima que es el cine. A partir de un hecho determinado, piensan como sociedad a través del cine, y eso se refleja una vez más con la guerra contra el terror”.
En España todo es más lento: los años noventa empiezan a revisarse ahora en series y películas como Patria, Veneno o Las niñas. Aunque algo se mueve con producciones como El reino, La unidad o Antidisturbios, que abordan problemáticas más recientes, incluido, en el segundo caso, el terrorismo yihadista. A Navarro no le extraña que se trate de thrillers: “En España, el policiaco ha sido siempre, también en el franquismo, el cine más comprometido socialmente”.
Babelia
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