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CRÓNICA DE UN PERIODISTA QUE VIVIÓ LOS ESTERTORES DEL RÉGIMEN DE SADAM HUSEIN | LECTURA

La caída de Bagdad

Me despertó el ruido de intensos combates en las cercanías. Eran las ocho de la mañana [del 9-4-2003]. Me asomé al balcón para ver las explosiones dentro de los jardines del palacio, en la otra orilla del Tigris. Había llamaradas y súbitas nubes de humo negro se elevaban rápidamente desde los jardines y algunos de los palacios. Me zumbaban los oídos con el estruendo de las armas que estaban disparando, ametralladoras, tanques y cañones, y de las bombas que caían.

Sobre una ancha franja de arena que se extiende a lo largo de la ribera, a los pies del complejo palaciego, vi a varias docenas de soldados iraquíes de uniforme, algunos caminando y otros trotando. De pronto, todos echaron a correr rumbo a la carretera que discurre por la cima del terraplén de cemento en la orilla del río. Al correr formaron una larga línea desigual de unos 50 hombres moviéndose a distintas velocidades. Un par de ellos estaba en paños menores. Algunos nadaron en el río y treparon entre los juncos para traspasar una alambrada de seguridad que descendía por el terraplén desde los jardines de palacio hasta el agua. Yo no comprendía de qué huían los soldados. Luego vi que cuatro tanques grandes, de color caqui, americanos, se habían estacionado en lo alto del terraplén, a unos pocos cientos de metros de los soldados que corrían. Una nutrida andanada empezó a levantar polvo del terraplén y de la playa de arena que había debajo. Hubo más explosiones, y una columna de humo negro comenzó a ascender desde lo que parecían ser dos incendios de petróleo que ardía en la playa. Unos minutos después divisé apenas las figuras de varios hombres, soldados americanos, que disparaban acuclillados, al parecer, desde detrás de los tanques; no se distinguían bien. Ocurrían demasiadas cosas a la vez para asimilarlas todas. Al mirar por los prismáticos creí ver lo que en apariencia eran soldados iraquíes todavía en la playa, con la cabeza apenas visible por encima de los hoyos excavados en el suelo. Uno o dos parecían responder al fuego enemigo. Advertí por primera vez que toda la playa, sobre todo a lo largo de la orilla, estaba perforada por trincheras y fortificaciones.

'La caída de Bagdad'

(editorial Anagrama)

Es el relato de un periodista que escribe asiduamente en 'The New Yorker'. Aquí se recogen dos capítulos; el primero narra lo que Anderson vivió el mismo día de la entrada de las tropas en la capital iraquí; el segundo, el término del ultimátum que los norteamericanos habían dado a Sadam. El libro estará esta semana en las librerías. Otras obras del autor son: 'Despachos desde Afganistán', y 'Che Guevara: una vida revolucionaria' (en prensa).

Miré Abu Nawas abajo. Estaba desierta, a excepción de dos perros grandes que corrían juntos por la mitad de la calle. Minutos después vi a un iraquí, un tipo corpulento, vestido de paisano, que caminaba con cautela por mi lado de la calle, con un arma en la mano. Se cruzó con un hombre más mayor que transportaba varias bolsas en las manos, como si hubiera estado haciendo las compras de la mañana. En ese momento, un cámara y un reportero a los que identifiqué como alemanes salieron del Palestina y cruzaron la calle en dirección al río. Se aventuraron hasta una corta distancia en la banda de zona verde y empezaron a filmar la batalla. Vi que varios iraquíes se les acercaban, seguidos de un soldado con una pistola. Al converger sobre los dos periodistas estalló un furioso altercado. El soldado agarró la cámara y se lo llevó a tirones. Parecía intentar obligarle a que subiera a una camioneta conducida por otro soldado. El otro alemán, el reportero, trataba de detener al soldado. Hubo gritos coléricos y vi que el soldado apuntaba con su arma. Pensé que le iba a disparar al cámara. Los otros iraquíes se sumaron al tumulto. Era como si intentasen rescatar a los periodistas. Todos chillaban y se daban empujones. Por último, el soldado soltó a su presa, a regañadientes, y bajó el arma, y los iraquíes que habían ayudado a los alemanes les acompañaron hasta ponerlos a salvo en el hotel Palestina.

El ruido de la batalla pasó a ser un muro de sonido. Poseía una calidad sinfónica. Gran parte se componía de estruendos y estallidos -fuertes sacudidas de tanques y aviones, las ráfagas desgarradoras de los proyectiles-, pero también había un ruido rítmico, como si aporreasen mecánicamente un gran tambor de acero, y varias veces, un chirrido compacto. Subyacente, de vez en cuando, sonaba el ligero tableteo de fuego de armas automáticas. En varias ocasiones oí un crujido estrepitoso, como de palomitas de maíz metálicas que revientan, que se prolongaba y se volvía muy intenso; comprendí después que seguramente era la explosión de un depósito de armas. Era para mí un sonido nuevo, al igual que el chirrido, que resultó que procedía de los cañones de aviones A-10 Warthogs de vuelo bajo, que disparan 4.000 balas por minuto. También se oía el bramido de los cazas F-18 de vuelo bajo, o al menos sonaba igual que ellos. Estos aviones, que eran muy veloces y ruidosos, habían empezado a sobrevolar Bagdad hacía dos días, sustituyendo a los B-52 de las dos semanas anteriores, que volaban a gran altura. Una o dos veces arrojaron bombas o lanzaron misiles sobre los jardines del palacio y se alejaron.

Una súbita ráfaga de viento del sur elevó el humo de los incendios en la playa. La nube se fue extendiendo al cruzar el río en dirección al hotel, y en cuestión de unos minutos nos vimos envueltos en una cortina amarilla de niebla, polvo y humo. Era el comienzo de un nuevo turab, que singularmente había coincidido con la batalla en el palacio. La tormenta de polvo lo tapaba casi todo, pero la batalla prosiguió la mayor parte del día.

Hacia mediodía decidí abandonar mi atalaya en el balcón y bajar al Palestina para averiguar lo que estaba pasando. Los ascensores del Sheraton ya no funcionaban y tuve que bajar andando los 12 pisos hasta la calle. Había reporteros pululando por la entrada del Palestina. Supe que Muhamad al Sahaf había aparecido para dar una breve conferencia de prensa -la más breve hasta entonces- en la que había negado en redondo que hubiese tropas americanas en Bagdad.

-Son realmente enfermos mentales -había dicho-. Han dicho que han entrado con 65 tanques en el corazón de la capital. Les informo de que esto dista muchísimo de ser cierto. Esta historia es sólo una muestra de su enfermedad mental. En Bagdad no han entrado en absoluto tropas americanas ni británicas.

Afirmó que los estaban rechazando y "exterminando", y añadió expresivamente que se estaban "suicidando a las puertas de Bagdad".

-Les animaremos a que se suiciden. Como ha dicho el presidente Sadam: "Dios les concederá que los entierren manos iraquíes".

A 500 metros de los tanques

A menos de 500 metros de donde Sahaf hablaba había varios tanques Abrams americanos, pero este hecho no parecía importarle. Dio luego un pequeño sermón a los medios de comunicación sobre la necesidad de ser verídicos y exactos en su información de los sucesos, y señaló a periodistas, en especial de Al Yazira, por decir mentiras sobre lo que estaban presenciando. Al parecer, Al Yazira había transmitido noticias en directo de los combates desde su propio chalé en la ribera opuesta del Tigris, a unos centenares de metros río arriba del complejo palaciego. Antes de marcharse, Sahaf había dicho a todos los presentes:

-Tengan la seguridad de que Bagdad no corre ningún peligro; Bagdad es grande.

En los últimos días me habían intrigado cada vez más los móviles de Sahaf, el último alto funcionario iraquí que había sido visto desde la toma del aeropuerto, para hacer sus declaraciones asombrosas. Sólo pude llegar a la conclusión de que él creía que no éramos tan distintos, en definitiva, de los ciudadanos iraquíes, que habían perdido desde hacía tanto tiempo su capacidad de denunciar una mentira o de contradecir cualquier versión oficial. Tal vez Sahaf pensara que le creeríamos si hablaba con suficiente cordialidad y aparente convicción.

Organizaron un recorrido en autobús para la prensa. Me uní al grupo, intrigado por saber adónde nos llevarían que pudiese confirmar las increíbles aseveraciones de Sahaf. El autobús bajó la calle Sadún. (Desde la calle Sadún no se veía el río ni los tanques americanos al otro lado). Me chocó que aún hubiese coches en las calles y que estuviesen abiertos en la acera un par de quioscos de cigarrillos y golosinas. A la hora de cruzar el Tigris, el conductor eludió el puente más próximo, el Yumhuriya, que atravesaba el río en un punto justo enfrente de los muros del palacio, y siguió hasta el segundo puente río arriba, el Sinak, en la carretera que pasaba por delante del Ministerio de Información. La ciudad estaba casi desierta, exceptuando a unos cuantos combatientes desperdigados en grupos de dos o tres, casi todos de paisano y con kefiyas a cuadros rojos y blancos envueltas como turbantes alrededor de la cabeza. Algunos, armados con lanzagranadas propulsados por cohetes y cargando otros proyectiles, cruzaban la calle rumbo al palacio presidencial. Nos hicieron la V de la victoria. El autobús siguió hasta tres manzanas más allá del Ministerio de Información, dio un giro a la derecha de unos doscientos metros, llegó a la estación central de autobuses, que estaba vacía, y emprendió el regreso. Unos soldados bloqueaban la calle que normalmente llevaba al hotel Al Rasheed. Corría el rumor de que los americanos se habían apoderado del hotel durante la noche. El trayecto terminó diez minutos después de haber empezado.

De nuevo en el Palestina, pregunté a uno de los funcionarios del ministerio aún accesible (muchos habían desaparecido desde la captura del aeropuerto) cuál había sido la finalidad del viaje en autobús. Me dijo que desmentir la afirmación de los americanos de que habían tomado el Ministerio de Información. Cuando le pregunté por el Al Rasheed, se limitó a mover la cabeza y fingió que no me había oído. Luego dijo, con entusiasmo, que el ministerio esperaba llevarnos a ver un sitio en los barrios del sureste donde los iraquíes habían matado a "cientos de americanos".

-Hay cadáveres por todas partes -me dijo, jubiloso-. Ya les habríamos llevado allí si no fuera porque los americanos han dejado muchas bombas de dispersión. Es demasiado peligroso llevarles. Tenemos que retirarlas. En cuanto acabemos, le doy mi palabra de que verá lo que le estoy diciendo. (...)

El ultimátum

Bagdad estaba insólitamente silenciosa aquella noche. Me quedé levantado hasta la madrugada en mi nueva y confortable habitación del Al Rasheed, escribiendo y poniendo al día mi correo electrónico. Antes de acostarse, hacia la una de la madrugada, Paul cubrió las ventanas de nuestras habitaciones con grandes X de cinta adhesiva y llenó de agua los bidones de plástico. A las 3.30 , cuando se acercaba la hora límite fijada por el presidente Bush, lo único que se oía era el zumbido de algún que otro coche y unos perros ladrando. A las cinco, cansado y pensando que quizá el ataque no comenzaría aquella noche, me acosté para tratar de dormir. Cerca de una media hora después, cuando me estaba adormilando, oí un gran estruendo amortiguado. Mi cama se movió, como si hubiera habido un terremoto bastante lejos de allí. Luego creí oír un avión que volaba muy alto. Me levanté de un salto y llamé a Sabah y a Paul. Mientras lo hacía, hubo sonidos más fuertes y rápidos, de bombas o de fuego antiaéreo -no supe de qué-, seguidos de sirenas. Cuando aparecieron Paul y Sabah, sonaron más detonaciones. Unos coches pasaron a gran velocidad, unos hombres gritaron y al cabo de unos minutos se oyeron más explosiones, y luego, todo alrededor, comenzó el repiqueteo del fuego antiaéreo. Cayó otra bomba produciendo una explosión terrible y las baterías respondieron con más fuego. A las seis de la mañana despuntó el azul claro del alba y hubo un silencio sólo interrumpido por el canto de un único gallo, de pájaros piando y de un muecín que llamaba una y otra vez a la oración, "Allahu Akbar". No hubo más explosiones.

Minutos más tarde, Paul recibió una llamada de su redactor jefe en Sidney advirtiéndole de que el Ministerio de Asuntos Exteriores australiano acababa de enviarle un mensaje de que teníamos que abandonar urgentemente el Al Rasheed, porque era "un objetivo muy importante", y trasladarnos al Palestina, que era "seguro".

Intentamos llamar a la habitación de John Burns para avisarle y después fuimos corriendo a llamar a su puerta. No contestó nadie. Tras recoger algunas de las cosas más indispensables -el teléfono vía satélite, el ordenador portátil, dinero y algo de ropa- bajamos pitando al coche de Sabah. Dijimos a Muhamad, el chófer de Paul, que llevara en su coche el generador, el combustible y los bidones de agua. Paramos en la recepción para prevenir al recepcionista. Había a la vista muy pocos empleados del hotel, así como huéspedes. El recepcionista no parecía entender lo que le estábamos diciendo. No hacía más que repetir como un tonto que su trabajo consistía en quedarse donde estaba, y que sus "jefes" se enfadarían si se iba. Nos indicó que en el hotel había un refugio donde estaría a salvo. Le dijimos que los americanos tenían bombas que destruían los búnkeres; allí no estaría protegido. Le aconsejamos que si oía aviones o sirenas, saliera al jardín. Asintió, no muy convencido. Nos preguntó por la cuenta. Exasperado, le dije que guardábamos nuestras habitaciones y que no era el momento de preocuparse por la cuenta. Salimos y recorrimos calles desiertas hasta el Palestina. (...)

Una vez reinstalados en nuestro mísero cuartito del Palestina, mandé a Sabah que se fuese a su casa a ver a su familia, dejé que Paul organizara las cosas y sucumbí al sueño, agotado. Un par de horas después, cuando Sabah volvió y vino a despertarme, le pregunté qué tal estaba su familia. Le asomaron las lágrimas. (...) Mirando hacia arriba y hablando en voz baja, con su inglés imperfecto, dijo:

-Okay el bombardeo para Sadam, pero no para el pueblo iraquí. Una bomba..., todo terminado, adiós.

Alrededor de una semana antes, Sabah me había invitado a su casa por primera vez y me había presentado a su mujer y a numerosos parientes. Vivía en un barrio de clase trabajadora, pero en una de las casas más bonitas de la calle, pagada, me dijo, con el dinero que había ganado trabajando de chófer de la CNN durante la guerra del Golfo. (...)

Patrick Dillon se había enterado de algún modo de que yo no me había ido de Bagdad, y vino a mi habitación cuando yo estaba durmiendo y me deslizó una nota por debajo de la puerta. Decía: "Jon. Albert Camus dijo: 'A las cuatro de la mañana, todo el mundo está exactamente donde se supone que debe estar'. Me encanta que estés donde se supone que debes estar...". Paul había localizado finalmente a John Burns, que resultó que no había oído nuestras llamadas por teléfono ni los golpes en su puerta, porque había trasnochado hasta después de amanecer, y, tras enviar un texto sobre el bombardeo, se había acostado con tapones en los oídos para no oír ningún ruido. Al parecer, él y Tyler se estaban trasladando al Palestina, como todos los demás. Para entonces, la advertencia respecto al hotel Al Rasheed había sido transmitida por otras fuentes, entre ellas el Pentágono, y difundida ampliamente. El aviso también concernía al hotel Mansur, que estaba al lado del Ministerio de Información y era un lugar poco seguro donde alojarse, pues el ministerio figuraba entre los objetivos prioritarios de los bombardeos. En un informe secreto destinado a los ejecutivos de los medios de comunicación americanos, el Pentágono había dicho a las organizaciones de noticias que seguían operando en Bagdad que recomendaran a sus corresponsales que evitasen el ministerio durante las 48 horas siguientes.

Hacia el mediodía volví en coche al Al Rasheed para recuperar parte de mis pertenencias. Una vez más, el hotel estaba desierto. Me di una ducha caliente e hice varias llamadas a mi familia, por teléfono ordinario y vía satélite, para comunicarles que me encontraba bien. Conecté con Internet en mi portátil, buscando noticias del mundo exterior, y supe que la finalidad de los ataques aéreos de aquella mañana temprano había sido "decapitar" al mando iraquí y que se habían efectuado contra uno de los refugios de Sadam, a las afueras de Bagdad. Periodistas y funcionarios americanos estaban ya conjeturando que Sadam podría haber muerto en estos bombardeos. (...)

¿El 'doble' de Sadam?

Al entrar en el vestíbulo del Palestina y atravesar la avalancha de periodistas, escoltas, hombres del Mujabarat y escudos humanos que se agolpaban allí, vi a un corro de gente alrededor de un televisor. Me abrí paso y vi que estaban viendo a Sadam, que hablaba a la cámara en una borrosa imagen de vídeo. Por lo que pude colegir, estaba diciendo cosas que dejaban claro que el vídeo había sido filmado horas antes de aquel mismo día, después de los ataques, lo cual significaba que seguía vivo. Al alejarnos, pregunté a Sabah qué opinaba. No estaba seguro. Dijo que era posible que el hombre del vídeo no fuese Sadam, sino uno de sus supuestos dobles; dijo, dubitativo:

-Tenía las orejas más grandes, parecía más viejo y llevaba gafas. Quizá no fuera Sadam.

Desde nuestra habitación en el Palestina se divisaba el hotel más pequeño de Patrick, el Al Fanar, donde se alojaban los pacifistas de Kathy Kelly y gentes variopintas como Patrick Dillon. Paul y yo montamos guardia, pensando que el bombardeo se reanudaría por la noche. Desde nuestro balcón se veía una sección del río, varios de los puentes que lo cruzaban y parte del complejo palaciego en la otra orilla. A lo lejos divisábamos también la sede central del partido Baaz, el hotel Al Rasheed y los ministerios de Información y Asuntos Exteriores. Más allá veíamos la torre de telecomunicaciones Sadam. (...)

El bombardeo empezó hacia las 18.30. De repente hubo tres grandes explosiones, justo al otro lado del río. Varios de los edificios del palacio y de los ministerios parecían tocados, pero después de las bolas de fuego iniciales no se veía mucho. Parecían arder los pisos inferiores del Ministerio de Urbanismo, una mole de color ocre, al borde del complejo palaciego, cerca del puente más próximo. Aquí y allá saltaban y brillaban las llamas, y columnas de humo oscuro ascendían hacia el cielo nocturno. Todos los grandes edificios simbólicos de la dictadura de Sadam aún se tenían en pie. (...)

Miré desde el balcón a ver si divisaba a Patrick abajo, en su balcón del Al Fanar. No le vi a él, pero sí a otros huéspedes, pacifistas europeos o americanos, sentados en sus balcones. Uno de los pacifistas, encorvado en su asiento y atisbando fuera, había atado una bandera blanca, que colgaba lánguida de un mástil sobre la calle. Unas puertas más abajo, en la acera delante de la entrada de otro hotelito, los apartamentos turísticos Al Rabe, había cerca de una docena de iraquíes, sentados en sillas de jardín, como una familia que toma el aire fresco de la noche. Vi unos cuantos coches circulando, incluso algunos sobre los puentes. Ladraban unos perros y el río parecía tan en calma como una balsa de aceite, sin más que un resplandor de movimiento en su superficie.

Columnas de humo cubren el cielo de Bagdad en vísperas de que la capital iraquí cayera en manos de las tropas aliadas.
Columnas de humo cubren el cielo de Bagdad en vísperas de que la capital iraquí cayera en manos de las tropas aliadas.AFP

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