Los extraños dinosaurios acorazados que poblaron Sudamérica
Los ancestros más primitivos de los estegosaurios sobrevivieron más allá del Jurásico y en un continente en el que su presencia se desconocía hasta ahora
Hace unos 100 millones de años, la Patagonia fue el hogar de uno de los mayores carnívoros que jamás ha existido sobre la Tierra: el Giganotosaurus carolinii, de entre 12 y 13 metros de largo y casi siete toneladas, algo mayor incluso que el mítico Tyrannosaurus rex, con el que rivaliza en la última película de la saga Jurassic World. Fue un cazador de fósiles aficionado, Rubén Carolini, quien en 1993 descubrió el primer fósil de este letal depredador; y en los 30 años transcurridos desde entonces, la Patagonia argentina se ha convertido en una meca de la investigación paleontológica y del turismo científico.
Considerada una fábrica mundial de dinosaurios, la región cuenta con la colección paleontológica más importante de Sudamérica y en ella se han descubierto más de 30 tipos nuevos de dinosaurios del período del Cretácico tardío, hace entre 90 y 100 millones de años. En medio de su desértico paisaje florecen museos dedicados a estos prehistóricos reptiles. Y en sus yacimientos continúan sucediéndose fabulosos descubrimientos, que cambian las ideas que teníamos sobre la evolución de los dinosaurios en este continente.
El último de estos sorprendentes hallazgos es la nueva especie bautizada como Jakapil kaniukura, que significa portador de escudos con cresta de piedra, en las lenguas ancestrales del norte de la Patagonia argentina. Este dinosaurio acorazado no era más grande que un perro doméstico. Medía menos de un metro y medio y pesaba entre cuatro y siete kilos. Era herbívoro y tenía las patas delanteras mucho más cortas que las traseras, algo que indica que pudo correr semierguido; o mejor, huir a buena velocidad de los temibles giganotosaurios, con los que coexistió en la Patagonia en la misma época del Cretácico.
El descubrimiento de esta especie inaugura un nuevo género dentro de los tireóforos, un grupo de dinosaurios caracterizado por las armaduras que recubren la parte dorsal y superior de su cuerpo. Los más conocidos de este género son el estegosaurio, con placas pentagonales sobre una columna vertebral que culmina con gruesas espinas, y el anquilosaurio, cubierto por un caparazón espinado y un garrote en la punta de su cola.
Lo que se sabía hasta ahora de este gran grupo, que surgió en el Jurásico (hace entre 200 y 145 millones de años) en el supercontinente de Laurasia, era que la gran mayoría de especies vivieron en esa descomunal masa de tierra (sobre todo, en las actuales Norteamérica, Europa y China) y que la evolución les llevó a ser cuadrúpedos: solo los más primitivos andaban sobre dos patas, como el escutelosaurio. El descubrimiento del jakapil, sin embargo, cambia esa historia en tres aspectos fundamentales. Los tireóforos bípedos siguieron existiendo muchísimo tiempo después (hasta el Cretácico tardío) y se extendieron a otras partes del planeta (en Gondwana, los continentes que hoy están debajo de la línea del Ecuador), donde hasta ahora se desconocía su presencia. Esto permite razonar, además, que probablemente ese linaje sufrió una reducción evolutiva de sus patas delanteras, tal como les ocurrió a otras especies, como el tiranosaurio y el giganotosaurio.
Esta nueva especie vivió en la hostilidad del antiguo desierto de Kokorkom (situado en la actual área paleontológica de La Buitrera, en la provincia argentina de Río Negro), donde todo lo vivo era espinoso y duro, incluido el pequeño jakapil. Para sobrevivir en ese ambiente desarrolló una mandíbula alta y robusta que le permitía comer lo que encontrara: semillas, plantas suculentas e incluso madera. Adornado con una cresta de piedra, su peculiar quijada le podría haber servido también como arma de seducción, aunque esto es, por el momento, solo una conjetura.
La descripción de este holotipo fue publicada en la revista científica Scientific Reports en 2022, por los investigadores argentinos Facundo Riguetti y Sebastián Apesteguía, de la Fundación de Historia Natural Félix de Azara, la Universidad de Maimónides y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Colaboró también el español Xabier Pereda, de la Universidad del País Vasco.
Ninguno de ellos esperaba gran cosa cuando encontraron los primeros restos en 2013, pero todo cambió seis años después. “Quedaron guardados por un tiempo pensando que podía tratarse de otro animal, porque en esta zona abunda un tipo de cocodrilo terrestre particular, así que en un principio se pensaba que podría tratarse de eso. Como había tantos restos, no se terminaron de limpiar hasta 2019. Entonces empezamos a ver que el material no era un cocodrilo, sino que tenía características llamativas, raras, que no conocíamos en ningún otro animal de esa época en Sudamérica. A medida que se iba limpiando, los ojos se nos iban quedando cada vez más abiertos”, recuerda Riguetti desde la provincia de Río Negro en una videollamada compartida con Apesteguía, desde Buenos Aires, y Pereda, desde el País Vasco.
Para el investigador español este descubrimiento ha sido igualmente asombroso. En especial por la edad del fósil. “Corresponde a un linaje que se creía relicto [un remanente de un ecosistema en regresión]. Habría sido más lógico encontrarlo en terrenos jurásicos. Que aparezca en el Cretácico es una auténtica sorpresa. Probablemente en Sudamérica y en Argentina van a seguir apareciendo. Yo creo que, en cuanto a los tireóforos, puede haber más sorpresas”, augura Xabier Pereda.
El Kokorkom, que significa desierto de huesos en lengua tehuelche, era una extensión de dunas de unos mil kilómetros cuadrados, casi como la superficie de la actual ciudad de Roma. Sobre ese campo dorado se esfumaron la mayoría de los huesos de dinaosaurios más grandes del mundo (como los del giganotosaurio y el futalognkosaurio), pero debajo quedaron escondidos los fósiles más pequeños que Apesteguía desempolva con fascinación desde hace 25 años. Él explica que el sitio que hoy se llama La Buitrera “tiene la particularidad de haber preservado muy bien los esqueletos pequeños. Todo animalito del tamaño de una lagartija, de un ratoncito, de un dinosaurito pequeño, que moría ahí en el desierto era tapado por la arena, evitando la posibilidad de ser comido por cualquier carnívoro carroñero”.
El Gobi sudamericano
El yacimiento es una de las joyas de la paleontología porque la calidad de preservación de sus fósiles es excepcional. “Eso es lo que tiene de lindo, porque dinosaurios grandes se encuentran en todos lados; pero los animalitos que vivían a la sombra de los gigantes son mucho más difíciles de encontrar. Es un poco lo que ocurre en algunos otros lugares del mundo como el desierto del Gobi (en China), y por eso a La Buitrera lo solemos llamar El Gobi sudamericano”, valora el segundo autor del artículo de investigación.
En ese cielo volaban reptiles acechando a pequeñas criaturas que buscaban desesperadas un resguardo. Los numerosos rastros de cuevas son las pruebas actuales de cómo intentaban ocultarse de las amenazas, que provenían no solo del aire, sino también de la tierra, donde habitaban gigantescos dinosaurios carnívoros, serpientes con patas, cocodrilos terrestres, esfenodontes y terópodos carnívoros de menos de medio metro. Apesteguía reivindica esa astucia. “El desierto es para especialistas. No cualquier animal podía vivir ahí. Probablemente, los grandes dinosaurios pasaban por el desierto sin que los afectara demasiado porque tenían suficientes reservas de agua y comida como para atravesarlo sin pestañear”.
Pero los pequeños debían arreglárselas de otra manera. Y ocultarse no siempre era una opción para el jakapil, así que el bipedismo le dio la oportunidad de acelerar su paso. El investigador lo relata como si lo estuviera viendo. “Este animalito está viviendo en un ambiente árido, abierto, donde no se puede esconder y los predadores son infinitamente más grandes. El mecanismo de defensa no puede ser ni ocultarse ni quedarse a enfrentarlos. Los dinos rápidos, como este, pueden comer en un ambiente abierto, estar atentos al entorno y salir corriendo en cuanto ven que se acerca un predador. Es una respuesta lógica para ese momento y ese lugar”.
Cuando las condiciones de vida son duras, el riesgo de morir es alto. Ser rápido y espinoso ayuda, pero no llega. Para que la especie perdure, hay que tener una familia numerosa. “En el Kokorkom hay muchos individuos de unas poquitas especies y eso es justamente una característica también de los desiertos actuales. No vamos a encontrar allí demasiadas especies, sino muchos individuos de pocas especies”. En La Buitrera suman ya 400 o 500 especímenes de esfenodontes, unos 15 ejemplares de serpientes con patas y algunos buitreraptores. “Hasta ahora con el jakapil apareció poquito (un ejemplar bastante completo), pero sabemos que hay restos en otros lugares, así que suponemos que al menos tres o cuatro más van a aportar sus esqueletos”, especula el paleontólogo.
Los investigadores planean continuar analizando en detalle los dientes, las patas y los escudos, con el objetivo de entender mejor cómo vivía y si las placas óseas estaban relacionadas con la regulación de la temperatura, con la exhibición (en la lucha o el cortejo) o con la defensa.
La sola aparición de esta especie ya ha transformado lo que se conocía sobre los dinosaurios acorazados, en cuanto a su expansión en el tiempo y en el espacio, y promete la revisión en otros grupos de dinosaurios. “Un bicho que aparece donde no lo esperábamos cambia un montón de cosas, cambia el contexto. En Sudamérica prácticamente no se conocían o hay muy poco registro, y menos de este tipo particular de tireóforos, hasta la aparición del jakapil. Así que esto nos dice que podrían esperarse más hallazgos, no solo de dinosaurios acorazados. Porque si estos animales llegaron a estas latitudes y no lo esperábamos, tranquilamente puede pasar con otros grupos u otros linajes que hayan vivido en nuestro territorio y que no lo sepamos todavía”, explica con ilusión Riguetti.
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