Una suscripción a la revista ‘Penthouse’ en la apuesta que perdió Stephen Hawking
Toda apuesta supone un desafío y, en este caso, supone un desafío enorme al que se enfrentaron dos científicos de talla como Stephen Hawking y Kip S. Thorne

El agujero negro más famoso de toda la Vía Láctea lleva el nombre de Cygnus X-1 (abreviado como Cyg X-1) y fue visto por primera vez en 1964, en el vuelo de un cohete suborbital. A partir de ese momento empezaron las sospechas y las conjeturas. ¿Se trataba de un agujero negro?
Por lo que sabemos, la cuestión empezó a crecer a finales de 1970 con el lanzamiento del primer satélite de rayos X que fue bautizado como UHURU y que significa “libertad” en suajili, lengua africana. Gracias al citado satélite, se descubrieron 339 estrellas de rayos X. Hoy sabemos que el Cygnus X-1 comenzó su vida como una estrella de unas 60 veces la masa del Sol y que colapsó hace decenas de miles de años, pero, en 1970, por mucho que la comunidad astronómica admitiera que el Cygnus X-1 era un agujero negro, todavía quedaban dudas al respecto. El crecimiento de materia en un agujero negro es un proceso complicado de estudiar y más aún hace cincuenta años.
Así estaban las cosas cuando, en diciembre de 1974, con el jolgorio de las cercanas fiestas navideñas, dos científicos hicieron una apuesta. El asunto no tendría importancia si los científicos no fuesen Stephen Hawking y Kip S. Thorne, reconocido físico teórico estadounidense que, años después, en el 2017, ganaría el Premio Nobel de Física por sus contribuciones al desarrollo del detector de ondas gravitacionales LIGO.
Stephen Hawking apostó que aquello no era un agujero negro, estaba convencido, pues no arrojaba señal alguna de serlo, no ocurría como en otras ocasiones en que los agujeros negros emitían un grito inequívoco: “¡Soy un agujero negro!”. Porque las señales inequívocas de agujero negro son análogas a los latidos de un púlsar, estrella de neutrones dotada con un intenso campo magnético que gira sobre su propio eje y que emite pulsos de radiación regulares.
Si Stephen Hawking apostaba en contra, Kip S. Thorne lo hacía a favor. Estaba convencido de que aquello sí era un agujero negro. Si Thorne ganaba la apuesta, obtendría una suscripción anual a la revista Penthouse; si no, Stephen Hawking ganaría una suscripción de cuatro años a la revista satírica Private eye. Con el paso del tiempo, la balanza se empezó a inclinar cada vez más a favor de Thorne. Sin ir más lejos, en 1978, el sucesor, de UHURU bautizado como Einstein, fue el primer telescopio capaz de tomar imágenes en rayos X y, con su ayuda, se descubrieron numerosos aspirantes a agujeros negros. Por lo mismo, de ser algo, el Cygnus X-1 tan solo podría ser uno de tantos candidatos.
Todo esto lo cuenta el mismísimo Kip S. Thorne en el libro titulado Agujeros negros y tiempo curvo (Crítica). Un trabajo didáctico, escrito con sencillez, que es todo un viaje a través de los agujeros negros y de su historia, salpicado por testimonios y anécdotas como la que hoy nos trae hasta aquí, donde queda de manifiesto que la duda científica no solo genera nuevos espacios de discusión, sino que también puede provocar desafíos.
Al final, en junio de 1990, Stephen Hawking entró un día en el despacho de Thorne donde tenía la apuesta enmarcada y validó su derrota con la huella del pulgar mojada en tinta. Así fue como Hawking se declaró vencido.
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