El trigo que resistió el cambio climático hace 4.200 años
Una investigación desvela cómo los antiguos agricultores de La Mancha burlaron el efecto devastador de las bajas temperaturas
La lluvia desapareció durante siglos, los ríos se secaron, los valles mutaron en desiertos y encontrar agua se convirtió en una quimera. La sequía permanente no fue el único problema de quienes habitaban este planeta hace 4.200 años. El descenso notable de las temperaturas les hizo afrontar cambios climáticos severos y aprender a sobrevivir en condiciones extremas. En la zona que hoy conocemos como La Mancha, los pobladores diseñaron unas novedosas estructuras denominadas motillas que les sirvieron para controlar el agua subterránea disponible y para almacenar cereales. Una investigación liderada por el arqueólogo Luis Benítez de Lugo, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba de descubrir semillas de trigo carbonizadas que lograron adaptarse.
El hallazgo se ha producido en la motilla del Retamar, construida en el cauce del río Guadiana, en Argamasilla de Alba (Ciudad Real). Las simientes estaban en el interior de unos recipientes de cerámica, si bien corresponden ya a la Edad del Bronce, el periodo de la prehistoria en la comienzan a desarrollarse útiles con este metal. La investigación confirma que los granos de trigo estuvieron expuestos a unas temperaturas mucho menores de las que conocemos en la actualidad y aun así resistieron. De esta manera, la población supo sobreponerse a las adversidades de un cambio climático en el que nada tuvo que ver la mano del hombre. Aquellos seres humanos basaban su sustento en la ganadería y la agricultura, y no existían desigualdades económicas entre ellos porque todos los recursos pertenecían al grupo.
Para sortear los efectos del cambio climático sobre su sustento, los moradores de la llanura manchega encontraron una exitosa solución: se dieron cuenta de que, si excavaban un poco en la tierra, podían encontrar grandes reservas de agua. Para controlarlas, construyeron las motillas, redes de pozos monumentales puestos al servicio de una comunidad ganadera dedicada fundamentalmente a criar ovejas. En la actualidad se conocen 45 motillas, la más importante la del Azuer, en Daimiel (Ciudad Real). Ese yacimiento fue declarado Bien de Interés Cultural en 2013, un objetivo que Benítez de Lugo persigue también con la motilla del Retamar. “Estos monumentos no existen en otro lugar. Lo importante es el conjunto. Debemos evitar destrozos y expolios en una de las primeras manifestaciones arquitectónicas regionales”, subraya.
Estructuras milenarias
Las motillas son instalaciones construidas en zonas llanas, de planta circular, con doble o triple muralla y una torre central. En su interior se abre un pozo de grandes dimensiones realizado con los medios rudimentarios de la época. El objetivo era alcanzar el nivel freático, el lugar donde se concentran los acuíferos. Su existencia se conoce desde tiempos inmemoriales, pero las primeras referencias escritas no se encuentran hasta finales del siglo XIX. La motilla del Retamar comenzó a estudiarse arqueológicamente en 1984, y las últimas actuaciones datan de los años 90. Los trabajos desarrollados durante septiembre y octubre por el equipo de Benítez de Lugo han sido financiados por el Gobierno autónomo, el Ayuntamiento de Argamasilla de Alba y un patrocinador privado, y han servido para descubrir recipientes cerámicos que han arrojado un halo de luz sobre el uso de estas estructuras milenarias.
“Es una prueba de que las motillas, además de ser fuentes de aprovisionamiento de agua, eran lugares en los que se almacenaba grano. También debieron de estar dotados de una fuerte carga sagrada y simbólica, porque existen enterramientos alrededor de estos pozos, probablemente para legitimar su propiedad y uso”, confirma Benítez de Lugo. En su opinión, las motillas son el reflejo de un cambio social de gran calado, porque suponen un incremento de las desigualdades y el inicio de la jerarquización social. Todo está vinculado a la escasez de recursos, que limitó por completo el acceso al agua. El arqueólogo sostiene que el objetivo de la investigación era averiguar las fórmulas que las sociedades de la Edad del Cobre utilizaron para hacer frente a una contingencia climática. Y así fue como descubrieron unas semillas que serán analizadas por Leonor Peña, arqueobotánica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Benítez de Lugo indica que los granos pertenecen a dos variedades, triticum durum y triticum dicoccum, capaces de resistir a condiciones climáticas extremas. Y, como ha quedado demostrado, también de mantener con vida a nuestros ancestros.
El origen de la alabarda
La excavación en la motilla del Retamar también ha servido para hallar un instrumento excepcional, reflejo de una sociedad sometida a tensiones y violencia: la alabarda. Se trata de una pieza metálica alargada realizada con una aleación de cobre y arsénico que está siendo estudiada por Ignacio Montero, experto en arqueometalurgia en el CSIC. Las alabardas son características de las primeras etapas de la Edad del Bronce, momento en el que surgen las motillas. Aunque hay piezas frágiles que pudieron tener un carácter ceremonial, en general son instrumentos diseñados específicamente para causar la muerte por medio de un pico que se introducía en el cuello.
Las alabardas fueron un arma muy utilizada por las tropas de infantería mucho tiempo después, durante la Edad Media para repeler a la caballería pesada. En China se empleaba desde tiempos inmemoriales y hasta ahora se creía que en Europa fue introducida en el siglo XIV por teutones y escandinavos, aunque fueron los mercenarios suizos quienes le dieron fama. La alabarda, indica Benítez de Lugo, es el origen remoto de las picas que los españoles utilizaron en Flandes.
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