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Desarrollo sostenible
Tribuna
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El fin de lo global... y el momento de lo local

Las soluciones a las grandes crisis de la humanidad siguen principios comunes: bajar el consumo, volver a lo local, centrarse en lo importante, recuperar el tiempo y disfrutarlo en buena compañía. Alejarse de todo lo que huele a combustibles fósiles y globalización es invertir en futuro

Nikola Jovanovic
Nikola Jovanovic (Unsplash)

Corren tiempos extraños, llenos de peligro y oportunidad. Quizás estemos despertando por fin del sueño anestésico de una economía derrochadora como si no hubiera un mañana. Han tenido que suceder en cascada la peor pandemia del siglo, la peor sequía en décadas, una guerra en Europa y una escasez impensable de todo para darnos cuenta de que esta globalización sin límites ni sentido nos hace altamente vulnerables. Que pone en riesgo nuestro abastecimiento alimentario, nuestra independencia energética, la seguridad sanitaria y la estabilidad climática. Aún podemos aprender la lección: dejando de consumir tanto, produciendo aquí lo que necesitamos y siendo solidarios con el resto del mundo, como lo estamos siendo ahora con el pueblo ucranio.

Efectivamente, el modelo económico del crecimiento y la globalización está totalmente despegado de la realidad biofísica y social. Su colapso anunciado ha llegado, ya no habrá más normalidad. Hemos alterado el equilibrio planetario que permitió el desarrollo de la civilización humana en los últimos 7.000 años. Lo preveían hace justo cinco décadas, en el famoso informe Los Límites del Crecimiento que produjo el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) para el Club de Roma: un aumento continuado del uso de recursos no renovables y de la contaminación nos llevaría a un certero declive.

Ha habido un despertar en la fuerza, a golpes y muerte, pero amaneciendo posibilidades. Empezamos a conectar los puntos: el petróleo y el gas aún dominan nuestras economías, disminuir nuestra dependencia, por ejemplo bajando la calefacción, puede contribuir a que vivan millones de personas en Ucrania y en Irak, y en el futuro. Depender tanto del turismo internacional nos hunde en cuanto cierran aeropuertos, pero diversificar la economía y apostar por la I+D+i abrirá puertas de vuelta a nuestros jóvenes talentos. Cultivar el trigo y fabricar el material sanitario, nos traerá soberanía y resiliencia en alimentación y sanidad. Apostar de verdad por el ahorro, la eficiencia y las comunidades energéticas renovables nos brindará la ansiada independencia energética no solo de Putin, sino de los avaros oligopolios, acelerando además la acción climática. Revertebrar el mundo rural con el tren de toda la vida, que no necesita gas ni petróleo, es cuestión de calidad de vida y justicia.

¿Y el agua? La mitad de la población mundial vivirá bajo estrés hídrico en 2050, si no ajustamos nuestra desmesurada demanda a la disponibilidad y proyecciones climáticas. En otras palabras, racionalizamos y ahorramos o nuestras hijas migrarán o irán a la guerra por su carencia. Sin petróleo no hay economía del crecimiento, sin agua no hay vida. Pensemos en la que consume la moda rápida, los productos del otro lado mundo o el tercio de comida que desechamos. Quizás tengamos que tomar lo que da la tierra de nuevo, reaprender las temporadas y agradecerlo todo. Los garbanzos de secano son más pequeños, los tomates son del verano.

Hemos alterado el equilibrio planetario que permitió el desarrollo de la civilización humana en los últimos 7.000 años

Pero, sobre todo, hay que entender a los agricultores: el regadío les da margen para respirar, porque les ahogan las multinacionales que controlan los precios. La gente debe estar en el centro de esta gran transformación: no podemos dejar tirados a agricultoras, transportistas ni pequeños comercios. Eliminemos los grandes intermediarios que se llevan la pasta sin aportar valor. Recuperemos los mercados de proximidad, con venta y contacto directo, para conversar, conocernos y volver a confiar en la humanidad. Sí, la economía local es ante todo humanidad, que la estamos perdiendo. Los cantos de sirena de la comodidad e inmediatez nos venden al diablo. Pensemos lo que significa pedir algo por internet y tenerlo en casa en 48 horas, venga de donde venga. Transportistas que no tienen tiempo ni de mear, tiendas del barrio que cierran, y una barbaridad logística y ambiental.

Parece todo muy complicado, pero las soluciones siguen principios comunes y sencillos: bajar el consumo, volver a lo local, centrarse en lo importante, recuperar el tiempo y disfrutarlo en buena compañía. Si quieres invertir en futuro, aléjate de todo lo que huele a combustibles fósiles y globalización. Si queremos entornos no masificados y saludables, salgamos de las grandes ciudades, volvamos a cuidar, trabajar y vivir en el mundo rural. Casualidad, o no, que todo esto además reduce emisiones y genera más y mejor empleo.

No se trata de retornar a las cavernas. El cansino lema de que “sin crecimiento no hay empleo” es tan falso como falaz. Existe una bendita curva que muestra la saturación de la calidad de vida con el crecimiento económico: pasado un cierto nivel de renta per cápita (que cubre lo fundamental), el resto es consumismo y desgracias del primer mundo: ansiedad, estrés, depresión. Podríamos vivir todos en equilibrio, y la equidad haría el resto.

El cansino lema de que “sin crecimiento no hay empleo” es tan falso como falaz

Comencemos por cambiar nuestro imaginario para repensar el empleo, la economía y nuestras prioridades. De priorizar el dinero a priorizar el tiempo, las personas, la salud y la vida. En vez de valorar los ejércitos, las reservas de petróleo y la especulación inmobiliaria, valoremos la alimentación sana, el agua limpia, la cultura libre, la biodiversidad, el derecho a la vivienda y la sanidad universal. Y las risas alegres y las miradas curiosas.

Acto seguido, repartamos el trabajo. Porque trabajo sobra para reconstruir y disfrutar nuestro mundo. Tenemos que cuidar de niñas y mayores, sanar a los enfermos, renaturalizar las ciudades, repoblar los pueblos, reparar lo averiado, reconvertir lo olvidado, restaurar ecosistemas degradados, practicar la agricultura regenerativa, crear arte, hacer ciencia, enseñar y aprender.

Uno puede cambiarse a sí mismo y su entorno cercano. Propongo relocalizarnos también para vivir en nuestro lugar, donde nuestra influencia es máxima, especialmente en colectivo, y además recolectamos con satisfacción los frutos del trabajo bien hecho. Ahí va una pequeña historia personal: tras largos años en grandes ciudades hiperturísticas y globalizadas, me he vuelto al medio rural, a mi tierra: la Ribera del Duero. Para recorrer los caminos de Machado en busca de horizontes mejores. Me apetece comunidad, saludar por la calle, demostrar que se puede, generar oportunidades para que los jóvenes regresen orgullosos. Quiero luchar por el hospital y el tren. Ayudar a mi hermano con su bodega artesanal de vino ecológico, volver a vendimiar con la familia, tocar la tierra que me vio nacer, recuperar la autoestima del campo. Trabajar cuatro días. Compartir. Ser feliz.

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