Cómo entender la era de la confusión
¿Vivimos una nueva Guerra Fría? ¿Se acerca la Tercera Guerra Mundial? El presente no es una repetición del pasado, pero aun así podemos aprender de la historia
En estos tiempos de policrisis planetaria, volvemos la vista al pasado en busca de orientación. ¿Quizá estamos en una nueva Guerra Fría, como sostiene en su último libro Robin Niblett, el antiguo director del centro de estudios sobre política exterior Chatham House? ¿Nos aproximamos al borde de una posible Tercera Guerra Mundial, como afirma el historiador Niall Ferguson? ¿O, como he sugerido yo en alguna ocasión, el mundo empieza a parecerse con toda claridad a la Europa de imperios y grandes potencias rivales de finales del siglo XIX?
Otra manera de intentar dar una forma comprensible desde el punto de vista histórico a nuestras angustias es decir que son una “era de...” algo que indique o un paralelismo o un agudo contraste con una era anterior. Por ejemplo, el experto de la CNN en política exterior Fareed Zakaria sugiere en su último libro que estamos en una nueva era de las revoluciones, así que la Revolución Francesa, la revolución industrial y la de Estados Unidos tienen cosas que enseñarnos ¿O quizá estamos en la era del hombre fuerte, como dice el especialista del Financial Times Gideon Rachman? No; es la era sin paz, dice Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, porque “la conectividad provoca conflictos”.
No, más bien tiene que ser la era de la inteligencia artificial, título de un libro escrito, entre otros, por el difunto decano de los gurús de la política exterior, Henry Kissinger. ¿O la era del peligro, como afirma el ensayista internacional Bruno Maçães en un número reciente del New Statesman? Si tecleamos en inglés “The Age of...” en la casilla de búsqueda de la web de la revista Foreign Affairs, nos encontramos con otras posibilidades, como la era de la inmoralidad, de la inseguridad energética, de la impunidad, de Estados Unidos primero, de la perplejidad de las grandes potencias y del desastre climático.
¿A alguien se le ocurre alguna era más? ¿O quizá no estamos más que en la era de la hipérbole, en la que los editores de libros y los responsables de los medios de comunicación obligan de forma implacable a los autores a poner títulos grandiosos, dramáticos y simplistas para vender más en un mercado abarrotado de ideas?
Bromas aparte, es crucial que intentemos aprender de la historia, porque, como escribe en Retorno a Brideshead el gran maestro de la prosa inglesa Evelyn Waugh, “no poseemos nada con certeza, excepto nuestro pasado”. El truco es saber leerlo. En primer lugar, hay que identificar la mezcla de lo viejo y lo nuevo. La relación entre las dos únicas superpotencias actuales, Estados Unidos y China, es claramente —como dijo el secretario de Estado estadounidense Anthony Blinken durante una reciente visita a Pekín— “una de las relaciones más importantes del mundo”. Las dos superpotencias, tal como sucedía durante la Guerra Fría, mantienen una rivalidad estratégica mundial, multidimensional, con inflexiones ideológicas y de largo alcance.
Sin embargo, como señala con razón Niblett al principio de su libro, “la nueva Guerra Fría no se parecerá en nada a la anterior”. Él subraya dos grandes diferencias: el grado de integración económica entre los dos países, que ha llevado a algunos expertos a hablar de Chimérica, y el hecho de que esta rivalidad es “mucho menos binaria” porque hay muchas otras potencias grandes e intermedias, como Rusia, India, Japón, Turquía, Arabia Saudí y Brasil. Lo primero es importante, sin duda, pero no necesariamente evitará que una guerra fría se caliente. Pocos años antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, el periodista y político Norman Angell publicó un influyente libro titulado The Great Illusion (”La gran ilusión”). Angell sostenía que había tal grado de interdependencia económica entre las grandes potencias europeas que era muy improbable una gran guerra entre Estados y que, si se producía, no podría prolongarse mucho tiempo. Al final, lo iluso fue su propia tesis.
La segunda diferencia de Niblett sí me parece convincente. A veces se dice que esas otras potencias son los nuevos No Alineados —otro término del periodo de la Guerra Fría—, pero en realidad son unos países mucho más ricos y poderosos que los No Alineados de antes de 1989. Como hemos visto en la guerra de Ucrania, las relaciones de Rusia con países como China e India permiten a su economía sobrevivir a todas las trabas que pueda interponer Occidente.
En otro intento de asignar una etiqueta global a esta era de la confusión, Ivan Krastev, Mark Leonard y yo hemos sugerido que estamos en un “mundo a la carta” en el que las grandes potencias y las potencias intermedias de fuera de Occidente establecen alianzas transaccionales, de forma que a veces se asocian al mismo tiempo con distintos países en torno a diferentes facetas del poder. Por ejemplo, pueden mantener una sólida relación económica con China y una relación de seguridad con Estados Unidos. Este análisis contradice la idea de un nuevo Eje autoritario consolidado entre China, Rusia, Irán y Corea del Norte. La propia palabra “Eje” entraña algo parecido a una alianza bélica, puesto que recuerda no solo al “Eje del mal” del que hablaba el presidente estadounidense George W. Bush, sino también al Eje original de la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón imperial en la Segunda Guerra Mundial. “Y ahora, como en los años treinta”, escribió Ferguson a principios de este año en The Daily Mail, “ha surgido un Eje autoritario que nos amenaza”.
Aprender del pasado también implica ver la interacción entre las estructuras y los procesos profundos, por un lado, y el azar, la coyuntura, la voluntad colectiva y el liderazgo individual, por otro.
Nuestra época ofrece grandes ejemplos de estos dos tipos de fuerza histórica. La peligrosa transformación de nuestro entorno natural por la acumulación de los efectos impensados de las actividades humanas, a través del calentamiento global, la reducción de la biodiversidad y la escasez de recursos, es uno de esos profundos cambios estructurales. De ahí que algunos quieran dar a nuestra era el nombre de Antropoceno. Otro cambio fundamental es el desarrollo cada vez más rápido de la tecnología, empezando por la inteligencia artificial (IA). Kissinger alegaba que las aplicaciones militares de la IA, impredecibles por naturaleza, podrían acabar debilitando incluso la mínima estabilidad estratégica de la disuasión nuclear entre Estados Unidos, China y Rusia. Pero si alguien duda de que el azar y las decisiones humanas individuales también cuentan no tiene más que remontarse a febrero de 2022, cuando las dotes personales de Volodímir Zelenski como líder, su capacidad de inspirar y la victoria de las fuerzas ucranias contra los rusos que intentaban hacerse con el control del aeropuerto de Hostomel cambiaron el rumbo de la historia.
Lo cual nos lleva al último argumento, que es el más importante. La cacofonía de interpretaciones que he relatado es en sí misma un síntoma de que nos encontramos en una nueva era de la historia europea y mundial, en la que todo el mundo busca nuevos puntos de referencia. Después del periodo de posguerra (a partir de 1945) llegó el periodo posterior al Muro, pero este solo duró desde el 9 de noviembre de 1989 (la caída del muro de Berlín) hasta el 24 de febrero de 2022 (la invasión rusa de Ucrania). En la historia, como en el amor, los comienzos importan. Lo que se hizo en los cinco años posteriores a 1945 configuró el orden internacional durante los 40 años siguientes y en algunos aspectos —como la estructura de la ONU—, hasta hoy. De modo que lo que hagamos ahora —por ejemplo, hacer posible que gane Ucrania o dejar que pierda— influirá de manera crucial en cómo sea la nueva era. La lección más importante de la historia es que somos nosotros quienes la hacemos.
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