La gran ilusión
El libro más triste de mi despacho es uno viejo, publicado hace casi un siglo: La gran ilusión, cuyo autor es Norman Angell. El autor intentaba demostrar que la conquista militar era obsoleta, porque en una prolongada guerra industrial moderna todo el mundo pierde. Cuando Angell escribía, algunos seguían sosteniendo que la guerra era un medio importante para promover la prosperidad nacional, y que la prosperidad comercial era fruto del poder militar. En cambio, Angell esperaba que llegara un tiempo de racionalidad en el arte de gobernar, en el que todos los primeros ministros y ministros de Asuntos Exteriores reconocieran que, independientemente de la materia en litigio, el arbitraje obligatorio entre naciones era una estrategia mejor que la guerra.
Desde la I Guerra Mundial, han sido raros los gobiernos que considerasen la guerra agresiva como un medio para alcanzar la prosperidad
Desde la I Guerra Mundial (1914-1918), han sido raros los gobiernos que considerasen la guerra agresiva como un medio para alcanzar la prosperidad. Apenas pueden citarse la Alemania de Hitler, el Gobierno imperial japonés y el intento de Sadam de apoderarse de los pozos petrolíferos kuwaitíes son ejemplos que vienen de inmediato a la mente. Por consiguiente, en cierto sentido, los gobiernos aprendieron la lección predicada por Angell en su texto.
Pero lo que convierte a La gran ilusión en el libro más triste de mi estantería es que hemos encontrado otras razones para declarar guerras. Hemos visto guerras para conservar el dominio colonial y guerras para ponerle fin. Hemos visto guerras civiles y guerras ideológicas. Hemos visto guerras de exterminio. Hemos visto guerras étnicas. Incluso hemos visto las denominadas "guerras humanitarias", libradas para hacer que los gobiernos dejen de matar a sus ciudadanos.
A pesar de todo lo anterior, hay razones para la esperanza. Desde Julio César hasta 1945, era altamente probable que un ejército estuviera cruzando, o a punto de cruzar, el Rhin. Hoy, no hay razón para que las tropas vigilen el Rhin. Hace un siglo, un político francés tenía tan pocas probabilidades de atreverse a abogar por la paz y la relajación de las tensiones con Alemania como tiene un político árabe actual de atreverse a abogar por la paz y la relajación de las tensiones con Israel.
Los especialistas en política exterior realista (que por alguna razón me parecen una panda de irrealistas) atribuyeron el fin del antagonismo franco-alemán a que esos países tenían algo mayor de lo que asustarse: Rusia, que era aterradora bajo el gobierno de Stalin, espantosa bajo el de Jruschov y preocupante bajo el de Breznev. Dejad que acabe la guerra fría, afirmaban, y ya veremos cómo Francia y Alemania empiezan a blandir nuevamente los sables, porque ésa es la tragedia de la política de la potencias internacionales.
Pero ya hace 15 años que terminó la guerra fría, y el conflicto militar entre Francia y Alemania parece hoy tan improbable como el conflicto militar entre Estados Unidos y Canadá.
Espero que lo que causó la desaparición de los ejércitos que solían cruzar el Rhin fuera la interdependencia europea -una interdependencia cuidadosamente construida por Jean Monnet, Robert Schumann, Konrad Adenauer y aquellos que siguieron sus pasos- y no el recuerdo del horror de la II Guerra Mundial. Si es lo primero, existe la oportunidad de que la economía globalizada de hoy en día engendre una era más pacífica de lo que lo fue el siglo XX. Si no, quizá Angell siga careciendo de importancia, a pesar de lo acertado que está.
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