El lápiz invisible
Los asuntos que trata Thomas Browne son secundarios, lo que importa es su voz. La ligera sonrisa que uno le imagina, los pequeños matices, la belleza de su prosa
Lo que hacen las redes sociales es preguntarte por lo que está pasando, por lo que estás pensando, sintiendo, haciendo; quieren que muestres tu aspecto, que te pronuncies sobre lo que te gusta. No es nada nuevo, solo que en otras épocas enfrentarse a estos asuntos exigía un tiempo, no se circulaba a la velocidad que se circula hoy, ni con esa urgencia de estar diciendo todo el rato lo que comemos u opinamos. A Thomas Browne le llevó una temporada explicarse en qué creía y cómo veía las cosas; luego lo contó en La religión de un médico (Reino de Redonda), unas 150 páginas (algo más que un tuit). Llevaba entonces unos cinco años en Norwich, en Inglaterra, donde se había casado y acababa de tener un hijo (el primero de 12). Se puso a escribir una suerte de memoria para sí mismo, quería saber cómo vivía y entendía sus creencias, él era médico, estaba del lado de la fe que se desligaba de la Iglesia de Roma: “Nos hemos reformado con respecto a ellos, no contra ellos”, dice. Luego sostiene que “una buena causa no precisa del amparo de la cólera, sino que puede sostenerse en una moderada discusión”. La edición autorizada de su libro apareció en 1643. Momentos de crisis en Europa, de guerras, los protestantes y los católicos llevaban ya más de un siglo enfrentándose, y tomó la palabra, pero para hablar en voz baja. Sin aspavientos.
“Yo soy tímido por naturaleza”, comenta, “y ni la conversación, ni la edad, ni los viajes, han sido capaces de volverme más descarado ni más osado”. Cuenta que puede “estudiar, jugar o dormir en medio de una tempestad” —y eso que había sufrido un naufragio—, dice que las “repugnancias nacionales” no le afectan, confiesa que desprecia y se burla de “ese gran enemigo de la razón, la virtud y la religión: la multitud”. También observa que ha intentado “ser recto sin pensar en el cielo ni en el infierno”, y apunta que el desafío es ser “honrados en la oscuridad y virtuosos sin testigo”. “La línea de nuestros días la trazó la noche, y sus diversos efectos, un lápiz que es invisible”. Sigues leyendo, le das al clic: me gusta.
Browne habla de la fe y de la virtud, de la muerte y la resurrección, del diablo y del pecado, del cielo, del fuego y de la aniquilación, también de lo importante que es “atreverse a vivir”. Sus temas, en cualquier caso, son secundarios, lo que importa es su voz. La ligera sonrisa que uno le imagina, ese punto de ironía y de distancia melancólica, los pequeños matices, la belleza de su prosa. Borges y Bioy lo adoraban y lo tenían como uno de los más grandes. Sebald le dedica muchas páginas en Los anillos de Saturno. “La invisibilidad e intangibilidad de aquello que nos impulsa también constituía para Thomas Browne, para quien nuestro mundo era mera sombra del otro, un acertijo en definitiva insondable”, escribe.
Hace un año murió Javier Marías. Suya es la traducción de La religión de un médico, y en el último texto que publicó en este diario trataba de la traducción. Habla ahí de sir Thomas Browne y se refiere a este libro: “Sencillamente juzgué que esa maravilla merecía existir en mi idioma, aunque fuera para disfrute y provecho de unos pocos curiosos”. Tenía toda la razón: es una maravilla. Así que, y aunque ya sea muy tarde, toca darle las gracias.
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