La voz de un ‘sol poble’ y la felicidad
La situación de Cataluña regresa a la conversación y la cuestión es saber si los independentistas quieren hacer política o prefieren plegarse a los maximalismos de la retórica


En este siglo XXI tan fracturado y donde las desigualdades crecen a un ritmo vertiginoso, tienen casi mucha más influencia las diatribas de Sergei Nechaev que el pensamiento de Karl Marx. Ambos reclamaron la revolución, pero el primero lo hizo con la furia del que quiere dinamitar por completo el sistema. Marx intentó, en cambio, pensar los cambios profundos que estaban en marcha con los instrumentos de la ciencia y como parte del empuje de las transformaciones materiales. “La Organización no tiene otro objetivo que la liberación completa y la felicidad del pueblo, es decir, del trabajador común y ordinario”, escribió Nechaev en su Catecismo de un revolucionario. “Pero, con la convicción de que la liberación y la obtención de la felicidad son posibles solamente por el camino de una revolución popular totalmente destructiva, la Organización deberá alentar, con todos sus medios y recursos, el desarrollo e intensificación de aquellas calamidades y males que agoten la paciencia del pueblo y lo conduzcan a una sublevación total”.
Este lenguaje incendiario quizá no cuadre con los modales exquisitos de las sociedades avanzadas actuales, pero lo importante de lo que propone Nechaev es, primero, la promesa de liberación y felicidad del pueblo; segundo, acabar con las reglas de juego, y tercero, que la vía para conseguirlo pase por acentuar aquello de “cuanto peor, mejor”. Y esto sí que empieza a sonar más a nuestro tiempo.
En El maestro de Petersburgo, la novela donde le inventa una peripecia trágica a uno de sus grandes referentes, Dostoievski, J. M. Coetzee se ocupa de Nechaev. Es como si actualizara sus proclamas y procurara entender adónde lleva ese afán destructor que, paradójicamente, persigue la felicidad. En el primer encuentro que tiene Fiodor Mijailovich con Nechaev, este último le muestra de inmediato sus cartas con el mayor desparpajo. “Nosotros no somos blandos, no lloramos, no perdemos el tiempo en conversaciones inteligentes”, le dice. “Hay cosas de las que se puede hablar y cosas de las que no se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto antes”. El personaje de Fiodor Mijailovich, que ha perdido a un hijo, cuya muerte parece estar relacionada con la implicación del joven en la batalla de Nechaev, le hace entonces una observación muy pertinente. Cuando habla de todos esos que están luchando, le pregunta si obedecen acaso a la voz del pueblo u obedecen a la voz del propio Nechaev, “tenuemente disfrazada, para que no sea obligatorio reconocerla”.
“Cosas que solo pueden hacerse cuanto antes”. Por ejemplo, la independencia de Cataluña. Es la conversación que ha vuelto estos días y, a ratos, parece que se utilizan los mismos términos de hace unos años: como si nada hubiera ocurrido. “La gente de pie lo que quiere es que se hagan las cosas”. Esa es la posición de Nechaev, y abomina de toda inteligencia, de argumentos y razones, de la posibilidad de hacer política. Solo importa destruir el sistema. “El pueblo ha vivido padecimientos de toda clase desde tiempo inmemorial; ahora, el pueblo exige que sean ellos los que sufran”, dice. Ellos: los otros. Un sol poble frente a la represión. Este es el asunto, pues, que debería ocupar hoy a quienes dicen encarnar esa “voz del pueblo”: si tiene recorrido cargarse el posible juego de la política para plegarse a los maximalismos de esa retórica de la felicidad (y la destrucción).
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