Signo de reconciliación y proyecto de futuro
El significado que tuvo la amnistía de 1977 fue el de liquidar el marco legal de la dictadura para abrir paso a la democracia
Fue Juan Negrín, cuando presidía el Gobierno de la República, el primero que habló de amnistía, y lo hizo durante la guerra, en mayo de 1938. En el último de sus Trece Puntos, donde estableció las líneas maestras de lo que quería hacer, se refirió a una “amplia amnistía para todos los españoles que quieran cooperar a la inmensa labor de reconstrucción y engrandecimiento de España”. Manuel Azaña trató de la amnistía en agosto de ese mismo año, Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero exploraron esta vía al final de la Segunda Guerra Mundial. Lo cuenta Santos Juliá en Transición. Historia de la política española (1937-2017) (Galaxia Gutenberg). La amnistía fue el primer punto del acuerdo que firmaron el PSOE y la Confederación de Fuerzas Monárquicas en 1948, y desde entonces hubo un largo etcétera de iniciativas en el mismo sentido. También en los cincuenta y en los sesenta y a principios de los setenta, la amnistía fue uno de los grandes temas.
No era para menos. La amnistía significaba cancelar las responsabilidades de los que habían defendido la República y de los que la destruyeron. En febrero de 1970, un editorial de la revista Cuadernos para el diálogo añadía otro matiz para entender su alcance pues exigía “una profunda revisión y reforma de nuestra legislación de manera que fueran reconocidos por ley y regulados convenientemente el ejercicio de numerosos derechos considerados legales en otros países y que en el nuestro son calificados como actividades delictivas”. Lo que de verdad significaba la amnistía era acabar con un régimen político, el de la dictadura, y poner los cimientos de una democracia.
Sin reconciliación y sin un proyecto de futuro común no hay amnistía que valga. Tiene sentido cuando liquida el aparato legislativo de una dictadura y permite partir de cero, sin rémoras, para construir una democracia. Y obligaba necesariamente a arrastar, a convencer, a seducir, a implicar, a incorporar a muchos de los que por lo que fuera toleraron el franquismo --por miedo, por ignorancia, también por convicción o por fanatismo (con estos no se pudo)—. En los momentos en que se discutía sobre lo que podía ser aquella ley de amnistía que finalmente se aprobó el 15 de octubre de 1977, hubo 17 muertos por la Policía entre 1969 y 1974, se destituyó desde 1967 a 15.000 enlaces sindicales acusados de actividad subversiva, se celebró un consejo de guerra en Burgos contra 16 miembros de ETA de los que seis fueron condenados a muerte. En esa atmósfera de represión hubo muchos que buscaron caminos de encuentro, de diálogo. Dentro de la propia Iglesia, tan ligada al régimen franquista, un organismo vinculado a la Conferencia Episcopal lanzó una campaña a favor de la amnistía con la recogida de firmas —consiguieron 160.000—. Con ellas intentaron empujar a la jerarquía para que mediara.
Un largo y difícil proceso con la voluntad de dejar atrás una dictadura, para que nunca volviera a ocurrir. De eso iba esa amnistía. La que propone Carles Puigdemont todavía es confusa (por aquello de “lo volveremos a hacer”, por ejemplo). Lo que hizo el procés fue dividir a la sociedad catalana en dos. Quizá estaría bien que, a la próxima, el expresident trajera unas decenas de miles de firmas de los catalanes que no compartieron sus posiciones en 2017 apoyando su actual iniciativa.
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