Elecciones en el país del miedo
Esa agobiante emoción que puede convertir la vida en un infierno a veces sirve para alertar de los peligros, y eso parece haber sucedido en la cita del 23-J
Este titular sirve para cualquier parte, el miedo campa a sus anchas, hay mucha inseguridad y no se dibuja con claridad un proyecto, un lugar hacia el que dirigirse. Pero las elecciones se celebraron en España y fue aquí donde los partidos utilizaron el miedo para movilizar a los votantes (lo hacen en todas partes). La derecha se refirió a Frankenstein, ese engendro que en una narración de Mary Shelley construyó un científico del mismo nombre a partir de trozos de cadáveres diseccionados, y que dicen ha gobernado en los últimos años. La izquierda señaló a los ultras, a los herederos del franquismo, a los iliberales, incluso a Donald Trump, el paradigma de una política que se construye sobre una realidad paralela.
El miedo se cuela mejor en las sociedades que están tocadas, que son más frágiles. Y España acumula en las últimas décadas una buena colección de sacudidas que la han dejado temblando. En 2004, el siglo XXI se estrenó en España con los atentados yihadistas que convirtieron Atocha en el referente de un terror que venía de lejos, pero que circulaba ya con una furia desconocida por las venas de las sociedades europeas. Hacia 2007-2008 se produjo en Estados Unidos una brutal crisis financiera que se trasladó de manera fulminante al resto del mundo. En España se cerraron negocios, hubo mucha gente que se quedó sin trabajo, se pidió un rescate a Bruselas, que aplicó en la Unión la terapia de choque de la austeridad. Más pobreza y dolor. En Cataluña se inició en 2012 el proceso soberanista que partió en dos a la sociedad y la ha dejado herida para un largo tiempo. Luego llegó la pandemia en 2020 y después Vladímir Putin invadió Ucrania en 2022. Tuvo también lugar otro episodio que resulta casi una metáfora de esta época. La erupción de un volcán en La Palma, en Canarias: esa lava negra que descendía de las cumbres arrollando cuanto se pusiera a su paso y que avanzaba a paso de tortuga con una determinación incontenible.
El terrorismo yihadista, una economía global desregulada y radicalmente injusta, el empuje autodestructivo de los nacionalismos voraces, los virus imprevisibles (la covid recordaba las pestes medievales), la violencia de los imperios: como para no quedarse tiritando y con el miedo en el cuerpo. Y el cambio climático, tan presente en todas partes. “Nada es más difícil de analizar que el miedo, y la dificultad aumenta más todavía cuando se trata de pasar de lo individual a lo colectivo”, escribió el historiador Jean Delameau. Intentó reconstruir sus avatares entre el siglo XIV y el XVIII en El miedo en Occidente (Taurus), donde lo distinguía de la angustia, y explicaba que a esta se la vencía “nombrando, es decir, identificando, incluso fabricando miedos particulares”.
“El miedo nos impulsa a actuar”, observa Bernat Castany en Una filosofía del miedo (Anagrama). Podía haber dicho también que nos fuerza a votar. “El miedo es ambiguo” (Delameau), puede convertirse en algo patológico y bloquearnos, convertir la vida en un infierno y destruirnos. Pero a veces es una garantía contra los peligros. El 23-J y con la ventana abierta: un vecino habla en el patio. “Hay que ir a votar” dice, “es necesario parar al señorito Iván —el personaje de Delibes de Los santos inocentes— y es que algunos quieren que España vuelva a ser la de la Milana bonita”. El Partido Popular no supo, no sabe, escuchar esas voces. Por eso está tan desconcertado.
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