El arte de la digresión
Ya sé que en este contexto toda afirmación tajante es poco aconsejable, pero permítaseme una imprudencia. Sostengo que los primeros referentes de lo que hoy en día entendemos por ensayo, en tanto que género, son por una parte el francés Michel de Montaigne, y por otra, el médico inglés Thomas Browne (Londres, 1605Norwich, 1682) nombrado caballero por el rey Carlos II en la Restauración, tras la guerra civil inglesa. Si Montaigne dio nombre a una manera de pensar y de escribir en la que se "reconoce que el irreflexivo acto conocido como escritura es en realidad un salto en la oscuridad" (como apunta sagazmente Chesterton en la compilación de sus escritos publicada recientemente por Acantilado), Browne, por su parte, contribuyó al nacimiento del ensayo con una escritura espontánea, espléndida, y acuñó uno de los estilos más elocuentes del barroco, que ha sido objeto de una inmensa devoción por sus connacionales e influido profundamente en casi todas las literaturas nacionales europeas.
SOBRE ERRORES VULGARES (o pseudodoxia epidemica)
Thomas Browne
Traducción de David Waissbein
Siruela. Madrid, 2005
398 páginas. 23,90 euros
En Montaigne leemos a un espíritu que rápidamente reconocemos como notre semblable. Su prosa leve y precisa, que es al mismo tiempo íntima y desfachatada, es una seña de identidad del homme-des-lettres moderno. En cambio, la nota peculiar de la prosa ensayística de Browne es la manera en que combina el diletantismo científico, la observación y la curiosidad sin límites, con la disidencia y la apostilla crítica, como otras tantas ocasiones para el humor, mientras arropa las prolijas descripciones que dedica a los objetos que estudia en los pliegues que forman sus argumentos. Recordemos que los vericuetos y entresijos de la prosa barroca son siempre algo más que parergon, y que Gilles Deleuze -filósofo dado a las certeras ocurrencias- llamó nuestra atención acerca del pliegue como uno de los elementos que identifican la esencia del barroco.
Browne es uno de los representantes más conspicuos de la cultura del siglo XVII inglés, pero su fama y su reconocimiento son debidos, como tantos otros cultos literarios, a la admiración que por él profesaban los románticos S. T. Coleridge, Charles Lamb y Thomas de Quincey, lo cual demuestra que nunca hay que hacer demasiado caso a las periodizaciones que acostumbran a proponer los historiadores del arte y de la literatura. De hecho, la influencia de Browne se extiende más allá del romanticismo y ha llegado hasta algunos contemporáneos nuestros que han sabido reconocer en él a uno de los maestros de la prosa, verdadero modelo a imitar. Admiradores de Browne han sido Borges, quien lo reivindicaba como uno de sus antepasados intelectuales; el alemán W. G. Sebald, que le dedica amplios pasajes de su artefacto Los anillos de Saturno -para no decir que literalmente emula el característico arte de la digresión del inglés-; y el español Javier Marías, quien tradujo para su reino de Redonda otras dos obras célebres de Browne: Religio Medici y la Hydriotaphia o Urn Burial.
Tenemos ahora ocasión de comprobar ese arte de la digresión en Pseudodoxia epidemica, publicada en versión muy abreviada -poco más de un cuarto de la original- en la siempre gratificante Biblioteca de Ensayo de Siruela. La edición es fruto de un trabajo minucioso y ampliamente anotado de David Waissbein. Incluye una biografía de Browne escrita por Samuel Johnson y una serie de apéndices donde Waissbein pormenoriza las fuentes de la Pseudodoxia y repasa las conexiones de Browne con la tradición literaria española.
El proyecto del libro es sin duda desmesurado puesto que Browne se propone examinar opiniones corrientes sobre los asuntos más variados, combinando la preceptiva de la observación rigurosa a la manera de Bacon con un ingente repertorio de saberes que van desde la anatomía animal y la ciencia médica hasta los estudios bíblicos, la filología clásica, la antropología y las llamadas ciencias ocultas, la religión y la crítica de las costumbres. Browne trata los errores y falacias de su tiempo siempre con la misma pauta de tolerancia, gesto inusitado, tratándose de un autor cristiano como él. No parece estar demasiado interesado por la verdad, más bien responde a la típica fascinación que despertaba en los hombres del barroco el error y lo falso, como aspectos de la humana inclinación por la ilusión; cuestión, por cierto, bastante más sugestiva que la actual cantinela -tan periodística y tan plebeya- en torno al imperio de la verdad. Y aunque su intención es firme en cuanto a desmantelar prejuicios y nociones infundadas, lo cierto es que inevitablemente acaba sustituyéndolas por otras, no menos infundadas: ya se trate de la razón por la que los negros tienen la piel oscura o la explicación del olor apestoso que -dícese- despiden los judíos, o las extrañas cualidades que se atribuye al basilisco.
No está aquí el interés de la
Pseudodoxia. El atractivo está en la forma en que Browne se pierde y se reencuentra a sí mismo en sus propias digresiones y con la sola ayuda de su prosa, de su ingenio erudito y de su extraordinaria inventiva, sobre todo cuando se trata de concebir palabras nuevas, arte que muy pocos dominan porque, como sabemos, crear una palabra es lo mismo que poner un objeto nuevo en el mundo. A Browne deben los ingleses -y con ellos, nosotros- vocablos como "literario", "alucinación", "electricidad", "patología", "retrogresión" o "precario", que con toda seguridad han llevado a los hombres a cometer incontables errores, pero sin los cuales no sabríamos cómo entendernos.
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