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CAFÉ PEREC
Columna
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Viaje a una tumba inglesa

Con la relectura de 'Los anillos de Saturno', de W. G. Sebald, volví a constatar que el verdadero misterio del mundo no era lo invisible, sino lo visible

Enrique Vila-Matas

El cementerio de Ditchingham era casi la última estación de mi peregrinaje a través del condado de Suffolk…”. En este punto detuve ayer mi lectura de Los anillos de Saturno, de W. G. Sebald, justo cuando más inmerso me hallaba en la atmósfera taciturna de este escritor, buen lector de inscripciones cinceladas en los monumentos funerarios del condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra. Había estado releyendo el libro para tratar de averiguar por qué me había atraído tanto dos décadas antes, pero el hechizo de su prosa se había repetido en mí de forma idéntica, y había vuelto a constatar que, en compañía del alemán Sebald, el verdadero misterio del mundo —como apuntó el irlandés Wilde— no era lo invisible, sino lo visible: lo que dábamos por conocido y en realidad, era extraño.

Así que cerré el libro en el noveno y penúltimo capítulo, y me fui a cenar. Y como había dado por cerrada mi investigación y no pensaba volver a ella, lo que menos imaginé fue que esta mañana regresaría tan pronto al melancólico condado de Suffolk, y lo haría, no a través de Sebald, sino de Cosas conocidas y extrañas, recopilación de artículos de Teju Cole que hojeé a primera hora, yendo a parar al texto Siempre de regreso, cuya primera frase habría podido parecerme intrascendente de no haber sido porque me sonó familiar, primero, y extraña después: “Una mañana del pasado junio me escapé de una conferencia a la que iba a asistir en Norwich, Inglaterra, y pedí un taxi para ir al campo”.

¿Norwich? Ya era bien curioso. En uno de sus hospitales, W. G. Sebald había comenzado a pensar y escribir Los anillos de Saturno. Y en esa misma ciudad, 20 años después, el mataronés Jorge Carrión había recorrido todas sus librerías para ver cómo valoraban que Sebald hubiera vivido tres décadas entre ellos. ¿Y en Ciudad abierta el escritor y fotógrafo neoyorquino de origen nigeriano Teju Cole no había dado amplias muestras de ser un paseante de la estirpe de Hazlitt, Walser y de Sebald?

No he tardado en preguntarme si aquella primera frase y la misma actitud de Cole de pedir un taxi —gesto urbano que parecía proponer un viaje al mundo del campo y un profundo regreso al pasado— no sería el inicio de una historia de corte sebaldiano. Y enseguida he visto que no iba desencaminado y que, como lector, viajaba en la misma dirección que Cole le había dado al taxista: la iglesia de Saint Andrews, con su cementerio de tumbas góticas en el que estaba enterrado W. G. Sebald.

Y mientras seguía leyendo y viajando con Cole y con su taxista (personaje de marcado aire melancólico), he tenido la impresión de que, al llegar a Saint Andrews, yo mismo rodeaba la vieja iglesia, con su torre circular, y llegaba a una lápida de mármol oscura a la sombra de un arbusto, y le decía al taxista que el hombre que estaba en aquella tumba no había querido nunca que el pasado cayera en el olvido y que, a mi entender, mejor nos iría si nos dejáramos acompañar por toda la memoria del mundo, especialmente la de sus pequeñas historias sin importancia.

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