Argentina, 1985
Volveré a ver muchas veces, lo sé, al gran Darín en este film lleno de significado y enseñanza civilista sobre cómo alcanzar el triunfo de la justicia en América Latina
Una seña de identidad, entre muchas, de nuestra América es cuán poco ha prosperado en la región, como género de entretenimiento, eso que los angloamericanos llaman “drama de tribunales”.
Al respecto, y en el curso de años, llegué a recoger unas cuantas conjeturas que intentan explicar esa infertilidad, ninguna a mi juicio satisfactoria. Las creía olvidadas, pero la lectura de una reseña muy negativa de Branko Milanovic, aparecida a comienzos de año, sobre el celebrado film de Santiago Mitre, Argentina, 1985, las ha reanimado y me llevó a ver de nuevo esa turbadora producción argentina.
El devastador comentario del siempre perspicaz Milanovic pudo chocarme por lo desentendido de las cosas de nuestro continente, una región sin justicia, así esté muy poblada de doctores en Derecho constitucional comparado.
Milanovic encontró hollywoodense el film, le pareció lleno de tópicos—uno de ellos es el del fiscal renuente, el héroe imprevisto—y llega a decir que “si se le hubiera pedido a Steven Spielberg que hiciese una película sobre los juicios argentinos habría hecho exactamente esta”. Juzga desabridas y “baratas” las emociones que despierta.
La reseña de Milanovic siguió a un tuit suyo, muy poco feliz. Ambos me escocieron tanto que, como he dicho, resolví volver a ver la obra de Mitre. El resultado fue emocionarme mucho más que la primera vez, y volver a pasar revista a las hipótesis sobre por qué no se nos da el courtroom drama.
Así, he recordado, por ejemplo, lo que una vez le oí decir a Delia Fiallo, la insuperable escritora cubana de culebrones, sobre la telenovela y el derecho consuetudinario anglosajón. Hablaba ella desahogadamente sobre el oficio, en una reunión de colegas escribidores.
La Fiallo había estudiado Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana antes de dedicarse, en los años 60 del siglo pasado, al folletón televisado. Discurría con facundia y mucho sentido de humor sobre la función del carcelazo en Una muchacha llamada Milagros o cualquier otro de sus títulos.
La profusa codificación de nuestras leyes—argumentaba—, los diferimientos injustificados y, por sobre todo, el impersonal papeleo burocrático no podían ser correlato interminable de la acción: la detención y el arresto de la protagonista deben ser solo una cesura, una fórmula de paso, si acaso solo el fin de la primera parte. “El debido proceso no es el tema, sino el agravio, el atropello”.
Para mostrarlos y acrecentar la simpatía del espectador bastan pocos capítulos. La teatralidad del juicio por jurado es mejor dejarla para la revelación final que saca de la cárcel a Milagros (o Lucecita, o Esmeralda). No es precisamente el principio de habeas corpus sino las leyes del parentesco lo que obra en favor suyo cuando el verdadero, acaudalado padre, arrepentido del largo abandono, viene en su auxilio justo a tiempo y el orden del mundo se restituye.
Cierto es que los sucesos que examina Argentina, 1985 son muy distintos al tropezón con la justicia que pueda tener la chica del culebrón, falsamente incriminada: se trata de monstruosas violaciones a todos los derechos humanos ocurridas verdaderamente al tiempo en que la mayoría de la población las ignoraba o fingía ignorarlas.
Una premisa de Argentina, 1985 es la de que el fiscal y sus asistentes actúen en el contexto de una democracia aún frágil, en nombre de instituciones jurídicas que emergen del horror de una dictadura militar fascista y apenas están reconstruyéndose luego de años de criminales acciones orquestadas desde un poder que se creyó omnímodo.
Frágil en extremo y amenazada en todo momento de una recaída, de una vuelta a la barbarie: la película de Mitre me permitió imaginar lo que, cambiando lo cambiable, debería ser la restitución de la democracia en mi país, o mejor dicho, a qué podrán parecerse los esfuerzos de sus mejores ciudadanos por hacer prevalecer la justicia luego del sistemático y abarcador estrago de toda convención humana como el que viene padeciendo Venezuela desde hace más de 20 años.
Al avanzar el relato, me fue ganando una forma de vergüenza y me arrepentí del escepticismo sobre los resultados con que, en muchas ocasiones, he juzgado lo que, denodadamente y con perenne riesgo de su libertad, hacen quienes en Venezuela denuncian la violación de los derechos ciudadanos y los crímenes contra la humanidad que estremecen día a día a nuestro país.
Spielbergiana o no—creo que Milanovic no solo es injusto con los realizadores, sino también impío al juzgar sus intenciones—, la película invita, por largo tiempo después de finalizar, a meditar hondamente sobre el desánimo y la desesperación que circunstancias como la venezolana pueden infundir en sus ciudadanos demócratas.
Argentina, 1985 me llevó a indagar, además, en la figura ejemplar de Luis Moreno Ocampo, quien no solo contribuyó al encarcelamiento de los generales torturadores y asesinos, sino que, como fiscal mayor de la Corte Penal de La Haya, logró la condena de Omar al-Bashir, el genocida de Darfur. Ver a los sátrapas venezolanos en La Haya ha dejado, gracias a un film inspirado y elocuente, de parecerme algo inalcanzable.
Admirablemente, Moreno Ocampo, después de veinte años dedicados a la Corte de La Haya y a su cátedra en la Universidad de Yale, enseña ahora a hacer cine en la Universidad del Sur de California.
Mientras llegan los frutos de tan generoso esfuerzo, volveré a ver muchas veces, lo sé, al gran Darín en este film lleno de significado y enseñanza civilista sobre cómo alcanzar el triunfo de la justicia en América Latina.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.