Basta de burrata: ¿por qué este queso italiano está hasta en la sopa?
Pornografía de la cremosidad, el queso fresco originario de Apulia se desparrama por todas partes monopolizando las cartas de bares y restaurantes. ¿Ha llegado la hora de frenar su omnipresencia?

Si gritas “¡burrata!” en una sala atiborrada de fromeliers –así es como se llaman ahora los sabios del queso–, seguro que unos cuantos la espichan del susto. Es la palabra que genera más pavor entre la comunidad quesera; y no es para menos: lo que está pasando con este producto italiano en España resulta desconcertante. Se ha metido en todas las cartas: tanto da si tu negocio es un restaurante de tapas, un brunch, un wine bar o un steak house canallita. Tanto da si tu comida es menos italiana que un sombrero charro. O metes estas pelotas viscosas y fofas en la carta o la ira de los influencers te chamuscará el flequillo. La turrata, con “t” de “turra”.
Burrata de dos patas
Echo la vista atrás y me embarga una mezcla de estupor y vergüenza: hubo un tiempo en que me gustaba la burrata, un seductor saco de mozzarella hilada, relleno de mozzarella y crema. La amaba. Pero algo cambió; se nos rompió la cremosidad de tanto usarla. Ahora solo queda odio y resentimiento. La periodista Helen Santiago pasó por el mismo proceso emocional. “Reconozco que caí en ella cuando era más joven y alocada, pero ahora me parece algo estancado en el tiempo. Una cosa insulsa que solo sabe a lo que le eches, normalmente pesto o vinagre de Módena –me dan escalofríos de pensarlo–, y con cantidades de lactosa radioactivas. Es una moda similar a la de servir los espaguetis carbonara en un queso: no sé cómo los italianos no nos han declarado la guerra por esto”, asegura.
Mikel López Iturriaga, director de El Comidista, también está harto de tropezar con esferas lechosas en cada esquina. “Es el clásico ejemplo de producto que primero tiene gracia, luego se populariza, luego te lo ponen hasta en la mismísima sopa, y finalmente acabas detestándolo”, comenta acertadamente. Nos han empujado a odiarla. Porque hace tiempo ya que la burrata juega en la misma liga de la mediocridad/viralidad que el ceviche, el bao, el tartar de atún, el vitello tonnato y los vinos naturales.
De ahí que miles de globos palpitantes rellenos de stracciatella estén explotando en redes sociales mientras lees este artículo. Para Helen Santiago la culpa no fue del chachachá precisamente: “La culpa la tiene (cómo no) Instagram, donde la gente hace reels desmenuzando la burrata, pretendiendo hacer de eso un vídeo de food porn”. El problema es que cuando todo se desparrama a sus anchas, aquello parece como si la burrata se hubiese suicidado en tu plato, dice. Lo cierto es que la viralidad extrema de la burrata ha generado un culto irracional por parte del público y unas inquietantes ínfulas creativas entre algunos cocineros que, atormentados por la insoportable levedad del tomate cherry, le echan de todo al chapapote blanco: sardina ahumada, champiñones, anchoas, mango, rúcula, guisantes o piñones. Una grieta culinaria inmensa en la que puedes arrojar toda la basura que te venga en gana.

Definitivamente, son tiempos locos para la burrata. A pesar de sus orígenes humildes como receta de aprovechamiento, ha saltado a la dimensión bling-bling, convirtiéndose en un producto caro y, para no pocos, glamuroso. Es un fenómeno que nos habla muy claro del poder de las redes, capaces de convertir carbón en diamante a golpe de hashtags y vídeos adictivos. La idea es vender una mozzarella hipertrofiada llegada del quinto pino como si fuera un capricho artesanal, que nos sintamos especiales con un objeto cuya imagen tiene una potencia inversamente proporcional a su sabor. Los milagros del marketing.
Mucho ruido y poco queso
La fiebre por este queso originario de Puglia empujó al italiano Francesco Cerutti, propietario de la quesería artesana Pinullet (Barcelona), a poner un aviso en la puerta de su comercio: No tenemos burrata, pero te podemos ofrecer alternativas más artesanas y saludables. “Me podría haber forrado, haciendo burratas sin parar, muchísima gente entraba y lo primero que preguntaba era si tenía burrata. ¡Con todo lo que hacemos en la tienda! Me sorprende esta moda, porque en mi casa, en Italia, no comemos burrata como aquí: comemos la mozzarella de toda la vida”, asegura.

El aviso ya no está en la puerta, pero Cerutti sigue viendo con recelo un producto que bien podría considerarse una versión con cremosos anabolizantes de la mozzarella. “La burrata que se hace de forma artesanal y tradicional en ciertos sitios de Italia es una cosa, pero este boom de la versión industrial no me gusta”. No le ve la gracia. “La burrata es una construcción, una base de mozzarella hilada con trozos de mozzarella y nata en su interior: un poco fake, y en general, las que te comes ahora son como morder un plástico con nata industrial dentro”, afirma.
El cocinero italiano Giacomo Hassan lleva las riendas del restaurante Bodega Bonay, en Barcelona. En la carta hay una fuerte presencia de recetas italianas, con lo que podría haber puesto el plato de burrata obligatorio y hacer caja fácil, pero prefirió ser honesto consigo mismo y con el resto del mundo “Nunca he tenido burrata. Durante un tiempo tuve queso stracchino y, en la carta, pusimos una anotación al lado: ‘mejor que la burrata’”. Era el stracchino de Pinullet, elaborado a tres kilómetros. “Me interesaba que la gente descubriera y entendiera el stracchino, lo que no me interesa es la burrata que viene en monodosis de plástico, desde Italia, en un largo viaje en camión. Hay pizzerías que igual te hacen una pizza con alcachofas de proximidad, y luego le echan esa burrata de fuera. No tiene sentido”, asegura.
Como apunta Hassan, en Italia no existe esta fiebre y, además, la línea que separa la mozzarella y burrata allí está muy clara. “Creo que está de moda porque es un producto fácil, tiene un sabor bastante neutro y tiene ese punto grasiento que gusta. Además es cómoda, se prepara rápido, es carne de cañón para restaurantes de quinta gama y similares: 50 gramos de burrata, aceite de oliva, rúcula y, si eres un cutre, ya lo tienes”, comenta.
La burrata, con esa cobertura gruesa como el pescuezo de Mike Tyson, ya cansa. Y no solo por plúmbea; dada su composición, para Mikel López Iturriaga también es una invitación al hartazgo gástrico más absoluto. “Nadie le puede negar una cremosidad láctea arrebatadora que cautiva al primer bocado, pero en el pecado lleva la penitencia: es su riqueza en natorra la que la convierte en un alimento que, si se consume con frecuencia, puede acabar resultando extremadamente empalagoso. Estoy harto de encontrar en todas partes versiones reguleras de corteza gruesa y sabor poco fresco, pero claro, quizá debería callarme la bocaza porque puse mi granito de arena en su expansión –ver vídeo de 2017– y hace nada la he usado en otro de pizzas con masa comprada”, confiesa.
Hay vida después de la burrata
Burrata con lo que al chef se le ocurra una noche psilocibina y jarras de vodka. Burrata en las pizzas, otro terreno, por cierto, que está colonizando sin piedad. Hay pizzas tan atiborradas de crema blanca que dejan molestos hilillos de nata en barbas, bigotes y papadas. Toneladas de burrata en bocadillos italianos con mortadela, y ya he visto burgers con burrata, lo juro. Si la locura sigue su curso, acabaremos echándola en las lentejas.
Lo más triste es que en un país quesero como el nuestro, en una tribu de paladar forjado al rigor de los buenos curados, el triunfo de la burrata, tan blanduzca y sosainas, es tanto un misterio como una derrota. La burrata gana incluso sobre quesos italianos muy similares, de mucha más calidad y fácilmente encontrables en nuestro país. Franesco Cerutti atesora en su tienda algunos que le pintan la cara varias veces a la burrata: la famosa ricota por ejemplo. Pero, al igual que su compatriota Giacomo Hassan, recomienda como gran alternativa el stracchino. “Es un queso delicioso, cremoso, con una textura muy parecida a la burrata, con la diferencia de que él es así, no lleva nata”, afirma. En España también disponemos de deliciosos quesos frescos: como catalán, el mató o el cremosísimo recuit de drap, por ejemplo, serían mis candidatos predilectos.
Son pequeñas batallas que se libran desde el desamparo más absoluto. Parece complicado erradicar este queso, que se ha pegado a nuestras cartas como la babosa cerebral de Futurama, y hace tiempo que dejó de ser una moda pasajera para convertirse prácticamente en un modo de vida. A finales de marzo, la Unión Europea recomendó a la población un kit de emergencia para sobrevivir 72 horas en caso de un posible conflicto: parece increíble que los expertos se olvidaran de poner la burrata en la lista.
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