La plaga del vinagre de Módena
La pasión de Pablo Iglesias por el balsámico obliga a aclarar un par de cositas sobre este vinagre, su noble origen italiano y la implantación de su versión más degenerada en todas las ensaladas de España.
España ha vivido estos últimos días acontecimientos espeluznantes: curas, militares y guardias civiles han bailado la conga con el 'Que viva España' en una peregrinación a Lourdes, nuestro presidente del Gobierno ha votado en su contra en el Congreso y un par de escaños se han roto misteriosamente en plena votación de los presupuestos generales del Estado. Sin embargo, lo que ha puesto los pelos como a David Bowie en ‘Dentro del laberinto’ a algunos de los que hacemos El Comidista ha sido el modenagate de Pablo Iglesias. Es decir, la publicación de esta conversación privada entre el tuitero Comunista y el secretario general de Podemos.
Según le dice Iglesias (o su community manager) a Comunista en relajada charla doméstica, echar vinagre de Módena a una ensalada es un signo de 'buen gusto'. Hay buenos vinagres de Jerez, pero el balsámico es mejor. Y mejores aún son, aaarg entre los aaargs, las cremas de este vinagre. Tres afirmaciones ciertamente cuestionables que nos hacen dudar del saber gastronómico de Pablo, a la vez que nos empujan a mirar con cierta inquietud un futuro con él como presidente de una España balsamizada.
Antes de entrar en materia, queden claras tres cosas. Estamos agradecidos a Iglesias por haber sido el único líder de los cuatro grandes partidos que nos concedió una entrevista comidística el año pasado. Conocimos entonces sus inquietudes culinarias, como la de preparar tartar de atún, y las aplaudimos. Y tenemos claro que cada cual disfruta comiendo lo que le da la gana: desde pizza con palmito hasta piedras. Pero buen gusto, lo que se dice buen gusto, no indica el uso del vinagre balsámico. Su omnipresencia en la hostelería española, desde el restaurante con pretensiones hasta el bar Manolo de tu barrio, es más bien una plaga bíblica que habla mucho y mal de nuestro criterio a la hora de alimentarnos.
La mayor parte del balsámico que se vende en España, y que tiene de Módena lo que nosotros de las Islas Aleutianas, no es más que vinagre malo al que se le ha añadido azúcar y colorante color caramelo (el famoso E-150d). Que este bebedizo se venda más que el vinagre de Jerez, aplaudido y usado con pasión por cocineros de todo el mundo, es otra muestra de nuestro proverbial papanatismo, que nos lleva a preferir pobres novedades a sabores propios mil veces más interesantes. Lo de las cremas simplemente no tiene nombre: estos pringosos jarabes enguarrinan ensaladas, carnes, quesos, postres y helados cargándose su sabor o disfrazando su baja calidad. El día menos pensado nos los pondrán hasta en la tortilla de patatas (una simple búsqueda en Google confirma que alguien ya lo ha hecho y nos da ganas de emigrar a Marte).
Quizá el mayor drama de toda esta historia es que el verdadero aceto balsámico di Modena no merece semejante trato. En Italia, este vinagre es uno de los bastiones gastronómicos de la zona de la Emilia Romaña, en amable convivencia con el Parmigiano Reggiano. La joya de la corona es el aceto balsamico tradizionale, una denominación de origen protegida que solo puede elaborarse en las ciudades emilianas de Módena y Reggio Emilia (y solo el de Módena lleva ese apellido, claro). Los italianos se lo toman tan en serio como los valencianos la paella, y es fácil imaginarse a Massimo Bottura -chef de la triestrellada Osteria Francescana y embajador y productor de aceto tradizionale, además de autor de un libro de cocina con éste como protagonista- intentando hacerse el harakiri con unos bucatini crudos solo con ver la plasta negruzca con la que dibujan aquí las ensaladas de rulo de cabra.
Este aceto se elabora con mosto cocido, lo que le da una dulzura y densidad características que las versiones industriales intentan imitar a base de meterle cantidades ingentes de caramelo a un vinagre regulero. Tiene un equilibrio perfecto entre una dulzura nada empalagosa y una acidez parecida a la del vinagre de Jerez (Pablo, ahí sí lo has pillado). Para entrar en la DOP se deben usar uvas que se usan tradicionalmente para hacer vino en esa provincia, que muy a menudo son Lambrusco y Trebbiano.
Prácticamente después de exprimirlas para conseguir el mosto, este se cocina durante varias horas sobre una llama en calderos de cobre destapados. Cuando se ha reducido al 50%, con la concentración de azúcares que conlleva, se envejece en barriles de diferentes tipos de madera -los métodos concretos son secretos familiares- cada vez más pequeños. Tradicionalmente éstos se guardaban no en la bodega, como se hace con el vino, sino en el ático.
El proceso es complicado y pasa primero por la fermentación alcohólica, después por la oxidación acética y finalmente por la maduración o envejecimiento, que debe ser por lo menos de 12 años -que se distinguen por su cápsula blanca- o de más de 25 (cápsula oro) y le da esa textura cremosa por evaporación. En el salón gastronómico de Florencia Pitty Taste se encuentran auténticas joyas de hasta 100 años con precios loquísimos, y también botellas de menor calidad pero con incrustaciones de Swarovsky por 790€ (algo difícil de entender si no eres paisano de Roberto Cavalli).
Después de ser testado y aprobado por un comité de expertos del consorcio -sí, 25 años de trabajo se pueden ir al garete-, se envasa en botellas de cristal de 100 ml y se etiqueta. Si no pasa por todos estos filtros, puede ser simplemente aceto de Modena, una denominación solo geográfica y bastante más relajada que puede cocerse o no, a la que se puede añadir vino y caramelo para acelerar el proceso y rectificar el color y que está listo solo con tres años de envejecimiento.
Después de conocer este proceso, es evidente que un aceto tradicional no puede costar los tres euros y pico que vale la versión caramelosa del super, y también que nadie en su sano juicio le pondría aroma a higo, mango, trufa o ningún otro añadido. Lo que se vende en un supermercado de aquí como ‘vinagre balsámico’ en Italia se llama Condimento Balsamico, así a pelo, y no tiene denominación de origen, disciplina de producción ni ningún tipo de control o límite sobre lo que se le añade o no. Un sindiós, vamos.
Por su equilibrio entre dulzor y acidez ayuda a venirse arriba a muchos alimentos o preparaciones: un chorrito encima de unas lascas de parmesano, unas fresas o incluso un helado de vainilla pueden mejorar sensiblemente su sabor. En el risotto y algunos platos de marisco -vieiras, langostinos, incluso pescado crudo-, para aliñar ensaladas o dar un contrapunto a los guisos también tiene mucho sentido. Puede cocinarse, pero lo ideal es añadirlo cuando vamos a servir el plato que que no pierda su aroma (o exponerlo al fuego el menor tiempo posible). La cantidad necesaria variará según la edad y características del aceto elegido, pero con una cucharadita de postre rasa suele ser más que suficiente.
Existiendo esta maravilla, ¿por qué triunfa el vinagre balsámico pseudomodenesco si es tan cutre? Primero, porque es dulzón. Vivimos en una sociedad cada vez más enganchada al azúcar, y en el que la infantilización galopante de los paladares favorece la propagación de esta clase de productos empalagosos. Segundo, porque es 'decorativo', sobre todo en su formato cremoso. Ponle unos buenos churretones haciendo zig zag a cualquier plato y te creerás Joan Roca en El Celler, sobre todo si ignoras que tanto él como todos los chefs de nivel con dos dedos de frente dejaron de hacer este tipo de chorradas balsámicas hace 20 años.
Aprovechamos la ocasión para mandar un mensaje: Pablo, si compras sal del Himalaya por sus supuestas fantabulosas propiedades saludables o por creer que es más sana o más natural que la sal marina, también te están tangando. Si lo haces por su sabor, también: la sal es sal. Y si lo haces porque viene del Himalaya -que no entenemos como no mide ya 70 centímetros, con la cantidad de sal que supuestamente sacan de allí-, le harías un favor al planeta apostando por las sales nacionales, que tienen una huella ecológica mucho menor.
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