La palabra política
La política no es eso que hacen los políticos, esos muchachos y muchachas que no sabían qué hacer con sus vidas


Por curiosas circunstancias familiares veo muchos programas de actualidad política en la televisión; por circunstancias menos curiosas leo la actualidad política en varios medios. Y nunca deja de sorprenderme lo que nuestra prensa considera “política”.
No es preciso hundirse en etimologías: todos sabemos que la palabra política viene de πόλις, polis, ciudad en griego, y que designa el manejo y los manejos de las cuestiones ciudadanas. Aquí, en cambio, y en tantos otros lugares, una enorme porción de los medios ha caído en la trampa de creer que política es eso que hacen los políticos.
Parece lógico, y sin embargo nadie diría que la carne es eso que hacen los carniceros: sólo la compran, la guardan, la venden y ganan algún euro. Pero si uno quisiera saber qué pasa con la carne debería averiguar cómo se cría, quiénes son los pequeños pastores y los grandes ganaderos, cómo consiguieron sus tierras, por qué eligen cada raza, cómo compran y venden, con qué alimentan a sus vacas, con qué drogas las drogan, cómo deciden matarlas y cómo las matan, cuánto conviene consumir, cuáles son sus riesgos, qué periodistas pagan para neutralizar a los vegetarianos. Pero no: hablamos de los carniceros, sus ofertas de fin de semana, sus balanzas trucadas, sus cuchillos.
La política, por supuesto, no es eso que hacen los políticos, esos muchachos y muchachas que no sabían qué hacer con sus vidas. Reducidos los dioses a un papel secundario, la política es la herramienta que nos queda para tratar de mejorar la forma en que vivimos. Ahora lo intentamos con un sistema de delegación —los ciudadanos votamos a otros ciudadanos para que hablen y decidan por nosotros— y de separación de los poderes formales —ocupados por esos ciudadanos que elegimos. Es obvio que su poder es relativo: mucho más tienen los grandes empresarios, los señores. Y también lo tendrían las grandes multitudes si decidieran ejercerlo.
Pero nosotros, periodistas, siempre hablamos de ellos, los supuestos “políticos”. No es raro que lo hagamos, ni casual. Seguimos obedeciendo lo que nos enseñaron: que el periodismo debe ocuparse de la gente con algún poder; que ellos son noticia y el resto, todas nosotras, somos si acaso su telón de fondo —a menos que hagamos el esfuerzo de morirnos de a muchos. Y en la política parece —parece— evidente que los que tienen poder son los políticos: sólo porque se lo damos, sólo porque nos dejamos.
Si eso es lo que cuenta, eso es lo que se cuenta. En este momento el “periodismo político” en España se divide en dos grandes zonas: la zona de la corruptela, siempre tan jugosa y pegajosa, tan buena para hacernos sentir honestos por contraste y seguros en nuestra moralina, y la zona de la exjusticia, siempre tan negra y tan redicha, tan buena para enzarzarse ad infinitum en latinajos y zarandajas varias, tan útil para que los poderes verdaderos ejerzan su poder. Entre ambos —juicios injustos y atisbos de robitos— se van pasando las horas en la tele, las páginas en la pantalla del móvil, la competencia por el insulto más infecto. Y parece que no valiera la pena tratar de contarnos quiénes somos, cómo somos, qué hacemos, qué nos hacen, la realidad que los políticos suelen disimular con sus discursos.
De verdad: parece como si no nos interesara informarnos e informar sobre todas esas cosas que son objeto de la política de los políticos. Definir cuáles son, cuáles importan, y trabajar sobre ellas. Si el problema de la vivienda está en todas las bocas vale la pena —además de decir lo que hace en esas bocas— estudiar y contar de dónde viene su carencia, cómo se forma, a quiénes y cómo beneficia su concentración, las vidas de los que lo sufren. Si Madrid es el escenario de un ataque brutal contra la salud pública —nuestro gran patrimonio común— importa contar con detalles sus problemas, cuáles son las compañías que quieren quedarse con ese “mercado”, cómo lo hacen, qué significa para los ciudadanos, cómo la Administración perjudica a la sanidad pública para beneficiar a la privada y, por supuesto, las vidas de los que lo sufren. Y así de seguido: los problemas de la educación, el trabajo, la inmigración, la desigualdad, las diversas violencias.
En síntesis: contar lo que (se) dicen los políticos sobre las cuestiones no es hacer periodismo; periodismo sería seguir y analizar esas cuestiones. Porque así podremos entender mejor nuestras vidas, nuestras opciones, nuestras decisiones. Y si el periodismo no sirve para eso, no sirve para nada.
Con perdón, más faltaba, y el debido respeto.
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