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El escándalo de Torrejón golpea la gran apuesta por la privatización sanitaria del PP de los últimos 30 años

La grabación del máximo ejecutivo de Ribera Salud instando a sus directivos a ahorrar en la asistencia para aumentar los beneficios evidencia por primera vez una práctica sobre la que habían alertado los críticos con estas políticas

Hospital Universitario de Torrejón. Foto: Pablo Monge

Las privatizaciones sanitarias emprendidas por el PP en los últimos 30 años, principalmente en la Comunidad Valenciana y Madrid, han sacado a cientos de miles de personas a la calle, motivado huelgas, crispado sesiones parlamentarias, llegado a los tribunales y catalizado crisis políticas. Pero nunca antes había quedado expuesta de forma tan cruda la cuestión esencial que subyace bajo un debate con potencial para encender movilizaciones sociales y agitar la agenda política. Que la relación entre el afán de lucro y un servicio público esencial como la sanidad es compleja era algo sabido. Que las empresas, en determinadas circunstancias, pueden verse tentadas a elegir entre salud y negocio, se sospechaba. Ahora, sin embargo, ha quedado por primera vez en evidencia que la opción elegida ha sido la de los beneficios.

“Todos sabéis que la elasticidad de la cuenta de resultados a la lista de espera es directa”. Es decir, en términos menos técnicos, que cada euro no destinado a operar a pacientes es un euro que engorda los resultados de la empresa. La grabación de estas 17 palabras, pronunciadas por el CEO del grupo Ribera Salud, Pablo Gallart, ante una veintena de directivos del Hospital de Torrejón de Ardoz —a los que animaba a ser imaginativos para conseguir “cuatro o cinco millones”—, fue destapada por EL PAÍS el pasado miércoles. Desde entonces, el escándalo amenaza con desacreditar por mucho tiempo un modelo, el de las concesiones hospitalarias, ya cuestionado. “Es hacer de la salud un negocio y de la enfermedad una oportunidad para enriquecerse”, censuró el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Lo ocurrido puede no ser solo un desliz ni una tormenta pasajera, sino un episodio que quede grabado a fuego en el imaginario colectivo. “La conmoción provocada es comprensible. Llevamos tres décadas debatiendo sobre las privatizaciones. Muchos han alertado sobre estos riesgos y otros los han negado. Escuchar al máximo responsable de la empresa que gestiona varios hospitales públicos expresarse de esta forma resulta sin duda chocante”, afirma José Ramón Repullo, profesor emérito de Planificación de la Salud de la Escuela Nacional de Sanidad y crítico con estas políticas.

El rechazo es compartido por quienes defienden la conveniencia de la colaboración público-privada. “Lo ocurrido en Torrejón es intolerable”, sentencia Ignacio Riesgo, médico consultor, exgerente del hospital público Ramón y Cajal (Madrid) y exdirector de Sanidad de PriceWaterhouseCoopers. Su reproche se centra en la “discriminación” que Gallart, “si se confirman los hechos”, insta a abrir entre los vecinos de Torrejón y los de otras zonas de la Comunidad de Madrid. Los primeros, por los que Ribera Salud recibe cada año un dinero por anticipado en la llamada “cápita”, quedarían relegados frente al resto, a los que la compañía interesa atraer porque le suponen fondos públicos adicionales.

La presencia de hospitales de gestión privada en la sanidad pública, aunque a menudo controvertida, ha existido desde la misma creación del Sistema Nacional de Salud (SNS). La Ley General de Sanidad de 1986 apostaba por un modelo de gestión pública directa de los hospitales, pero también preveía acuerdos con el sector privado para complementar la red pública.

El escenario cambió en 1997, con la Ley de Nuevas Formas de Gestión del SNS, aprobada bajo el Gobierno de José María Aznar (PP) con el apoyo del PSOE y la mayoría de partidos autonómicos. El objetivo era flexibilizar, dar más autonomía a los hospitales y mejorar la eficiencia. El centro de gravedad seguía siendo lo público, pero se abría una puerta a fórmulas de gestión privada que los populares pronto cruzaron con entusiasmo.

La comarca valenciana de la Ribera Alta se convirtió en 1999 en la primera en poner en marcha un nuevo modelo de gestión, bautizado con el nombre de su capital, Alzira. La constructora Dragados levantó un nuevo hospital y se alió con la aseguradora Adeslas para gestionarlo durante 15 años, prorrogables a otros cinco, junto a los centros de salud de los municipios vecinos. Un paso que, por cierto, Madrid no ha dado al limitar las concesiones a los hospitales. Las concesionarias recibían un importe fijo por habitante, la cápita, independiente de la asistencia clínica prestada.

Este sistema, planteado como un incentivo para la eficiencia y promoción de la salud, fue extendido por el PP en ambas comunidades —con variaciones y otras empresas concesionarias— y ha acabado con los años siendo el más controvertido. “El problema es que, al final, el incentivo para la empresa puede ser no invertir en el paciente ni en el centro si así mejora los resultados. Es lo que ahora hemos visto en Torrejón”, expone Repullo.

De las todas fórmulas de colaboración público-privada, la de la cápita es la que un menor control de la Administración sobre la empresa establece. Hay algunas más habituales y sencillas de gestionar —aunque tampoco escapen a las críticas—, como la compra de servicios asistenciales (intervenciones quirúrgicas, pruebas diagnósticas...) a centros privados para reducir la lista de espera.

Y otras más complejas, presente en varias comunidades y similares a los contratos programa de los hospitales públicos, en las que el sector privado asume la gestión de un centro sanitario, pero el gobierno regional le impone condiciones para garantizar la que las necesidades en salud de los ciudadanos quedan cubiertas (objetivos de actividad y calidad, mecanismos de evaluación, incentivos y penalizaciones...).

Con el sistema de concesión financiado con la cápita, coinciden los expertos, la supervisión pública se debilita, algo que en Madrid se complica aún más por otras decisiones adoptadas por el gobierno regional. “La Comunidad ha cometido la frivolidad de establecer la libre elección de centro, pero con distintas reglas de juego para los hospitales privados y los públicos. Los primeros tienen una gestión empresarial que les permite optimizar su capacidad de atracción, mientras los públicos juegan con las manos atadas con el marco administrativo. Eso explica los resultados, en ocasiones con un gran impacto económico”, expone Ignacio Riesgo.

José Manuel Freire, que fue portavoz de Sanidad del PSOE en Madrid, recuerda una resolución aprobada en la Asamblea regional en 2016 con el apoyo de su partido, Ciudadanos y Podemos —el PP no contaba entonces con mayoría absoluta— que pretendía reforzar, según el texto, “el control efectivo de los complejos contratos de las concesiones”, mediante “una Unidad de Seguimiento y Control de las Concesiones Sanitarias” y “la figura del delegado de la Administración en todos y cada uno de los hospitales”.

“El PP, lamentablemente, ignoró lo aprobado. La resolución no hubiera impedido la existencia de un CEO dando estas instrucciones, pero sí hubiera reducido muchísimo su capacidad para hacerlas cumplir”, lamenta Freire.

Viruela del mono

La complejidad de los contratos, la falta de transparencia en la gestión de los centros y la connivencia entre algunos gobiernos y compañías explican, según los expertos, muchos problemas que rodean a estas privatizaciones. “El mero hecho de que las empresas tengan identificados procesos clínicos que les son muy rentables y que esto pueda condicionar su gestión muestra que los contratos no están bien calculados y pueden llegar a ser muy beneficiosos para ellos”, explica Ricard Meneu, que fue responsable de la Inspección de Concesiones en la Comunidad Valenciana.

Este ex alto cargo lamenta que los contratos no incluyan medidas que son habituales en otros ámbitos, como la limitación de beneficios de las concesiones: “Las negociaciones con las compañías son complejas y, a menudo, la parte pública carece de los conocimientos y, en alguna ocasión, también de la voluntad de imponer condiciones que garanticen mejor los derechos de los pacientes”.

Un ejemplo se vio tras la decisión de la Generalitat valenciana, entonces presidida por el socialista Ximo Puig, de no prorrogar las concesiones de Alzira en 2018 y Torrevieja en 2021, una medida contra la que Ribera Salud batalló sin éxito en los tribunales. La Consejería de Sanidad se encontró con unos hospitales lastrados por “una tecnología obsoleta, infraestructuras anticuadas y una plantilla exprimida al máximo”, recuerda un alto cargo. La Generalitat tuvo que destinar en solo nueve meses ocho millones de euros para adecentar y reformar el Hospital de Alzira.

La apuesta por el modelo, presentada en su día por el PP valenciano como un cambio de paradigma, parece hoy en retroceso en la región, incluso entre las filas del partido. Tras terminar las concesiones de los hospitales de Denia y Manises, en 2024, el Gobierno popular de Carlos Mazón optó por asumir su gestión directa sin prorrogar los cinco años previstos. El de Elche-Vinalopó, que atiende a unas 160.000 personas y cuya concesión inicial ha sido renovada hasta 2030, es el único que mantiene el modelo en la comunidad.

El Gobierno de Isabel Díaz Ayuso (PP), en cambio, mantiene en Madrid firme su compromiso con todas las formas de colaboración público-privada ensayadas hasta el momento. Además del de Torrejón —que atiende a una población de 160.000 personas—, hay otros tres funcionando bajo el modelo de la cápita, todos ellos en manos del grupo Quirónsalud (Rey Juan Carlos de Móstoles, Infanta Elena de Valdemoro y Collado Villalba, con una población total atendida de 420.000 personas). Y en la región conviven otras dos fórmulas con participación privada, como el concierto singular de la Fundación Jiménez Díaz —también en manos de Quirónsalud— y una fórmula mixta desarrollada en otros cuatro hospitales en la que el personal sanitario es público, pero una empresa privada se ocupa de todos los demás servicios.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, hace una declaración a la prensa a su llegada al acto institucional por el Día de la Constitución, este sábado, en Madrid. Foto: EFE/Borja Sánchez-Trillo

La Consejería de Sanidad defiende que el resultado de la primera inspección llevada a cabo en Torrejón ha constatado que “nunca se han recibido quejas” y que indicadores como la lista de espera del centro son “inmejorables, muy por debajo del resto de la región”. El departamento atribuye todo lo sucedido a “rencillas internas [en Ribera Salud] que no pueden poner en duda la calidad de la sanidad de la Comunidad de Madrid”.

El grupo Ribera Salud, por su parte, responde por escrito que “el modelo concesional ha sido cuestionado desde sus inicios hace más de 25 años, objeto de todo tipo de críticas y calumnias”, pero que todas “las auditorías realizadas por organismos independientes públicos y privados han mostrado unos resultados incuestionables”.

Una cuestión clave aún por dilucidar es el impacto real que tendrá la actual crisis sobre la imagen y el futuro de este tipo de acuerdos. Para Ribera Salud el futuro pasa por “seguir trabajando bien como hasta ahora, con buenos resultados asistenciales, que mejoran a los de la sanidad pública tradicional”.

El Ministerio de Sanidad, por su parte, está a la espera de que concluya la revisión del caso encargada a la Alta Inspección, aunque no oculta sus “sospechas y temores”. “La existencia de lucro en la gestión de los servicios sanitarios genera incentivos difícilmente compatibles con la preservación de la calidad exigible a los servicios de salud”, asegura.

Para todos los expertos consultados, incluso los partidarios de un mayor peso del sector privado, lo ocurrido en Torrejón es un aviso de la necesidad de reforzar las garantías para los pacientes. “En mi opinión, la colaboración público-privada en la sanidad es necesaria e imprescindible, como pasa de forma generalizada en el resto de Europa. Pero eso exige mayor control por parte de la Administración, reforzar la transparencia y también poner un límite en el beneficio privado”, concluye Ignacio Riesgo.

El modelo que ni Fraga ni Feijóo quisieron en Galicia

Sonio Vizoso

En Galicia, cuna del fundador del PP y del actual líder del partido, el modelo público-privado de los populares para gestionar hospitales nunca llegó tan lejos como en la Comunidad Valenciana o Madrid. Manuel Fraga nunca optó por el modelo Alzira, que pone centros hospitalarios públicos en manos de empresas. Lo que sí hizo en 2001 fue integrar a Povisa, el mayor hospital gallego de propiedad y gestión privada, en la red del servicio gallego de salud asignándole un número de tarjetas sanitarias. Este centro de Vigo estaba entonces en manos de una poderosa empresa naviera local. En 2019 fue comprado, precisamente, por Ribera Salud.

Povisa recibe de la Xunta 97 millones al año para atender a 115.000 vecinos del área de Vigo que lo eligen voluntariamente. Son cada vez menos y el centro se queja desde hace años de dificultades financieras. Desde la pasada primavera cobra de las arcas públicas por consulta, prueba o cirugía, no por tarjeta sanitaria. El Gobierno de Alfonso Rueda cambió la forma de pagarle a Povisa tras informes fiscalizadores que criticaban la opacidad del sistema. Por eso fuentes de la plantilla señalan que no creen que la dirección esté aplicando las polémicas recetas del CEO que abogan por recortar la actividad sanitaria para ganar más. El BNG, con todo, ha pedido a Rueda que lo investigue.

Con Fraga de presidente y Alberto Núñez Feijóo de número dos en la Consellería de Sanidade que dirigía José Manuel Romay Beccaría, la Xunta ensayó un sistema en cuatro hospitales que liberaba su gestión y sus contrataciones de controles administrativos. Lo hizo poniendo estos centros en manos de fundaciones públicas, pero fue tal el fiasco financiero que se acabó dando marcha atrás al modelo. Fue revertido mientras Romay y Feijóo lo extendían por España ya desde el Gobierno de José María Aznar.

Hubo que esperar a que Feijóo sucediese a Fraga para que el PP gallego diese otro paso al frente en la senda privatizadora, de nuevo con Vigo como campo de pruebas. Eso sí, una vez más se quedó lejos de las fórmulas de la Comunidad Valenciana y Madrid. Tras ser investido presidente por primera vez en 2009, Feijóo optó por construir un nuevo hospital público en Vigo con un modelo de colaboración público-privada con el que Fraga nunca se había atrevido.

Para no engordar la deuda autonómica y cumplir con el mandato de austeridad y bajo déficit de aquel momento, el actual líder del PP delegó en una constructora la financiación y ejecución del complejo. La compañía recibió a cambio un canon anual por 20 años y la explotación de los servicios no sanitarios. Feijóo defendió este sistema privatizador como más eficaz, pero tampoco le salió bien: la Xunta tuvo que salir al rescate de la UTE adjudicataria tramitándole un préstamo ante el Banco Europeo de Inversiones y el proyecto acabó costando 470 millones más que si se hubiera ejecutado con una fórmula totalmente pública.

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