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Cómo las superfrutas han revolucionado la gastronomía y la economía colombianas

A partir de una mirada hacia el interior, Colombia encuentra en sus 2.500 variedades de frutas una efervescente escena culinaria basada en lo autóctono, un camino hacia el fortalecimiento de las economías rurales maltrechas tras años de conflicto armado y una nueva forma de conservación de la inmensa riqueza que atesoran los bosques del país

El zapote o zapote suramericano (Matisia cordata) es un fruto tropical de la familia de las Malvaceae que comparte raíces con el cacao, la okra y el exótico durián.
El zapote o zapote suramericano (Matisia cordata) es un fruto tropical de la familia de las Malvaceae que comparte raíces con el cacao, la okra y el exótico durián.Manuel Vázquez

Hasta 1863, Colombia era una fruta exótica. A lo largo de 300 años fue reino, virreinato y república de Nueva Granada en honor a la ciudad andaluza y al arbusto espinoso del que brota un fruto rojo lleno de semillas jugosas y dulces. Víctor Beltrán, autodidacta que creció muy cerca del jardín botánico y escuchó con atención las explicaciones de una madre bióloga, muestra una moneda con una granada en relieve que el Banco de la República acuñó para conmemorar los 200 años de la independencia, cuando el país cambió el nombre de una fruta por el de un navegante. “La granada no es de aquí. Es originaria del actual Irán. En Colombia crece más pequeña y se utiliza con propósitos medicinales, en infusiones, para dolencias estomacales”, dice.

El mercado de Paloquemao de Bogotá es una farmacia natural y una despensa gigantesca con frutas provenientes de la Amazonía, la Sierra Nevada de Santa Marta, los Andes, los páramos, la Orinoquía, el Caribe y toda esa variedad de ecosistemas que hace de Colombia un referente mundial en términos de biodiversidad. Víctor se dedica a realizar visitas guiadas por el mercado y habla con pasión del poder antioxidante de la papayuela, la sobrecarga de vitamina E del marañón o el efecto diurético del lulo. También señala la diferencia entre las frutas nativas o propias del país, como la uchuva, el tomate de árbol o el maracuyá, y las exóticas o introducidas, como es el caso del coco, el mangostino o el carambolo. “Colombia cuenta con una ubicación geográfica muy privilegiada que nos permite cultivar frutas exóticas. Al estar tan cercanos al ecuador no poseemos estaciones, pero sí microclimas. Tenemos unas 12 horas de luz al día durante todo el año. Además, la ramificación de la cordillera de los Andes nos regala diferentes elevaciones para cultivar un gran número de especias no nativas”, dice. Toda la exuberancia y fertilidad de Paloquemao refleja la abundancia de un país que, como un verdadero jardín edénico, cuenta con más de 2.500 variedades de frutas.

Pero ¿cuál es el verdadero poder de las superfrutas de la biodiversidad colombiana? “Cuando decimos que Colombia tiene más de 2.500 frutas estamos hablando de una gastronomía que tiene, potencialmente, 2.500 ingredientes”, dice Gian Paolo Daguer, el ingeniero ambiental que de niño subía a la copa de los árboles de la finca familiar para descubrir nuevos sabores y hoy es considerado el gurú de las frutas.

Este ingeniero ambiental es uno de los creadores de Frutas de Colombia, un grupo formado para la divulgación y la conservación de la biodiversidad colombiana.
Este ingeniero ambiental es uno de los creadores de Frutas de Colombia, un grupo formado para la divulgación y la conservación de la biodiversidad colombiana.Manuel Vázquez

Hace seis años, Daguer creó un grupo de Facebook llamado Frutas de Colombia, donde empezó a compartir fotografías y descripciones de frutos poco convencionales. Se sumó más gente, se amplió a WhatsApp, Instagram, X y TikTok hasta convertirse en una base de datos enorme. En principio, solo buscaba conservar la biodiversidad colombiana, pero con el tiempo se transformó en una red colaborativa que ha unido a productores locales, biólogos, conservacionistas, chefs, aficionados y emprendedores en la búsqueda de oportunidades en torno a las frutas.

“Muchas especies y conocimientos han desaparecido por los procesos del conflicto armado que generó desarraigo y desapego de los territorios debido al desplazamiento. Hay que trabajar mucho en la recuperación. Si no conocemos, poco valoramos”, dice. En mayo pasado, a raíz de una foto publicada por una antropóloga, descubrieron una fruta de la zona del Chocó que no había sido previamente clasificada, a pesar de ser consumida por la comunidad. Así nació el quinquejo o Myrcia coquiensis.

Supermacedonia colombiana

1. Zapote. 2. Pita. 3. Maracuyá. 4. Rambután. 5. Guayaba pera. 6. Corozo costeño. 7. Mamey. 8. Níspero. 9. Marañón. 10. Uchuva. 11. Coco con manzana. 12. Tamaca. 13. Papayuela. 14. Pepino melón. 15. Curuba. 16. Gulupa. 17. Tomate de árbol. 18. Mangostino. 19. Anon. 20. Pitaya. 21. Mango de azúcar. 22. Sicana odorífera (o melón colorado). 23. Chirimoya. 24 y 25. Choibá y su almendra. 26. Molinillo.

“También hay un tema muy grande de nostalgia, de personas que recuerdan frutas que comían en su niñez. Hasta hace unos 20 años solo éramos conocidos por conflictos y narcotráfico. Es momento de empezar a promover valores importantes sobre el país. La biodiversidad es una de esas grandes oportunidades”, dice.

La conversación con Gian Paolo tiene lugar en el restaurante Mini Mal. El equipo al frente de este local en Bogotá teje redes para dar a conocer productos y tradiciones de distintas partes del país a través de un trabajo comunitario. El resultado es una cocina “sorprendentemente colombiana”. “Había que encontrar maneras, lenguajes e ideas para contar otra historia de nuestro país. En aquel momento muchos de los cocineros que estudiaban aquí se iban a trabajar a otros países”, dice Antonuela Ariza, chef asistente del restaurante. “No existían los canales porque el transporte terrestre era muy complicado y el avión era carísimo. Era una labor titánica, pero nosotros entendimos que había que hacerlo”.

Chef asistente, Antonuela Ariza, y algunas de sus creaciones.
Chef asistente, Antonuela Ariza, y algunas de sus creaciones.Manuel Vázquez

En el caso de las frutas, hoy cuentan, por ejemplo, con proveedores en el Caribe que les envían coroso, una baya roja, refrescante y ácida a la que también se la conoce como chontaduro de montaña. Del Amazonas traen guayaba agria y copoazú, conocido como el cacao amazónico. También el açai, que se convirtió en el super­alimento de moda en buena parte del mundo. Con todas estas frutas y muchas otras preparan salsas, zumos, reducciones, ajíes o mermeladas. Entre otros platos, en Mini Mal son famosos sus arrullos, inspirados en un canto tradicional del Pacífico. Estas galletas saladas de coco rallado y copoazú vienen con un picadillo de pulpo, calamar y camarón impregnado de una interpretación personal del curri verde.

Antonuela también es cofundadora de Selva Nevada, una empresa de helados artesanales de frutos exóticos colombianos. Su socio y vecino del barrio, Alejandro Álvarez, llegó un día a la puerta de Mini Mal con frutas amazónicas recolectadas en su peregrinaje por el país. Al principio, los proveedores cortaban las frutas con tijeras, las empaquetaban mal, las congelaban en casa bajo el riesgo de una factura de luz impagable a fin de mes. Pero Alejandro tenía un proyecto más grande. “Lo que me pasaba a mí es que estaba muy orgulloso de nuestra biodiversidad, pero me preguntaba ¿de qué le sirve esto a la gente de a pie? Es muy bonito todo lo que hay en el bosque, pero ¿cómo se vuelve una cadena competitiva?”, dice.

Antonuela y su equipo hicieron experimentos en la cocina del restaurante y crearon el primer helado. Han pasado 12 años desde entonces. Hoy, esas comunidades ya cuentan con despulpadoras, paneles solares e ingresos fijos mensuales. “En términos generales, las organizaciones de pequeños productores son nuestros aliados y socios en la cadena de suministro. Lo que buscamos es fortalecer los llamados centros de transformación rurales, que son plantas de procesamiento propiedad de las comunidades a donde llega la fruta fresca para ser procesada”, explica Alejandro, economista con maestrías en gerencia ambiental y desarrollo rural.

¿Realmente una fruta puede transformar la vida de una comunidad y conservar los bosques? “Es el camino”, dice Alejandro, “pero una comunidad no va a vivir solo de açai. La diversificación de sus actividades económicas es clave para la conservación y la reforestación”. “Si estas personas no tuvieran estas oportunidades probablemente estarían sembrando coca o basando sus actividades en algo más rentable pero ilegal”, añade Gian Paolo.

Alexandra Posada y Marc de Beaufort, documentalistas de profesión, también creen en esa apuesta. De hecho, hace 11 años decidieron abandonar Bogotá y mudarse a Choachí. Ubicado a 40 kilómetros de la capital, este pueblo del Valle del Río Blanco fue prácticamente inaccesible durante el conflicto armado debido a los retenes organizados por las guerrillas.

Marc de Beaufort y Alexandra Posada en el hogar y laboratorio gastronómico donde experimentan con distintas frutas para la creación de vinos y destilados.
Marc de Beaufort y Alexandra Posada en el hogar y laboratorio gastronómico donde experimentan con distintas frutas para la creación de vinos y destilados.Manuel Vázquez

Desde una casa que ellos mismos construyeron y con unas vistas impresionantes a la laguna sagrada de Ubaque, de acuerdo con la tradición muisca, Alexandra y Marc recuerdan sus recorridos por la zona con la intención de crear un proyecto sostenible que contribuyera también al desarrollo de la comunidad. “Los dueños de fincas pequeñas con 10 palos (árboles) de ciruelas, peras o manzanas solían bajar cada domingo al pueblo con su cosecha para vender su canastilla de frutas. Eso cambió radicalmente porque ahora todo se trae del mercado de abastos. Los productores pequeños dejaron de cosechar la fruta y de verle el beneficio al bosque. Entonces empezaron a talar los árboles para sembrar pasto para las vacas”, dice Alexandra.

“El año pasado en Colombia se perdieron siete millones de toneladas de frutas”, añade Marc, “y se perdieron porque no hay canales de distribución”.

En sus paseos y conversaciones conocieron a Cristina Garzón, quien limpiaba casas en un pueblo vecino. Los fines de semana, Cristina y su marido, Gregorio, se dedicaban a poner en marcha un alambique tradicional de arcilla. Tal y como le enseñaron sus antepasados, la pareja producía chirrinche, un aguardiente hecho a partir de la caña de azúcar. ¿Y si en vez de usar la caña de azúcar utilizaban la patilla (sandía), el coroso o la ciruela criolla que los campesinos ya no querían cosechar? “No tenía la fuerza para innovar y ahora me he lanzado al ruedo”, dice Cristina. Hoy, 12 personas de su familia se han integrado al proyecto.

La cocina de Marc y Alexandra es una fiesta permanente donde preparan menús degustación con los quesos y mostazas que elaboran, los pescados que ahúman y las verduras de su propio huerto. Sobre la mesa del comedor descansan algunos de los más de 50 productos de El Cruce de las Rocas. Ahí están sus licores artesanales de hierbas o de durazno criollo, sus destilados de limón mandarina o de piña, el vino de guayaba coronilla o el delicioso aperitivo 1846, en honor al año en que Joseph Dubonnet creó la bebida que lleva su apellido. En las etiquetas de los destinatarios se leen los nombres de los restaurantes más reconocidos y premiados de Colombia.

Para Gian Paolo, la cocina colombiana está en estado de efervescencia, a punto de despegar hacia otras latitudes. “Antes, la gastronomía nacional era una bandeja paisa. No se entendía lo que pasaba en las distintas regiones cuando en realidad somos una suma de cocinas. Ahora ha surgido una nueva gastronomía a partir de chefs que han tenido la oportunidad de formarse en otros lugares. Me sorprende porque están llevando las frutas a otro nivel”, dice.

En esa esfera se ubica Álvaro Clavijo. Su restaurante, El Chato, se encuentra actualmente en el puesto 25º entre los mejores del mundo y en el segundo en Latinoamérica, de acuerdo con la lista The 50 Best. El más internacional de todos los chefs colombianos voló de regreso a casa después de estudiar y trabajar en Barcelona, París y Copenhague. Quería mirar hacia adentro, pero aplicando técnicas aprendidas fuera de casa. Para ello, se subió a una moto y recorrió el país durante seis meses. “Más que de los productos me enamoré de la dificultad porque hay muchos ingredientes que pueden ser muy obvios, pero no son tan obvias las técnicas que un cocinero puede aplicar”, dice.

Bogotá no es el único escenario que empieza a otorgarle una extraordinaria visibilidad a las frutas. El chef Jaime Rodríguez conoció el mar a los 21 años y, sin embargo, hoy es el máximo representante de la cocina caribeña en el mundo. Hace ocho años creó el Proyecto Caribe Lab, una iniciativa que lo llevó a viajar por todo el país para contactar con pequeños productores y conocer a fondo la riqueza de la despensa nacional. Dos años después inauguró su restaurante en Cartagena, Celele, donde las frutas tienen un rol protagonista. Su carta incluye, por ejemplo, iguaraya, un fruto que brota de un tipo de cactus en el desierto de La Guajira únicamente en temporada de lluvias. “Esta fruta tan delicada es recolectada por los indígenas cuando caminan por el desierto porque no es de cultivo, es silvestre. La comunidad wayuu nos la hace llegar al restaurante y nosotros la pelamos rápidamente y la fermentamos para obtener otras características”, dice.

Jaime Rodríguez, chef del restaurante Celele en Cartagena de Indias.
Jaime Rodríguez, chef del restaurante Celele en Cartagena de Indias. Manuel Vázquez

Hace cinco años, en la región andina de Santander, exactamente en Barichara, la tierra de sus antepasados, Rafael Buitrago inauguró el restaurante Elvia en honor al nombre de su abuela, después de trabajar en Lima, São Paulo, Ciudad de México o Londres (en Bogotá fue jefe de cocina de El Chato). “Nuestro propósito principal es dignificar el producto del campo y llevarlo al máximo nivel”, dice, mientras explica la forma en que los cítricos como la mandarina, las naranjas y el limón criollo de la zona son muy importantes en su gastronomía y también en la economía de Barichara. A lo largo de los años, Rafael se ha dedicado a explorar el territorio, a contactar con pequeños productores y a desarrollar un vínculo con ellos. “Casi no tenemos intermediarios, nuestra relación con los productores es directa, así sabemos cuándo tienen cosechas para comprarles y siempre a un precio justo para ellos”.

“Pensábamos que el verdadero valor gastronómico estaba en las cocinas internacionales, pero empezamos a generar conciencia, a explorar nuestra gastronomía y nuestras raíces. Esto hace que hoy los restaurantes tengan una identidad cada vez más marcada. Estamos trabajando algo totalmente propio, algo totalmente autóctono”, dice.

En el libro Historia y dispersión de los frutales nativos del neotrópico, el etnobotánico Víctor Patiño ofrece una síntesis de las impresiones que tuvieron los europeos al descubrir las frutas de América. A lo largo de 300 años todas fueron bastante desalentadoras. “Ni tienen sabor, ni olor, ni efecto de bondad”, “olor de melones pasados” o “ninguna de particular elogio”. En general, las frutas inspiraban una enorme desconfianza, se asociaban a problemas digestivos o buscaban proteger sus frutos europeos.

“Hasta para comer una fruta nueva se necesita cierto ímpetu audaz”, cita Patiño. Sin embargo, algo empezó a cambiar en el siglo XVIII, cuando un cura jesuita quedó deslumbrado con las frutas americanas y se atrevió a escribir sobre ellas de una manera premonitoria. “Abierto está el camino para la América: vayan, vean y averigüen la verdad de lo que cuento. Vayan y recreen sus paladares con las delicadísimas frutas de aquella tierra”.

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