¿Qué hacemos con el 20 de julio?
Por un suceso fortuito, desde 1873 Colombia celebra su Independencia conmemorando una fecha en la que no existían ni Colombia ni el ánimo de independizarse. Sin embargo, el peso cultural de este día puede servirnos para reivindicar un proceso histórico tan complejo y diverso como el país
Fue en 1873 cuando el Congreso de los Estados Unidos de Colombia decretó que la Fiesta Nacional del país se celebraría el 20 de julio. La fecha recordaba el día de 1810 cuando el Cabildo de Santafé de Bogotá conformó una junta de gobierno, el primer paso de un gobierno representativo que acabaría por destituir a las principales autoridades del antiguo Virreinato de la Nueva Granada y marcaría el inicio de un proceso de más de una década que culminaría, en medio de una guerra devastadora, con la trasformación del país en una república independiente. Aunque aquel no fue un evento para nada menor, la naciente nacionalidad de hace siglo y medio necesitaba simplificarlo y llamó a eso, aunque no lo fuera, el Día de la Independencia. Fue una decisión conforme al proyecto de unas élites del siglo XIX que en su mayoría miraban a Europa occidental y al centro andino, en perjuicio de una diversidad no solo del país sino de su propio pasado.
Después de 150 años tenemos un país capaz de mirarse a sí mismo de otra manera. Un país que oficialmente reconoce su diversidad, unas ciencias sociales y una investigación histórica que ha contribuido notablemente en ese esfuerzo y, ante todo, la posibilidad de mirar críticamente esa fecha. ¿Pero eso significa que tengamos otra posibilidad de abordar no sólo el 20 de julio sino también las conmemoraciones de la Independencia? Desafortunadamente eso no ocurre y las esperanzas de que eso cambie en una sociedad apática son remotas.
Hay cuestionamientos y desmitificaciones necesarias, no solo al 20 de julio sino también a las figuras de Bolívar, Santander o Nariño (tan enaltecidos como vilipendiados desde cuando vivían), al hecho de que la Independencia la simbolizara un evento ocurrido en la capital o al evento protocolario de un desfile militar, a pesar de intentos recientes y breves de descentralización y modernización. Pero al lado de todo eso, las propuestas y los esfuerzos por ofrecer al país una narrativa mucho más diversa de aquel proceso histórico naufragan entre la indiferencia generalizada de un público que no obstante se jacta de su espíritu crítico, de “no tragar entero” y de su queja recurrente de que “ya nadie enseña historia de Colombia”.
¿Qué podemos decir entonces para darle valor al 20 de julio y a la Independencia misma? No hablamos de un evento intrascendente, pues se trata de la adopción en esta parte del mundo de un Estado de derecho, de un marco institucional en el que nos seguimos organizando dos siglos después, perfeccionándolo y habiéndolo dotado de una función social; hablamos de un episodio de integración regional, el cual respondió a insurrecciones locales que se sucedieron durante todo 1810, que no solo fue liderado por élites provenientes de distintas partes del virreinato (como también de simpatizantes españoles), sino que fue posible gracias al apoyo popular de hombres y mujeres de los más diversos orígenes étnicos y socioeconómicos.
Esos años fueron también de experimentación política, de ciudades y provincias afanadas en implementar las ideas ilustradas de gobierno, lo cual derivó en rupturas absolutas con la Corona Española, en un ejemplo dado por Cartagena el 11 de noviembre de 1811, en el que también fue decisivo el apoyo popular e interétnico y que le costó a la ciudad un violento asedio por parte de la flota del Rey. Y es que también esta fue una época de incapacidades: la de los independentistas de convencer a toda la población y sus propios copartidarios y la de los simpatizantes del Antiguo Régimen que con su postura revelaban que la Independencia sería foco de otras desigualdades y discrepancias. Por eso también hubo violencia entre centralistas santafereños y federalistas tunjanos, como entre monárquicos pastusos e independentistas caleños y quiteños, como entre cartageneros contra sinuanos y sabaneros que se rebelaron contra una independencia que nunca se les consultó.
La guerra, sin embargo, también atraerá sus propias formas de diversidad y movilidad. Había coroneles negros o indígenas peleando en ambos bandos, había españoles apoyando militar o económicamente a los independentistas, había granadinos y venezolanos intercambiando exilios y conflictos tal como seguirá ocurriendo por dos siglos más. También había contingentes de cientos de mujeres sin los que las tropas de Nariño jamás habrían llegado del Magdalena a las goteras de Pasto, como otras que contribuyeron a su derrota, y otras que marcaron la ruta de Bolívar desde Tame hasta el Puente de Boyacá. Y entre los territorios donde esos hechos ocurrieron, quedó el recuerdo mitificado de héroes, heroínas y mártires, nutriendo buena parte de la oralidad y la identidad regional. La Independencia es, de este modo, el relato de nuestras propias diversidades.
Y en esas diversidades, por supuesto, también está el proyecto inacabado de ese Estado de derecho. La diversidad murió en unas élites económicas y políticas que en sus constituciones de corta vida olvidaron por casi un siglo el aporte intelectual y logístico de las mujeres a su proyecto, ni qué decir de la propiedad indígena de la tierra o de una abolición de la esclavitud aplazada por tres décadas. Sin embargo, para subsanar aquellas exclusiones ha sido clave reeditar ese estallido de resistencias y movilizaciones de 1810. Al fin la idea era afirmar seriamente aquel principio de que “todos los hombres nacen libres e iguales”, en una tarea utópica que nos ha tomado dos siglos de perfeccionamiento.
Para leer y ver la Independencia
La tarea de narrar la Independencia en clave contemporánea ha sido emprendida de muchas formas, no solo los 20 de julio sino también en otras fechas de ese largo calendario de sucesos transcurridos en todas las regiones del país. Sin embargo, esa misión solo suele interesar al público en fechas como esta, en medio de una nube de cuestionamientos desde el más anticuado patrioterismo hasta el revisionismo más pobre. Para ese público, no obstante, queda un acervo grande de trabajos. Destaco el especial del Bicentenario 2010 de Credencial Historia, disponible en la biblioteca virtual del Banco de la República, al igual que libros como Historia que no cesa de la Universidad del Rosario y Del dicho al hecho del Museo Nacional. En cuanto a esfuerzos audiovisuales, están la serie documental Bicentenario, anécdotas de voz a vos en el YouTube de Canal Institucional, el documental 200 años después de Señal Memoria y la clásica miniserie de ficción Crónicas de una generación trágica, ambos disponibles en RTVCPlay.
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