_
_
_
_

Jeremy Irons: “Me encantan los villanos, me identifico con ellos”

‘Retorno a Brideshead’, ‘La misión’, ‘La mujer del teniente francés’… son algunos de los títulos en el cine y en la televisión que fraguaron la carrera de este mayúsculo actor británico que iba para músico, pero cuyo físico, voz y dotes interpretativas lo llevaron por el camino del cine. Conversamos con él en Sevilla.

El actor británico Jeremy Irons.
El actor británico Jeremy Irons.Gianfranco Tripodo

Aparece solo, sin blindaje de mánager, y rechaza pasar por maquillaje y peluquería. De estilismo, ni hablamos. Imposible desligar a Jeremy Irons (Cowes, Inglaterra, 76 años) de la estampa de gentleman fugado al campo que cultiva fuera de pantalla: pañuelo al cuello, gorro de estibador, loden y chaleco desgastados, vaqueros y botas camperas. El hotel Alfonso XIII de Sevilla bulle por una boda india al estilo Bollywood, pero nos abren un fastuoso salón apartado del bullicio. Según asoma, mira por los ventanales con un único reclamo: quiere fumar. Afuera hace frío y se anuncian más aguaceros. No hay discusión, improvisamos un saloncito con butacones bajo un toldo en el mirador del jardín. Irons es conocido por encadenar un cigarrillo tras otro. Los lía a máquina. En apenas un par de horas, caerán cuatro. “Vicios… son tan necesarios…”, se excusa con pesarosa sonrisa.

El insigne protagonista de películas como Herida (1992) o La casa de los espíritus (1993) acude como jurado al Festival de Cine Europeo de Sevilla [el certamen se celebró entre el 8 y el 16 de noviembre], para recoger un premio de honor a su carrera y participar en una charla junto al productor David Puttnam sobre La misión (1986), la cinta que los unió. Siguen siendo amigos y vecinos en el sur de Irlanda, donde el actor compró un castillo en 1998. Irons llega a Sevilla procedente de Los Ángeles. Allí le pilló la reelección de Trump. Inevitable arrancar con esa pregunta.

¿Cómo ha recibido el regreso de Trump?

Ha sido un bajón, aunque muchos lo imaginaban. Los Ángeles es habitual feudo demócrata, pero allí se ha vivido sin grandes dramas. Quizá no se esperaba una victoria tan amplia. El mecanismo me resulta muy similar al del Brexit: la gente diciendo “nada ha cambiado, queremos un cambio”. Y Trump prometía disrupción. Puede que una disrupción sea buena, pero ¿a qué precio? Para mí es un coste preocupante.

¿Qué mundo intuye tras este giro político?

Nos esperan tiempos duros. No podríamos estar ante un peor escenario para Gaza, para Ucrania, para las relaciones entre Europa y EE UU, y entre China y EE UU. Veremos. No creo que las opiniones de los actores resulten particularmente útiles, pero está claro que será más duro entrar en EE UU y que mucha gente se marchará del país.

El actor británico Jeremy Irons, fotografiado en el hotel Alfonso XIII de Sevilla.
El actor británico Jeremy Irons, fotografiado en el hotel Alfonso XIII de Sevilla.Gianfranco Tripodo

¿Había visitado Sevilla antes?

Sí, hace 20 años estuve aquí filmando El reino de los cielos (2005), con Ridley Scott. Creo que sale el Real Alcázar. Recuerdo haber visto un flamenco maravilloso en algunos tablaos. Espero repetir la experiencia.

Vista hoy, La misión, donde interpretó a un misionero jesuita, toca conflictos supervigentes tres siglos después de aquella época: el extractivismo colonial, los genocidios, las imposiciones de credo, la supremacía blanca… ¿Tan poco hemos evolucionado?

Hay problemas que nunca desaparecen. Y eso al público le llega.

Aquel rodaje está rodeado de leyendas. Una dice que trajeron a George Martin, productor de los Beatles, para enseñarle a tocar el oboe vintage para los indígenas. ¿Es cierto?

Cierto. El oboe del siglo XVIII es un instrumento muy difícil de tocar. Martin vivía en el Caribe y nosotros rodábamos en Cartagena de Indias. Tuvo esa generosidad. Me esforcé muchísimo en sacar la melodía para luego encontrarme con que la habían doblado con la grabación de estudio de Ennio Morricone [risas].

Sigamos con las leyendas. ¿Es cierto que recorrió España en moto de arriba abajo?

Sí. De Bilbao a Málaga, pasando por Madrid. En España hay muchas curvas estupendas para moteros. Tenemos un club: The Guggenheim Motorcycle Club, organizado por Thomas Krens [exdirector de la Fundación Guggenheim] con Dennis Hopper, Lauren Hutton o Laurence Fishburne. También estaba la esposa de un arquitecto estupendo francés… cada vez me patina más la memoria [se refiere a Catherine Richard, exmujer de Jean Nouvel].

La arquitectura le queda cerca. Es usted amigo de Renzo Piano, ¿no?

Renzo es un gran amigo. Sí, me interesa mucho. De no haber sido actor, creo que habría sido arquitecto, aunque nunca fui un estudiante muy brillante. Me encanta cuando un espacio funciona y resulta confortable.

Vino a España por primera vez con 15 años, a Gibraltar. ¿Cómo fue aquella experiencia?

Vine a la boda de mi hermano. Tras navegar por aquí y allá, pasó una temporada en Gibraltar. Pasaba cigarrillos a España. Se enamoró de una enfermera inglesa que trabajaba en Marbella y se casaron. Yo vine de padrino, haciendo dedo desde Francia. Me obligó a conducir su coche lleno de cigarrillos por las carreteras de esa costa. Ni tenía carné; fue la primera vez que usé el cambio de marchas. Vivíamos en el barco, en el puerto de Estepona. El viaje fue lo más emocionante. La gente ya no hace dedo. Imagino que es por miedo. Es una pena que nos hayamos cogido tanto miedo los unos a los otros.

¿Usted nunca tuvo miedo de hacer autostop?

La verdad es que no. Era joven y quería conocer mundo. Hice mucho dedo. La guitarra me daba de comer. Viví esta fantasía del músico ambulante.

¿Es por eso que le gusta decir que quería la vida de un nómada gitano?

Sí, siempre me resultó un estilo de vida muy atractivo. Y quería seguir haciéndolo. No sabía cómo. Cuando decidí no ser músico sino actor, logré ese estilo de vida gitano: viajo, trabajo con gente diferente de una manera muy cercana y desaparezco. Soy un afortunado.

¿Y por eso eligió quedarse a vivir entre Londres e Irlanda, huyendo de los cantos de sirena de Los Ángeles?

Sí. No podría soportar pasar media vida almorzando y atrapado en una autopista, y la otra media rodando. Escuché mis necesidades, sin preocuparme por la inseguridad de mi profesión. Es importante si te quieres dedicar a esto. Sobre todo cuando eres un actor joven, que no sabes cuándo va a llegar el siguiente trabajo. Hay que ser consecuente con el modo de vida que eliges. Yo hice todo tipo de cosas: limpié casas, cuidé jardines, restauraba y vendía antiguallas para poder seguir estudiando interpretación…

¿Recuerda su primer papel?

Tenía 12 años. Hacía de una detective tipo Agatha Christie en una obra de misterio. No había chicas en mi colegio. Mi personaje llevaba trajes de falda de tweed. El profesor que dirigía me dijo: “No olvides atusar tu falda para abajo al sentarte, como haría una chica”. Y, claro, yo hacía lo contrario, lo que hacemos los chicos, tirar de la pernera para arriba. Es la primera vez que recuerdo haber hecho reír al público.

¿Estaban allí sus padres para verlo?

No. Era una función escolar, a ellos no les interesaban esas cosas. Ya en el instituto hice alguna función más y suspendía todo el rato por estar ensayando.

¿Les pareció bien que fuera actor?

Mi padre, que era contable, no estaba muy de acuerdo. Me dijo que los actores no se apañan bien para mantener sus matrimonios [Irons lleva 52 años casado con otra actriz, la irlandesa Sinéad Cusack]. Pero también me dijo: “Si lo tienes claro, inténtalo”. Quiso animar a mi hermano para que se alistara en la Marina, y no logró convencerlo; así que cuando llegó mi momento, me apoyó.

Nació en la isla de Wight. Allí se celebró en 1968 el mítico festival de rock, donde actuaron Jefferson Airplane o T. Rex. Usted tenía 20 años. ¿Fue uno de esos locos hippies que acudieron?

¡Ja, ja, ja! Ojalá. Por entonces estaba trabajando en Bristol. Y de ahí me moví a Londres como voluntario en la Iglesia.

O sea, ¿que se saltó todo eso del “sexo, drogas y rock and roll” de los swinging sixties?

Por supuesto que compraba los discos de los Beatles y esas cosas. Pero yo estaba en la escuela de teatro, y empecé a trabajar, primero limpiando los escenarios y después ganándome papeles cada vez más prominentes.

El actor británico Jeremy Irons, en uno de los salones del hotel Alfonso XIII de Sevilla.
El actor británico Jeremy Irons, en uno de los salones del hotel Alfonso XIII de Sevilla.Gianfranco Tripodo

Según ha contado, podría haber sido veterinario, artista circense, anticuario, trabajador social o músico. ¿Qué le ha quedado de todo esto?

Decoro mis propias casas. De hecho, mis viajes son una gran excusa para rebuscar en mercadillos. Y la música siempre me acompaña. Ahora estoy aprendiendo a tocar la viola.

¿Cuántos instrumentos toca?

En mi grupo juvenil tocaba la batería y la armónica. Y, gracias a la guitarra, aprendí a ligar. Yo no era muy locuaz con las chicas, pero cuando cantaba se quedaban ahí, escuchando. Después, ya en Londres, toqué el órgano para una organización caritativa. Nunca he sido muy bueno con ningún instrumento, pero lo disfruto mucho. En Irlanda todo el mundo sabe interpretar música. Es el entretenimiento al caer la tarde: juntarse con familia y amigos a tocar y tomar algo. Una de mis cosas favoritas del mundo es sentarme en un pub con mi pinta de Guinness y tocar con gente. Lo hago a menudo. En Skibbereen, un pueblito de costa al sur, cerca de Cork.

Ahí es donde compró su castillo cuando cumplió 50 años, un momento en el que en Hollywood te dejan de llamar. ¿Cómo vivió esa crisis?

Es un momento difícil, de reajuste. Es una de las razones por las que compré el castillo y me puse a trabajar en él, para ocupar mi tiempo y aparcar un poco el negocio. Estuve como tres años sin rodar, construyendo un hogar muy íntimo. Si no estoy en Londres o viajando, me puedes encontrar allí. Es mi espacio de felicidad.

Siempre se ha rodeado de agua. Creció en la costa, suele nadar en aguas abiertas y es un consumado navegante. ¿Pasa las horas mirando al mar, como hacía Meryl Streep en La mujer del teniente francés (1981), aquella película que le trajo la fama?

[Risas] No arrastro una tragedia tan romántica como ella, pero sí, necesito estar cerca del agua. La calma y el peligro del mar, ese contraste, es casi un reflejo de mi personalidad. De niño, justo debajo del jardín de casa, tenía un puerto. Así que a los cinco años ya aprendí a navegar. Llevo el mar en la sangre.

Se dio hasta los 30 años para abrirse paso en la actuación. Lo consiguió a los 33 con el éxito de la serie Retorno a Brideshead (1981). Hoy, un actor que no ha despegado a los 25 lo tiene difícil. Su hijo, Max Irons, también es actor. ¿Diría que lo tuvo más fácil que la generación actual?

Tuve mucha suerte, porque entonces había muchos teatros en Inglaterra; podías saltar de uno a otro aprendiendo. Mi hijo, por ejemplo, lo ha evitado. Hoy la referencia son las teleseries. Y muchos se hacen actores en busca de la fama. Yo solo quería trabajar, contar historias. No era un talento natural, pero fui mejorando a medida que lo disfrutaba. Mi carrera fue progresiva. Pero nunca pensé que tendría dinero y fama.

¿Se digiere mejor el éxito cuando llega con cierta madurez?

Yo pasé de la precariedad a ver mi cara en los periódicos por protagonizar la serie del momento. Convertirme en una persona pública me sobrepasó un poco. De pronto, el mundo es tu pueblo: te saludan por la calle. Puedo decir que no he tenido experiencias desagradables, la gente tiende a ser amable conmigo. También es porque nunca he sido demasiado famoso. Vivo una vida bastante normal.

Suele decir que le gustan los personajes que ocultan algún secreto. ¿Tiene que ver con su obsesión por la privacidad?

Probablemente. Y también con mi fascinación por la gente que de primeras no está exponiéndotelo todo. Necesito el descubrimiento, esa llamada a profundizar, el misterio. Y eso se refleja en mi trabajo.

¿Es cierto que rechazó hasta tres veces ser James Bond?

Más o menos. Me vino a ver Cubby Broccoli [histórico productor de los filmes del agente 007]. Había una posibilidad, pero no me entusiasmaba la idea. Después de Sean Connery y Roger Moore, escogerían a Timothy Dalton. Visto con el tiempo, probablemente me equivoqué, no tenía por qué dañar mi carrera en absoluto. No lo sé. Estoy tan feliz con todo lo que hice en esa época que no echo en falta a James Bond en mi filmografía.

A sus 76 años ya le han caído algunos premios a toda una vida. Algunos actores los encuentran insultantes, ¿usted?

No me preocupa mucho. Lo cierto es que no necesito premios [lo dice uno de los pocos actores que tiene la triada Oscar, Globo de Oro, César]. Siempre es agradable recibir uno, pero al final es un objeto más cogiendo polvo en una estantería.

Hasta bien entrada su carrera le hemos visto en pocas comedias. ¿Las ha evitado?

Los productores no han visto mi lado cómico. La gente se hace una idea sobre ti. Evidentemente, Retorno a Brideshead y La mujer del teniente francés marcaron una trayectoria dramática que se cimentaría con El misterio Von Bülow [la cinta que le valió el Oscar a mejor actor en 1990]. Y eso es lo que veían en mí. Algo enigmático, no necesariamente cómico. Pero está bien, porque la comedia en pantalla es muy difícil. Necesitas guionistas que realmente entiendan tu vis cómica.

Hubo un tiempo en que sobre todo interpretó personajes de época y señores pudientes, reprimidos y arrogantes. ¿Se sintió encasillado?

Igual he hecho 100 películas, pero muchas veces la gente se queda con uno o dos papeles. Y puede pensar que siempre interpreto al malo. Mi rango actoral es más que eso. Los tipos de clase alta deben venir por mi manera de hablar, pero no soy un gentleman, eso te lo garantizo.

No negará que disfruta haciendo de villano. Incluso puso voz al malo de El rey león (1994).

Me encantan los villanos, son mucho más divertidos de interpretar. Esa gente que vive fuera de la ley siempre es interesante… Me identifico con ellos.

¿Diría que con Inseparables (1988), la cinta de David Cronenberg donde encarna a dos cirujanos gemelos que se autodestruyen, alcanzó sus máximas cotas de perturbación?

Sí, probablemente sea lo más inquietante que haya hecho nunca. Pero hay que echarle la culpa a Cronenberg [risas]. Es una película buenísima.

En su época más exitosa explotó una sexualidad diferente en pantalla: el militar gay de Retorno a Brideshead, el político con una relación tóxica con la novia de su hijo en Herida (1992), el diplomático que se enamora de una espía transexual en M. Butterfly (1993), el pederasta en Lolita (1997). ¿Qué le ha aportado esta exploración a nivel personal?

Nuestra sexualidad es una gran parte de todo esto; de vivir, me refiero. No sé cómo acabé trasladándolo a mi carrera, pero resultó así. Para profundizar en un papel también tienes que hacerlo en la sexualidad del personaje.

¿Rechazó hacer de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos?

Sí. Probablemente ese sí fue un error, aunque nunca lo habría hecho tan bien como Anthony Hopkins. Pero me di cuenta de que empezaba a acumular demasiados personajes extraños, tipos oscuros.

Se va a reencontrar con Glenn Close en la comedia Encore (pendiente de rodaje), donde un grupo de actores retirados coinciden en una residencia y montan una obra de teatro. ¿Con quién se juntaría usted, llegado el caso?

[Risas] Me traería a Glenn, eso seguro. Y a Meryl Streep. A mis amigos de siempre. Aunque, para serte honesto, no creo que yo fuera feliz en una comunidad así. Nunca he pasado mi tiempo rodeado de actores, excepto cuando trabajo. Para mí sería una pesadilla. Quizás yo sería su pesadilla.

¿Cuál es su idea de la felicidad hoy?

De joven solía pensar que el epítome de la sabiduría y a lo que debería aspirar era a sentarme feliz bajo un árbol. Y encontré ese árbol; queda muy cerca de mi casa, en Irlanda. Me siento bajo su sombra, contemplo el paisaje y soy completamente feliz.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_