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maneras de vivir
Columna
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Sola y borracha

Hay víctimas que, además de haber sido sometidas a abusos terribles, no se atreven a acudir a la justicia

Una mujer sostiene una pancarta en la marcha del 8M de 2024 en Madrid
Una mujer sostiene una pancarta en la marcha del 8M de 2024 en MadridMiguel Candela (SOPA Images / Ge
Rosa Montero

Leo en un reportaje de Carla Mascia en EL PAÍS el caso de la actriz francesa Adèle Haenel, un juicio más a otro depredador sexual del mundo del arte y el espectáculo. Esta vez se trata de Christophe Ruggia, que dirigió en 2001 a la actriz en su primera película, Los diablos. Adèle tenía 12 años y Christophe 36; las agresiones sexuales empezaron en el rodaje y continuaron dos años más, hasta los 14 de la niña, con la excusa de ayudarla a formarse como actriz. Durante el juicio, esa piltrafa de hombre se ha intentado hacer pasar por un generoso Pigmalión (“dicen que nos han creado, pero lo que han hecho es destruirnos”, declaró estremecedoramente Haenel en una entrevista) y, para justificar la hipersexualización a la que sometió a la niña en el filme (al parecer las imágenes son turbadoras), alegó que aquella Adèle tenía “una sensualidad desbordante” y la “mirada de una actriz porno”. Vamos, que estuvo a nada de decir que esa cría de 12 años era una puta y que le pervirtió, una típica fantasía exculpatoria de los pederastas (y de los machistas). No le sirvió de nada, menos mal. A principios de febrero, Ruggia fue condenado a cuatro años de cárcel por lo que le hizo a la pequeña Adèle. Poco me parece, pero vale. Que sepan todos esos monstruos (qué paisaje subterráneo tan dantesco están dibujando los abusos que van emergiendo) que se ha acabado la barra libre.Pero no era de esto de lo que quería hablar, sino de otra cosa que recoge el reportaje de Mascia. Adèle, que lleva años retirada del cine asqueada por la permisividad de la industria ante los crímenes sexuales, denunció a Ruggia en 2019, poco después del caso Weinstein, y lo hizo con una entrevista a un diario. No quería acudir a la justicia porque temía la violencia institucional que, por desgracia, sigue siendo tan habitual contra quienes denuncian asaltos sexuales. Y esto sí que me parece importante. Hay una clase de víctimas que, además de haber sido sometidas a abusos terribles, no se atreven a acudir a la justicia porque saben que, de hacerlo, es muy posible que sean abusadas una vez más, esta vez a plena luz y ante todo el mundo. ¿Exagero? No sé, echen una ojeadita al comportamiento del magistrado Adolfo Carretero en el juicio contra Errejón. Su interrogatorio a la denunciante, la actriz Elisa Mouliaá, fue indescriptible. Tan escandaloso, en fin, que el CGPJ abrió una investigación, de la que no se ha vuelto a saber nada, al menos mientras escribo esto. Tampoco ha acabado aún el juicio, pero para mi tesis da lo mismo si Mouliaá gana el caso o no. De entrada, la actitud del magistrado deja claro que, si se te pasa por la cabeza denunciar un abuso sexual, te pueden atizar de lo lindo. La hostilidad de Carretero ha sido muy criticada por otros togados: “Es un resumen de todo lo que no se debe hacer por parte de los jueces. Incluso habría que ponerlo en la Escuela Judicial para explicar todas las cosas que se deberían evitar”, declaró a Deia, por ejemplo, el magistrado de la Audiencia Provincial de Gipuzkoa Jorge Juan Hoyos. Y es que, por fortuna, no todos los jueces parecen pertenecer al Pleistoceno. Ha sido paradigmático el caso del beso de Rubiales. Sí, yo creo que tenía que haber sido condenado por coacciones, pero de lo que estamos hablando es del trato que se le dio a la denunciante, y Hermoso fue respetada y escuchada. Como cualquier otro denunciante de cualquier otro delito.El problema se agrava porque a menudo los medios de comunicación y las redes también revictimizan y agreden a quien denuncia. Esto sucede por el prejuicio de la víctima ideal, un concepto acuñado por el criminólogo Nils Christie. Para que la víctima sea vista como legítima, tiene que reunir ciertos atributos: debe ser débil, inocente, estar realizando una actividad respetable en el momento del delito, no ser culpable de encontrarse en el lugar de los hechos. Estos estereotipos, multiplicados en el caso de las mujeres, echan por tierra la más elemental noción de la justicia y terminan convirtiendo en culpables a las víctimas. Como corean las participantes en las manifestaciones feministas, “sola y borracha quiero llegar a casa”. Lo que quiere decir que, aun en el caso de que no seas perfecta y metas la pata, tienes todo el derecho a no ser violada ni asesinada, así como a regresar a casa con la misma tranquilidad con la que lo hacen los hombres solos y borrachos. Hay que limpiar la mirada de estos rancios y peligrosos sesgos.

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Sobre la firma

Rosa Montero
Nacida en Madrid. Novelista, ensayista y periodista. Premio Nacional de Periodismo y Premio Nacional de las Letras en España. Oficial de las Artes y las Letras de Francia. Animalista, antisexista y ecologista. Su obra está traducida a cerca de treinta idiomas.
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