El juez Carretero contra Mouliaá
Los interrogatorios a la actriz y al expolítico Íñigo Errejón en el juicio por violencia sexual ponen en evidencia el camino que aún le queda por recorrer a la justicia y por qué muchas mujeres no denuncian
En 1990, en la Audiencia de Lérida, el juez Rodrigo Pita firmó la que luego se conoció como la sentencia de la minifalda en el caso de una mujer de 17 años a la que su jefe agredió: “Pudo provocar, si acaso inocentemente, al empresario Jaime Fontanet por su vestimenta”. En la sentencia por el asesinato de Nagore Laffage, en los sanfermines de 2008, se lee que José Diego Yllanes Vizcaya “pensó erróneamente” que ella “quería una relación apasionada, por lo que procedió a quitarle la ropa de forma brusca, rompiendo la trabilla del pantalón, un tirante del sujetador y el tanga por tres sitios”. También se lee que Laffage “interpretó erróneamente la actuación violenta del acusado como un intento de agresión sexual y, como reacción, amenazó a José Diego con destruir su carrera y denunciarlo”.
En 2016 fue la jueza María del Carmen Molina Mansilla, titular del Juzgado de Violencia de Género de Vitoria, la que preguntó a otra mujer en un juicio por violación si “había cerrado bien las piernas”. Poco después, el juez Ricardo González dijo sobre la violación múltiple de La Manada que él solo veía “un ambiente de jolgorio y regocijo”. En octubre de 2018, Francisco Javier Martínez Derqui, titular del juzgado de Violencia sobre la Mujer número 7 de Madrid, llamó “hija de puta” y “bicho” a María Sanjuán, una mujer que había denunciado por violencia de género a su pareja.
El listado es largo.
A muchas (muchas) mujeres que hayan pasado por un juicio por delitos sexuales, y a cualquiera que tenga memoria, no les habrá sorprendido (nada, en absoluto) las preguntas del juez Adolfo Carretero a Elisa Mouliaá e Iñigo Errejón, porque las preguntas del juez Adolfo Carretero a Elisa Mouliaá e Íñigo Errejón son el día, las décadas de la marmota: las de tantas y tantas mujeres llegando a los tribunales para denunciar una agresión, las de tantos y tantos hombres para negar que aquello hubiese sido violencia y las de tantos y tantos jueces ―y alguna jueza― que preguntaron si estaban seguras de que no querían, si se habían resistido lo suficiente, si habían hecho o dicho algo para parar su propia violación.
Que preguntaron, y que preguntan. Tampoco es secreto el añadido de que las respuestas de ellas, en esos casos, no parecen importar, porque en esas cuestiones y en cómo se formulan ya hay cierto juicio previo de lo que se está dirimiendo: ellas mienten o están confundidas o hicieron algo que provocó la violencia o, por qué no, “¿no habrá intereses espurios?”, como le propone el juez Carretero a Errejón cuando le da distintas opciones para que responda a por qué cree él que Mouliaá le ha denunciado.
Otra de las opciones que le ofrece es si no sería que él “le prometió algo” que luego “no le dio”. Todas son alternativas cuyas respuestas son parte del amplio abanico de los estereotipos existentes en torno a las víctimas en los juicios por violencia sexual: la mujer despechada, la mujer vengativa, la mujer infantilizada, la mujer confundida, la mujer que dijo sí pero quería decir no y ahora es cuando se acuerda del no.
En solo siete minutos de los algo más de 60 que duran los interrogatorios se materializa a qué se refieren las pancartas en las manifestaciones en las que se lee “justicia patriarcal” y de qué habla la propia justicia cuando habla de cambiar sus propios protocolos y formar a su personal para no “revictimizar” a las mujeres que llegan a denunciar, que son solo alrededor de 10 de cada 100, según los cálculos del Estado.
En solo siete de esos minutos se coloca sobre la mesa ―por parte de Errejón, pero también del magistrado― la idea de que para las mujeres es rentable denunciar violencia sexual, y vuelve a desaparecer el hecho de lo rentable que ha salido ejercerla, para algunos, durante años.
En solo siete de esos minutos se ve cómo Carretero le hace preguntas de confrontación a Mouliaá; a Errejón, y de forma repetida, de confirmación de su propio relato. En solo siete de esos minutos se contabilizan 15 interrupciones a la primera, y apenas tres o cuatro al segundo. Pero no es solo el número de veces, es también el tono y el volumen, la forma y el lenguaje.
Las interrupciones a ella son para cuestionarla, cortarla, increparla e incluso para acusarla de mentir. Son abruptas, agresivas, violentas, inquisitivas, incisivas, hay una ocasión en la que se ríe, algunas desprenden cierto paternalismo, otras, sorna e ironía: “Pero vamos a ver, señora, ¿cómo que se zafa y se va?, “¿forcejeó con él?, sí, vale, se levantaría muy azorada, ¿no?”, “¿le bajó las bragas o algo?, “pero usted le dijo que parara, ¿dijo algo?”. Ella le contesta que dijo a Errejón que estaba “muy incómoda”. ”No, muy incómoda no. Decir ‘que me dejes en paz, que no me toques’. ¿Le dijo algo de eso?”.
No es, si quiera, una cuestión de dureza o falta de empatía ―que también―, sino que son la antítesis de la propia legislación española, que cambió en 2022 con la entrada en vigor de la Ley de Libertad Sexual y el consentimiento positivo, precisamente por preguntas como estas, para que no hubiese preguntas como estas y para desterrar la idea de que si una mujer no se defiende, física o verbalmente, no hay violación.
Mientras los “sí, sí” del juez cuando Mouliaá habla son un apremio a que acabe su relato, en la mayoría de los “sí, sí” durante los tiempos de Errejón, como en el resto de interacciones que tienen, hay otra cosa, una modulación que recuerda más a una conversación con un colega al que se está escuchando y viendo si se afea algo o no.
Sus “síes” son “síes” de comprensión, es como una forma de decir “ya, ya, sé lo que estás diciendo”. Asoma cierta camaradería. Acusado y magistrado parecen entenderse, comparten lenguaje y realidad: hay momentos en los que el juez repite la última frase de Errejón, son frases de afirmación y reafirmación del relato, una especie de mimetización que solo puede darse entre pares, entre personas que comparten contexto y perspectiva de ese contexto.
Porque en esa sala no se ve otra cosa que lo que aún pasa muchas veces en la calle, la complicidad entre hombres, solo que dentro de un juzgado, la escenificación de esa fratría se percibe como una legitimación de lo que se está juzgando, la violencia sexual, que acaba convertida en violencia institucional, esa que forma parte de la llamada cultura de la violación y que está en la base de la eterna posición de las mujeres en un tribunal por un delito sexual: no creerlas es de donde se parte, desde donde se levanta un muro contra ellas que se concreta bien en ese “no se entiende que se vaya con ese señor” que dice Carretero a Mouliaá. “No se entiende” es otro problema en los procesos judiciales por delitos sexuales: la falta de comprensión entre víctimas y magistrados, la falta de entendimiento ya no de las mujeres, sino de la estructura de esta violencia.
Gisèle Pélicot, después de que la interrogaran las defensas de las decenas de acusados ―ya condenados―, dijo: “Me parece insultante y entiendo que las víctimas de violación no denuncien porque tienen que pasar un examen humillante”. En este caso no eran los abogados de la defensa, sino quien tiene que dictar sentencia.
No, no hay sorpresa en cómo manejó esas declaraciones, las mujeres llevan años enfrentando esas preguntas, pero quizás sí en el tiempo en el que se ha dado. En uno en el que, se creía, ya no podían darse. La filtración del vídeo es una cuestión más que tendrá, también la justicia, que investigar, mientras, tal vez tenga una consecuencia positiva, que cualquiera pueda entender a qué hacen frente las mujeres, a veces, cuando se colocan frente a un juez. Y por qué, a veces también, prefieren no hacerlo ante uno.
El teléfono 016 atiende a las víctimas de violencia machista, a sus familias y a su entorno las 24 horas del día, todos los días del año, en 53 idiomas diferentes. El número no queda registrado en la factura telefónica, pero hay que borrar la llamada del dispositivo. También se puede contactar a través del correo electrónico 016-online@igualdad.gob.es y por WhatsApp en el número 600 000 016. Los menores pueden dirigirse al teléfono de la Fundación ANAR 900 20 20 10. Si es una situación de emergencia, se puede llamar al 112 o a los teléfonos de la Policía Nacional (091) y de la Guardia Civil (062). Y en caso de no poder llamar, se puede recurrir a la aplicación ALERTCOPS, desde la que se envía una señal de alerta a la Policía con geolocalización.
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