La cuadratura del triángulo
Bajo un estilo equilibrado y de estirpe clásica, el gran -hoy tal vez el más grande: un islote que emerge muy por encima del suelo del cine europeo, que sigue sin alcanzar rasgos de identidad propia- cineasta francés Louis Malle esconde un fondo complejísimo, que convierte a muchas de sus películas en obras con superficie pulida y luminosa, pero con la trastienda rugosa y cargada de zonas oscuras, difíciles de fijar, pues son materia en sutil y perpetuo movimiento: la fluencia de algo que se resiste a quedar atrapado por la quietud de una definición o un concepto.En Herida, esta zona escurridiza del cine de Malle alcanza intensidades apasionantes gracias a un acoplamiento perfecto entre el artificio de la ficción y la representación de algo que está más allá de esa ficción: lo que nos ocurre cuanto tocamos los techos o nos cercan los extremos de un conflicto irresoluble y, por tanto, trágico: en Herida, el amor en cuanto locura y comportamiento suicida, con la puerta abierta de par en par vecina la muerte, maquillada con la máscara negra que los roirnánticos -y Malle lo es- llamaron fatalidad, palabra que enuncia lo irremediable vivido y simultáneamente gozado y padecido.
Herida
Dirección: Louis Malle. Guión: David Hare, sobre la novela de Josephine Hart. Música: Z. Preisner. Fotografía: P. Biz¡ou. Reino Unido, 1993.Intérpretes: Jeremy Irons, Miranda Richardson, Juliette Binoche, Rupert Graves, Leslie Caron. Cines Palacio de la Música, Amaya, Benlliure, Aluche y, en V. O., Renoir de Cuatro Caminos.
Herida afronta un asunto mayor con palabras mayores. Transcurre sobre ese movimiento escondido e imposible de detener que llamamos una mutación. Logra Malle el milagro de hacer de lo invisible un acontecimiento visual: dar imagen a lo inimaginable, hacernos percibir lo imperceptible. En los primeros minutos de la tensa trama, y, con sólo dos juegos de explosivas miradas entre Jeremy Irons y Juliette Binoche en plano-contraplano, se dispara una aventura pasional de tanta y tan pegadiza fuerza que acordamos su duración con nuestra duración interior, de tal manera que, a medida que esa mutación tiene lugar, la sentimos y vemos como tal mutación: un movimiento incapturable, pero que nos arrastra y conmueve en sentido literal.
Gran secuencia erótica
En ese tiempo desencadenante, cuatro intérpretes -Jererny Irons, Juliette Binoche, Miranda Richardson y Rupert Graves- nos elevan en un vuelo cuyo transcurso y final intuimos desde que se anuncia su despegue. Sin embargo, el desvelamiento del itinerario de la película no sólo no atenúa las ganas de vivirlo, sino que las acentúa. Sabemos -sin que nadie nos lo diga, por la presión de la imagen- qué va a pasar, pero esto multiplica el imán de una intriga que, pese a estar desvelada, o quizás por eso mismo, agudiza el placer de vivirla al compás de cuatro personajes que dibujan un desconcertante y paradójico enredo amoroso triangular.Asistimos a una de las más bellas secuencias eróticas del cine: secuencia al pie de la letra, pues conforma un movimiento construido sobre cuatro encuentros (en contrapunto con cuatro dilaciones) que se suceden como peldaños de un ascenso prodigiosamente graduado hacia la fusión de dos cuerpos en desordenada e invencible busca mutua. Hay tanta musicalidad en esta volcánica escala, que su evidencia se hace casta a causa de la pureza de su función dramática: de ahí su elegancia, que desvela, para entendernos, la tosquedad de las escenas de sexo (sin rango de secuencia, de victoria sobre la fuga del tiempo) del famoso y superficial Tango entre Brando y Bertolucci. Malle afronta otro asunto mayor y nuevamente con palabras mayores: hace falta ser un virtuoso de su oficio para expresar con tanta facilidad un conflicto tan enrevesado.
Es Herida una partitura visual maestra y magistralmente ejecutada. La mutación de los personajes -sólo Binoche, eje inmovil de la espiral de la tragedia, tiene algo de estatua cerrada sobre sí misma- está trenzada por Jeremy Irons y Miranda Richardson con talento desmedido. Las dos horas del filme se aprietan en el paréntesis sin aliento que hay entre dos respiros: la representación de una pasión que nos contagia e invade; y que, al detenerse, nos vacía: hemos dejado la piel en su recorrido y salimos de su aventura moral y estética inermes, agradecidos y en carne viva, reconciliados con un cine que renueva su vieja capacidad para devolvernos las viejas cuestiones de siempre como si fueran territorios recién descubiertos de la condición humana.
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