La gilda y su viaje desde la posguerra al ‘glamour’ gastronómico
Estandarte de la inefable cultura del pintxo, su leyenda se remonta a los bares de San Sebastián y al mito de Rita Hayworth. Un relámpago de sabores básicos en un solo bocado. La gilda es un clásico que sigue primando en las barras y ha trascendido a la alta cocina
Empecemos por la deconstrucción. Madrid, una mañana de octubre, el chef Javi Estévez monta su gilda —que no es en absoluto una gilda— en su restaurante La Tasquería, especializado en casquería y con una estrella Michelin. De la pura gilda permanecen en su invento dos de sus tres ingredientes en conserva, la aceituna y la “acidopicante” —dice— guindilla vasca o piparra. Desaparece el otro, la anchoa en salazón, sustituida por sardina ahumada. E introduce su marca de la casa de casquería: dos tacos de lengua de cerdo ibérico cocida más paté de higadito de pollo. A mayores: tomate seco, patatas fritas onduladas con pimentón, crema de queso de cabra, aceite de oliva virgen extra, reducción de vinagre de Jerez, eneldo. El cocinero parte del concepto de la gilda para crear un plato con todos estos ingredientes dispuestos a lo largo de una bandejita: desaparece también el palo de madera. Esta es la suculenta y singular gilda de Estévez, que, como él mismo se encarga de subrayar, “no es una gilda”. En la cocina vista se afana su equipo para el primer servicio y por un altavoz suena Bad Bunny, la estrella cuyo lema se ajusta a lo que ha hecho este chef con la gilda: YHLQMDLG (Yo Hago Lo Que Me Da La Gana).
Ahora, reconstruyamos.
Una mañana de noviembre en San Sebastián coge el teléfono Juan Pedrera y dice: “A ver, una gilda, lo que es una gilda, es aceituna manzanilla, la guindilla nuestra del país y anchoa del Cantábrico, todo de calidad, ensartado en palillo, cuadrado mejor que redondo para que no anden bailando los ingredientes, y regado con un poco de aceite de oliva”. Habla desde Casa Vallés, donde según la leyenda un cliente llamado Joaquín Aramburu, de apodo Txepetxa, en euskera el pájaro chochín, diminuto y al tiempo de potentísimo trino, solía mezclar en un palillo el picoteo que le ponían con su vino hasta que, un buen día, saboreando el pintxo, lo contempló y anunció al mundo: “Esto es una gilda”.
Acababa de llegar a España la película Gilda.
Txepetxa hizo la analogía entre su tapa y el personaje de Rita Hayworth, que por entonces era en España paradigma erótico y objeto de censura moral de la Iglesia, y se fue corriendo de boca en boca lo de la gilda, “por verde, salada y un poco picante”, precisa Pedrera.
La escritora gastronómica Marti Buckley, vecina de San Sebastián, publicará en 2024 The Book of Pintxos (Artisan), al que ha dedicado tres años de investigación. En sus pesquisas encontró una fotografía de una gilda en 1942 en el donostiarra bar Martínez, así que, de acuerdo con su averiguación documental, la gilda debió de existir formalmente antes de que Txepetxa le pusiese nombre. Pedrera se limita a dar su relato. Asume que toda leyenda es controvertible, incluso impugnable: “Los de Bilbao dicen que la gilda la inventaron ellos”.
Conque la gilda arraigó desde el País Vasco y durante décadas fue extendiéndose por toda España hasta representar hoy la cúpula de la iglesia del aperitivo.
En los últimos años, el auge de este pintxo ha sido particularmente intenso. Alfredo Escobar, Kiki, vocal del Instituto del Pintxo de San Sebastián, sostiene que el pico de popularidad viene ligado a la explosión turística de su ciudad. “Es lo primero que se le hace probar a quien llega, y como ahora todo el mundo viene aquí, ha tomado aún más renombre si fuere posible”, dice. Buckley también considera que el turismo ha redimensionado a la gilda; y añade otro factor, la tendencia cultural a reivindicar lo tradicional, lo de toda la vida.
Gabriel Bartra, director de contenido de la Bullipedia (elBullifoundation, de Ferran Adrià), sitúa la raíz de la gilda en el neolítico, cuando comienza la conserva, y afirma sobre su evolución contemporánea: “Ha trascendido de un simple pintxo. Se origina en un lugar concreto geográficamente, es conocido y reproducido en otros sitios y entonces se empiezan a realizar versiones: ahí se ve su calado. Esto implica que forma parte de la memoria colectiva gastronómica de un país”.
Trascendencia, eso mismo, es meterse en la boca de un bocado la gilda versionada de Carlos del Portillo, Bistronómika (Madrid), notorio restaurante de pescado a la brasa. Sucede con su gilda que se te desparrama en el paladar todo esto en un solo instante: aceituna kalamata, piparra —la antedicha guindilla encurtida, típica del País Vasco—, guindilla coreana seca triturada, cebollita francesa encurtida, cebolleta que no cebollita, lomo central y ventresca de atún rojo de almadraba y una deliciosa mayonesa de aceituna y anchoa; en un parpadeo, todo esto junto rebañado de un pincho de acero inoxidable cuyo roce de frío metálico en la lengua le suma elegancia al asunto. “He sacado la gilda de la barra y la he puesto en la mesa”, resume Del Portillo, al que le dio por hacer esta maravilla después de probar en Santiago la de Casa Marcelo, de Marcelo Tejedor; el chef gallego se inventó ya en 2013 una gilda en la que cambió la anchoa por merluza y añadió trozos de jalapeño.
Del Portillo bromea con que la gilda es su “postre” más vendido, porque si bien suelen arrancar con ella como aperitivo, al terminar de comer es común que los clientes le pidan cerrar con otro pase de gildas. Si quieren, también la pone con un poco de caviar.
En la misma calle que Bistronómika está La Cocina de Frente, que sirve la gilda básica, la de las tres conservas montadas en un palo, sin más. Su cocinero, Carlos García Pérez, la define como “el aperitivo perfecto para despertar el apetito y tomarte una cerveza antes de comer”. “La gilda entra y te abre completamente la boca, te activa el paladar con la salinidad de la anchoa, el picantito de la piparra y la frescura de la aceituna, que no tiene un sabor tan intenso pero para mí es lo que redondea el conjunto”. Da especial importancia a servir una buena gilda porque la considera un parámetro de competencia hostelera: “Tú al primer bocao de una gilda ya sabes cómo vas a comer en un restaurante”.
El aperitivo ya tiene su propio día de honor. Desde 2018, la Cofradía de la Gilda y el Pintxo celebra en San Sebastián, cada mes de diciembre, el Gilda Eguna, Día de la Gilda (este año, el sábado 16 de diciembre). “Nos pareció que se merecía un homenaje porque es el pintxo por excelencia”, dice Sonia García Olazabal, portavoz de la organización. La jornada incluye un concurso denominado Gilda Innova. En 2021 ganó una que consistía en una aceituna gordal rellena de tartar de piparra y anchoa, con mayonesa de guindilla y cebolla roja y una base de tierra de aceituna negra; en 2022 obtuvo el primer premio otra que llevaba manzana, espirulina, sidra y tomate deshidratado.
La gilda no es ajena a la era de la cocina experimental, cuyo afán de ingenio puede resultar excesivo, sobre todo cuando toca a composiciones perfectas en su elementalidad. Javi Estévez, en La Tasquería, a la vez que remarca que no pretende presentar su híbrido de conservas y casquería como una gilda, asume que el fenómeno empieza a ser mareante: “Se le está dando unas vueltas muy grandes al tema, a menudo en realidad lo que ves son brochetas con ingredientes de la gilda”. En la cofradía tienen claro lo que debe ser “una buena gilda”. En su web dictan que “la piparra no sea muy grande y tenga un puntito de vinagre, que la anchoa sea fina y sin barbas y que la aceituna sea del tipo manzanilla, sin hueso”. “Se debe tomar de un bocado para disfrutar de todos los aromas y sabores a la vez”.
Tal cual, dicen los cofrades, la dan en Casa Vallés. Con una salvedad: para ser fieles al origen le ponen aceituna con hueso, como en los años cuarenta. Al parecer, este detalle ortodoxo le ha hecho saltar un piño a algún turista. Todo sea por disfrutar del encanto de San Sebastián y del sabor memorable de la gilda.
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